El lunes pasado que regresaba yo de un
laboratorio clínico en el centro de la ciudad, donde dejé el cálculo en la
uretra que le habían extraído a mi mujer semana y media antes para su análisis
y ver qué le está provocando esos sedimentos, circulaba yo por su avenida
principal y me detuve frente la luz roja de un semáforo detrás de otros autos,
cuando de repente sentí un golpe en la parte posterior del mío, no muy duro,
afortunadamente. De inmediato miré por el espejo retrovisor y me percaté de que
una camioneta pequeña conducida por una joven mujer permanecía defensa con
defensa contra mi auto. Mi mirada furibunda contrastaba con los ojos azorados
de la damisela que yo alcanzaba a ver por el espejo.
Me moví un poco hacia adelante pero sin
dejar de ver a la chica, como si esperara yo una disculpa de su parte y no la
mirada congelada que ella me devolvía a través del retrovisor. Dudé entre
bajarme para reclamarle o no hacer el ridículo increpando a una muchacha que en
su loca prisa quería pasar por encima de todos los coches que la precedían, y
decidí mejor arrancar cuando la luz verde se puso en el semáforo.
Yo, tan combativo, casi de inmediato me
arrepentí por mi tibieza. Me debí haber bajado, me repetía, qué tal si, a pesar
de la levedad, el auto se dañó y requiere reparación. Cuánto le podría haber
sacado a la pobre, me contestaba, quizá con un poco de cera el coche quede como
si nada. Pero eres un dejado, contraatacaba, eso no justifica tu timidez, pues
ante todo hay que defender lo que a uno le corresponde.
Tienes razón, me puse de mi parte,
además, ¿oíste cómo venía pitando la loca esa para que le abrieran paso?,
¡méndigas mujeres, les deberían prohibir manejar! ¿Cómo dijiste?, repuso mi
otro yo. Bueno, tal vez me excedí en lo de méndigas. No, no, no, ¿cómo estuvo
eso de que venía pitando? Sí, pues, ¡acuérdate!, se oyeron varios claxonazos
antes del golpe.
Sólo entonces caí yo en la cuenta de que
estaba tan distraído mientras esperaba que el tráfico navideño avanzara que no
me percaté de que mi auto se estaba yendo hacia atrás y fue cuando escuché los
pitazos desesperados de la pobre mujer que, aterrorizada por el vehículo que se
le venía encima, trataba de llamar la atención del viejo que lo conducía para
que reaccionara y metiera el freno, y muy seguramente pensando con dulzura:
¡pinches ancianos, deberían prohibirles manejar!
En mi descargo puedo decir que he tenido
unos diítas del carajo, primero, con lo que le pasó a Elena, y luego, con lo de
las ventas en el negocio que, a pesar de la época, no marchan todo lo bien que
nosotros quisiéramos.
Pero estoy contento porque, como
anticipado regalo navideño, les he de haber hecho el día a todos los que nos
rodeaban en aquella aglomeración al ver que yo no reaccionaba ante los
bocinazos de la bella dama y desternillándose de la risa tras el golpe. Además,
creo que la chava tiene razón, pues por lo menos a un anciano así deberían prohibirle
manejar.
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