miércoles, 15 de enero de 2020

El abuelo

El otro día fui a correr al Parque Metropolitano. Mientras calentaba, vi que una joven de alrededor de 25 años iniciaba su trote. Me puse como meta alcanzarla una vez que hubiera terminado con mi calistenia. ¡Qué va! Una vez emprendida mi marcha, sólo divisaba a lo lejos cómo se alejaba más y más, pero de repente se detuvo, aparentemente algo no andaba bien con su iPod. Nunca imaginé conseguir mi meta tan pronto. Cuando pasé junto a ella, me saludó y me infundió ánimos con frases típicas entre corredores. Correspondí de la misma manera a sus enternecedoras palabras.

No bien había yo recorrido unas cuantas centenas de metros cuando la chica me alcanzó y rebasó nuevamente, volviendo a alentarme con dichos similares a los anteriores. Otra vez la vi alejarse… y detenerse de nueva cuenta. Ella seguía alentándome entusiastamente cuando pasaba a su lado. Y así, no les miento, otras dos o tres veces más durante el largo circuito de siete kilómetros alrededor de la presa de El Palote. Con tantas ventajas, llegué un poco antes que ella a la meta. Cuando me retiraba, levanté la mano a lo lejos para despedirme, a lo que la muchacha correspondió con el mismo gesto, pero para mi sorpresa, con la mano me indicó que la esperara, pues algo tenía que decirme.


Cuando estuvimos cerca, con cierta pena me dijo que perdonara su atrevimiento, pero que no había podido evitar el irme acompañando, pues le recordaba mucho ¡a su abuelo! De repente, me sentí como el anciano de la caricatura de Quino que lleva de la mano a su nieto, que sostiene con su diestra un enhiesto globo de gas que se eleva hacia el cielo, mientras el anciano lanza piropos a diestra y siniestra a cuanta chica pasa a su lado, aterrorizándolas. En eso, el muchachito le pide al viejo que le detenga su globo mientras él amarra el cordel de su zapato, que se le ha desanudado. Para su sorpresa, el abuelo nota que el globo cae por los suelos como si éste se hubiera ponchado. Cuando el mocoso hubo terminado de amarrar su zapatito, le pide al desconcertado anciano que le devuelva su globo, el cual se vuelve a elevar turgentemente hacia los cielos.

Es entonces el abuelo el que se llena de terror y, cogiendo al nieto nuevamente de la manita, reemprende la marcha encorvado y deprimido, sin prestar más atención a cuanta chica guapa pasa a su lado.

Hagan de cuenta, tal fue el efecto que las palabras de la guapa de mi relato obraron sobre mí. ¿Tu abuelo también corre? -fue todo lo que acerté a preguntarle. ¡No, para nada, señor –me respondió-, él no se mueve como usted, ojalá tuviera su vitalidad!, lo que provocó que mi globo se levantara un tanto. Y continuamos así entablando un diálogo como si fuéramos conocidos de toda la vida. Al final, la chica se despidió de mí de mano y con un cariñoso beso en mi sudada mejilla, el cual, por supuesto, correspondí entusiastamente sobre la tersura de la suya.

Y emprendí la marcha de regreso hacia mi automóvil, asiendo firmemente el cordel de mi globo entre las manos para que no se me fuera a escapar a los aires.

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