Hace un par de meses bromeé con mi
esposa sobre la posibilidad de viajar a la capital del país para recibir “consejo”
de mi doctor en vista del hartazgo existencial que me invade y que ya en un
artículo anterior hice patente. Elena, mi mujer, “tomó el toro por los cuernos”
y me dijo que por qué no, que lo fuera a ver y que tal vez de todo ello pudiera
resultar algo bueno. Así pues, hice la cita, misma que tuvo lugar el viernes 8
de noviembre.
Llegado el momento y sin mayor preámbulo,
le planteé a mi amigo a bocajarro que si existía algo así como una muerte digna
para un enfermo terminal emocional, a lo que respondió que no está lejos el día
en que esto comience a pasar en el mundo, especialmente en países pioneros en
estas lides, como Holanda, donde se está empezando a hablar y legislar sobre la
asistencia a personas invadidas, precisamente, de un hartazgo existencial. Y es
que en los Países Bajos no existen esas ligas familiares tan fuertes como en
los “bajos países”, como el nuestro, donde todavía son tan estrechas y la gente
no abandona a sus enfermos de soledad tan fácilmente.
Acto seguido, me “confesó” y me auscultó
minuciosamente, sobre todo cuando se enteró que no hago visitas regulares al
médico y que, a mis 70, nunca me he sometido al “tormento” contra mi virilidad
de revisión de próstata. No se anduvo con miramientos y me checó todo. Vamos, para
cuando mi di cuenta, ya hasta el tacto me había hecho. Quedé impresionado. ¿Y
esto es a lo que tanto le tememos los “machos” por constituir un acto flagrante
contra nuestra dignidad?, me inquirí. Otro tabú más que se hacía añicos.
Mi querido doctor me ordenó que me
vistiera y me esperó en su oficina. “Raúl -me dijo-, te revisé ya el corazón,
los pulmones, la presión y la próstata, y no tienes nada. Sería bueno que te
realizaras en León la química sanguínea que aquí te anoté y me enviaras los
resultados por correo electrónico para ver qué te prescribo contra tu ansiedad
y/o depresión. Eso sí, sigue corriendo”. Nos despedimos muy afectuosamente.
Para celebrarlo, al día siguiente me fui
a echar una comilona a Les Moustaches,
casi enfrente del hotel y donde no había estado hacía mucho tiempo, la cual
consistió de una botella de vino tinto Torremolinos Crianza, agua mineral,
ostiones a la Rockefeller, nieve de limón (costumbre del restaurante), salmón a
las brasas, un espresso doble con mini galletitas de chabacano, una tartaleta
de hojaldre con fresas, un chinchón dulce con su chaser y música de piano de
fondo en vivo. Y, lo mejor de todo, una conversación larga y tendida con la
familia ¡a través de WhatsApp!, pues
aunque me llevé un libro, me pareció más sencillo ponerme millennial y compartir la alegría del momento con los míos, a los
que les describía todo lo que hacía y deglutía, con reiterados elogios a mi
médico. Y así, por casi tres horas.
Como digo, a pesar de que ya había
estado ahí, esta vez el restaurante resultó excepcional, tanto en la
preparación y exquisitez de los platillos como en el servicio. No cabe duda de
que no se cansan de superarse a sí mismos en casi medio siglo de existencia. Mi
mejor experiencia culinaria en los últimos varios años.
Si soy capaz de disfrutar así, ¡quizá no
esté todo perdido conmigo, hombre!
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