viernes, 15 de noviembre de 2019

Tabúes

En esta ciudad no tengo yo un médico de cabecera, además de que todas las últimas veces he estado atendiéndome en el Seguro, donde lo que menos existe es esta figura, que queda sustituida por la del médico familiar y con la que es prácticamente imposible desarrollar una relación de empatía. En la Ciudad de México, sin embargo, vaya que establecí una liga de este tipo hace casi cuarenta años con un galeno del Hospital ABC. Lo conocí por intermediación de mi hermano y en aquellos lejanos días me prescribió un medicamento contra la ansiedad. Es un ferviente defensor del morir con dignidad y varios lustros después él mismo platicó en su columna periodística cómo “aconsejó” en este sentido al que probablemente ha sido el más grande editorialista político de México.

Hace un par de meses bromeé con mi esposa sobre la posibilidad de viajar a la capital del país para recibir “consejo” de mi doctor en vista del hartazgo existencial que me invade y que ya en un artículo anterior hice patente. Elena, mi mujer, “tomó el toro por los cuernos” y me dijo que por qué no, que lo fuera a ver y que tal vez de todo ello pudiera resultar algo bueno. Así pues, hice la cita, misma que tuvo lugar el viernes 8 de noviembre.

Llegado el momento y sin mayor preámbulo, le planteé a mi amigo a bocajarro que si existía algo así como una muerte digna para un enfermo terminal emocional, a lo que respondió que no está lejos el día en que esto comience a pasar en el mundo, especialmente en países pioneros en estas lides, como Holanda, donde se está empezando a hablar y legislar sobre la asistencia a personas invadidas, precisamente, de un hartazgo existencial. Y es que en los Países Bajos no existen esas ligas familiares tan fuertes como en los “bajos países”, como el nuestro, donde todavía son tan estrechas y la gente no abandona a sus enfermos de soledad tan fácilmente.

Acto seguido, me “confesó” y me auscultó minuciosamente, sobre todo cuando se enteró que no hago visitas regulares al médico y que, a mis 70, nunca me he sometido al “tormento” contra mi virilidad de revisión de próstata. No se anduvo con miramientos y me checó todo. Vamos, para cuando mi di cuenta, ya hasta el tacto me había hecho. Quedé impresionado. ¿Y esto es a lo que tanto le tememos los “machos” por constituir un acto flagrante contra nuestra dignidad?, me inquirí. Otro tabú más que se hacía añicos.

Mi querido doctor me ordenó que me vistiera y me esperó en su oficina. “Raúl -me dijo-, te revisé ya el corazón, los pulmones, la presión y la próstata, y no tienes nada. Sería bueno que te realizaras en León la química sanguínea que aquí te anoté y me enviaras los resultados por correo electrónico para ver qué te prescribo contra tu ansiedad y/o depresión. Eso sí, sigue corriendo”. Nos despedimos muy afectuosamente.

Para celebrarlo, al día siguiente me fui a echar una comilona a Les Moustaches, casi enfrente del hotel y donde no había estado hacía mucho tiempo, la cual consistió de una botella de vino tinto Torremolinos Crianza, agua mineral, ostiones a la Rockefeller, nieve de limón (costumbre del restaurante), salmón a las brasas, un espresso doble con mini galletitas de chabacano, una tartaleta de hojaldre con fresas, un chinchón dulce con su chaser y música de piano de fondo en vivo. Y, lo mejor de todo, una conversación larga y tendida con la familia ¡a través de WhatsApp!, pues aunque me llevé un libro, me pareció más sencillo ponerme millennial y compartir la alegría del momento con los míos, a los que les describía todo lo que hacía y deglutía, con reiterados elogios a mi médico. Y así, por casi tres horas.

Como digo, a pesar de que ya había estado ahí, esta vez el restaurante resultó excepcional, tanto en la preparación y exquisitez de los platillos como en el servicio. No cabe duda de que no se cansan de superarse a sí mismos en casi medio siglo de existencia. Mi mejor experiencia culinaria en los últimos varios años.

Si soy capaz de disfrutar así, ¡quizá no esté todo perdido conmigo, hombre!

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