Finalmente, Elena y un servidor disfrutamos
de cuatro días de vacaciones en el terruño (CDMX). Nos fuimos en uno de esos
transportes privados que ahora ofrecen sus servicios en todas partes, muy cómodos,
y que salen y llegan de lugares menos horrendos que las centrales camioneras.
Nosotros, por ejemplo, salimos de Plaza Mayor y llegamos al Auditorio Nacional,
y de regreso, a la inversa. Nos hospedamos, como de costumbre, en un hotel justo
a espaldas de la embajada americana. Mejor ubicación, imposible.
Apenas llegando, nos enfilamos, a pie,
por todo Paseo de la Reforma hasta llegar a Mariano Escobedo y de ahí, a la derecha,
alcanzar el lobby bar del Camino Real para echarnos unos tragos. Elenita se
refinó dos tequilas y yo ¡tres bohemias!, con música ambiente de fondo. La
razón principal de nuestro periplo era compartir al día siguiente la “tradicional”
comida anual (apenas llevamos tres) con una vieja amiga mía de toda la vida en
nuestro restorán favorito, pero mi esposa quiso aprovechar también para ver a
su mejor amiga, cosa que haríamos dos días después. Elena y yo conversamos de
todo y, sorprendentemente sobrios, emprendimos de nueva cuenta a pie el camino
de regreso al hotel, ya avanzada la noche y con un frío del carajo.
La comilona con Patricia, mi amiga,
resultó de órdago, aperitivos incluidos y dos botellas de vino completitas, pero
la señora, que es de carrera larga, nos llevó del restorán donde yantamos (más
bien, “llantamos”) a otro más modesto, aunque acogedor, a empinarnos una
tercera. Todo esto a pie, pues la dama no maneja, además, cómo, con tanto
alcohol dentro de nosotros. Pero no paró ahí la cosa, ya que cerca de media
noche, Paty nos conminó a acompañarla, dijo, no a la visita de las siete casas,
pero sí de las tres, y nos guió caminando a la terraza del Reforma Marquís a despacharnos
media botella más de tinto, aderezada esta con unas tapas españolas. A la
salida, empaquetamos, como pudimos, a mi amiga en un taxi rumbo a su domicilio
y nosotros nos encaminamos ya de madrugada -a pie, para variar, y con otro frío
del carajo- a nuestro hotel, que estaba sólo a unas cuantas cuadras de ahí. Estuve
lo suficientemente sobrio como para llamarle a Patricia a su casa y asegurarme
de que había llegado bien.
El miércoles, no tan temprano, caminamos
sobre Reforma, aunque ahora en la otra dirección, hacia Avenida Juárez,
continuamos por Madero y arribamos al Zócalo, pero yo creo que ya era muy tarde
para la mañanera, pues pasaba de la una de la tarde. No obstante, dimos una
vuelta completita a la explanada y le pedí a Elenita que me tomara una foto
justo enfrente de la puerta principal de Palacio Nacional, y anduvimos
divagando hasta por las laterales, pues ya ven que al pinche viejito loco se le
ocurre luego salir a dar la vuelta y quisimos probar suerte para ver si nos topábamos
con él, pero nada.
De consolación, nos fuimos al bar del
restorán El Balcón del Zócalo, en el Hotel Central, a empujarnos unos alipuses
para no perder la costumbre recientemente adquirida. Ahí, con una vista
esplendorosa de la Catedral Metropolitana, El Palacio Nacional y el del
Ayuntamiento, entramos en confianza mi mujer y yo y empezamos a divagar sobre
los terribles problemas que se avizoran sobre el horizonte de nuestro querido
México si el individuo de marras no enmienda el camino, pero, bueno, como lo
que nos interesa ahora a nosotros es que por lo pronto le vaya bien a la
familia, empezamos a especular sobre qué otro negocio pudiéramos iniciar además
del que ya tenemos.
Elena era de la idea de emprender algo
orientado a los jóvenes, aprovechando la cola del bono demográfico del que, sin
duda, todavía gozaremos durante algunos años, y se dejó pensar en grande. ¿Qué
tal –me dijo- un colegio con un nombre rimbombante, de esos como Nuevo
Continente, donde estudiaron los hijos de nuestros vecinos? A lo que yo, más
orientado, por cuestiones de edad, hacia el otro extremo, respondí: ¿Por qué no
mejor una casa de retiro para ancianos con un nombre no tan rimbombante como
Viejo Incontinente?
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