jueves, 21 de noviembre de 2019

Cafre al volante

Cuando en 1971 estudiaba en la Facultad de Ciencias de la UNAM en el Distrito Federal, salía yo de mi casa en la colonia Clavería de la delegación Azcapotzalco a las seis en punto de la mañana y me enfilaba a toda velocidad en mi democrático vocho rumbo al sur de la ciudad, tal ha sido siempre mi obsesión con el tiempo. No era inusual que debido a las altas velocidades alcanzadas a esas horas, ya fuera por el periférico o por Insurgentes, llegara al estacionamiento de la facultad incluso antes de las 6:30 ¡a mi clase de siete! Como ni la biblioteca estaba abierta a esas horas, me quedaba estudiando en el coche.

Un día, sin embargo, circulando a toda prisa por Insurgentes, se me emparejó en un semáforo una destartalada camioneta sedán de tiempos inmemoriales que semejaba un viejo tanque de guerra, hasta oxidada lucía. Como ya me venía cazando desde calles atrás, emprendimos a partir de ahí una fiera lucha para ver quién ganaba. Mi coche era de modelo reciente, pero ¡ah cómo batallaba para emparejársele a la tanqueta!, que jalaba a una velocidad impresionante. De repente, en una esquina, vi la oportunidad dorada de sacar una ventaja definitiva a mi rival en una luz de tránsito que estaba por cambiar al rojo, pero un desalmado que circulaba por el carril contrario quería dar vuelta en U en el referido lugar. Al ver éste que yo ya no iba a poder frenar, se fue metiendo poco a poco no para lograr su propósito, sino para obligarme a virar abruptamente para evitar un encontronazo con él.

La velocidad que había alcanzado era tal que el mínimo movimiento hacia la derecha que hice con el volante provocó que mi coche coleara, lo que me obligó a volantear hacia la izquierda, y ya imaginarán ustedes el zigzagueante descontrol del automóvil, que terminó por volcar sobre su costado derecho, momento en el cual lancé un desgarrador “¡Mamá!”, y no sé cómo el auto volvió a quedar de pie. Muerto del susto y la desesperación, volví a poner el coche en marcha y traté de moverlo, pero fue imposible, pues todo el costado derecho, incluidas las ruedas, estaba inservible. Lo moví lentísimamente hasta estacionarlo en batería enfrente de un invernadero cerca del Sanborns de San Ángel. Para mi sorpresa, se estacionó junto a mí la tanqueta con la que poco antes había entrado en liza. Su conductor me inquirió que por qué iba tan rápido, que él tenía necesidad de hacerlo porque iba a no sé dónde, pero que yo parecía estudiante y que para clase de siete no eran aún ni las 6:30, que si iba a la universidad, que subiera a su camioneta y me daba un aventón.


Todavía en shock y como autómata subí a su vehículo después de tomar mis libros y me dejé llevar hasta justo enfrente de la torre de Rectoría, sobre Insurgentes, donde me apeé de su camioneta después de agradecerle el traslado y emprendí el camino rumbo a la facultad, cruzando el extensísimo prado que va de la Biblioteca Central hacia la Torre de Ciencias. Iba temblando como perro en busca de la ayuda de algún compañero, pero todavía era muy temprano. Entré al salón, fueron llegando algunos compañeros, ninguno de mi entera confianza, e hizo su aparición el maestro de Métodos Numéricos ¡y dio comienzo la clase! Como gozaba del aprecio del profesor, éste me hizo pasar al pizarrón para resolver un problema que había quedado pendiente la clase anterior. Puso borrador y gis en mis manos y me dijo: “¡Pero no se ponga usted así, mire nada más cómo está temblando! Va a ver que sí puede”. De los nervios, quebré la tiza, escribí como pude y se acabó el tormento. “¿Ya ve cómo no estaba tan difícil?”, concluyó el catedrático, obviamente ignorante de todo.

Cuando terminó la clase, le expliqué a uno de mis mejores amigos lo que había pasado. Sorprendidísimo e incrédulo, se ofreció a llevarme en su coche hasta donde había quedado el mío. Comprobamos que la policía no pudiera detectarlo y que, en efecto, el auto no podía moverse. En aquellos lejanos años, lo usual era que los coches no estuvieran asegurados, y yo me apegaba estrictamente a la “norma” en este sentido.

Insensible y estúpidamente, procedí a llamarle en ese momento a mi pobre madre desde un teléfono tragamonedas para informarle que me había volcado en Insurgentes. Enseguida noté el cambio en el tono de su habla y en su respiración, y con el corazón palpitándole aceleradamente me preguntó con un hilo de voz que cómo estaba, que dónde estaba, que cómo era posible que hasta entonces me estuviera comunicando. Ella, que en Dios creía y en mí adoraba. Cuando me di cuenta de mi idiotez, hice todo lo que estuvo a mi alcance para asegurarle que no tenía de qué preocuparse, que ya hasta a clase de siete había asistido, que inmediatamente le telefonearía a mi padre a la embajada americana para que enviara a uno de sus choferes por el coche. Así lo hizo y al pobre hombre le tomó dos horas trasladar el auto a vuelta de rueda hasta el taller donde arreglaban los vehículos de la representación diplomática.

Cuántos sinsabores de este tipo no habrán contribuido para que la vida de mi abnegada madre se extinguiera “prematuramente” a la edad de 70 años.

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