Así, la fría mañana del primer día de
enero de ese año caminábamos despreocupadamente por las Tullerías. Desconfiado
como siempre he sido, había dejado en la caja de seguridad del hotel cuanto de
valor llevábamos en el viaje. Para contrarrestar el viento helado que partía el
alma me puse una gruesa chamarra para el efecto en la que sólo guardé, en la
bolsa interna del lado del corazón, una cartera con los pasaportes para nuestra
identificación en caso de que fuera necesario utilizarlos, y en el bolsillo del
pantalón del lado derecho unos cuantos francos, muy pocos, para lo
estrictamente indispensable.
De improviso, se nos adelantaron dos
muchachitos humildes y se nos plantaron enfrente, una niñita de no más de ocho
años de edad y el que parecía ser su hermanito menor, de escasos seis. La
damita, bastante despierta para su tamaño y envuelta en sus harapos, no dejaba
de musitar su francés, y apuntando con su diestra manecilla y los dedos juntos
en punta hacia su boca en movimientos rítmicos, no cesaba de solicitarnos unas
monedas para que ella y su pequeñuelo, trataba de decirnos, tuvieran algo que
llevarse al estómago. De inmediato pensé en Cosette, la entrañable muchachita
de Los Miserables, de Víctor Hugo.
Acostumbrados como estábamos en México a
lidiar con pedigüeños, traté de esquivarlos, pero la jovencita me jaloneaba de
la chamarra e insistía en sus peticiones. Divertido, volteaba a ver a mi esposa
y únicamente acertaba a decirle: “Estos chavos, ¿verdad?, qué ladillas”, sin
dejar de reírme. Finalmente, logramos zafarnos y acelerar el paso. Una vez que
hubimos puesto cierta distancia de por medio, inalcanzable para los mocosos,
nos sentimos aliviados y a salvo. Recuperamos nuestro paso y seguimos caminando
normalmente como hasta antes de toparnos con Cosette y el pequeño. Nos habíamos
librado de ellos. Eso creímos ingenuamente.
Un par de minutos más tarde, cuando
mucho, ahí estaban delante de nosotros las dos cositas de nuevo, solicitando
dinero, pero esta ocasión la niña casi restregaba en mi cara una cartera y extraía
de ella unos pasaportes con sendas fotografías de personas asombrosamente
parecidas a nosotros. Mi inteligencia había sido severamente lastimada, aunque
al cielo agradecía no haber metido ni un solo billete en la mentada cartera,
pues de otra forma jamás hubiésemos vuelto a ver nuestros pasaportes.
Volví a sonreír, pero esta vez como
imbécil e impresionado por la terrible audacia de los críos, que a tan tierna
edad eran ya capaces de infligir golpe tan profesional. Llevé automáticamente
la mano a mi bolsillo y extraje de él todas los francos que ahí portaba y se
los entregué a Cosette por la invaluable lección recibida y por el grandioso
servicio prestado, exigiéndole la inmediata restitución de mis pertenencias.
Después de devolvérmelas, Cosette y el
pequeño salieron disparados en busca de algo que echarse a la panza. Mi futura
ex esposa y yo nos vimos en la necesidad de regresar al hotel, humillados y con
la cola entre las patas, en busca de más francos para seguir disfrutando
nuestra inolvidable luna de hiel y el inicio de un nuevo año, 1986, el de la
consumación de nuestra independencia.
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