En efecto, cuando el 30 de junio mi nombre fue anunciado como el del ganador durante una cata en la enoteca Tierra de Vinos que el diario organizó para los veinte participantes que primero respondieron el test, ello no constituyó sinceramente ninguna sorpresa para mí, aunque sí un enorme gusto para mi esposa y un servidor. El viaje por Air France podría ser tomado por el ganador en la fecha que mejor le acomodara.
Como por ese entonces andábamos involucrados en cuestiones más profanas como el cambio de residencia del Distrito Federal a cualquiera otra ciudad de la república para abrir cualquier tipo de negocio, decidimos posponer el viaje para finales de ese año, y así se lo hice saber al rotativo. Elena, mi esposa, muchísimo más despierta e inteligente que yo, fue la que se encargó de seleccionar el giro de nuestro potencial negocio y encontró así una tienda en León, Guanajuato, que estaba transfiriendo un franquiciante poblano harto de manejarla a distancia. Pues bien, nos mudamos en julio y empezamos a despachar en agosto, y henos aquí, más de quince años después y aún en ello.
Más tarde, le hice saber al matutino de la capital que estaríamos en posibilidades de hacer el viaje México-París-Burdeos a mediados de noviembre, pero la fecha se aproximaba y el diario no daba color, por lo que me vi obligado a enviar un correo electrónico de queja al secretario de Gobernación, Santiago Creel Miranda, bajo cuya égida se encontraba la Dirección General de Juegos y Sorteos, con copia al periódico. Esa misma tarde recibí un telefonazo de la representante del rotativo diciéndome que no era necesario llegar tanto, que al día siguiente recibiría yo por mensajería los pasajes para la fecha seleccionada.
Y así nos embarcamos, mi esposa y yo, en nuestra franco-aventura. Llegamos al hotel cuatro estrellas Edouard VII en el centro de París, donde se tenía una reserva a nuestro nombre por siete noches. Contábamos, además, con la promesa de que al día siguiente se nos harían llegar los boletos de tren París-Burdeos, lo cual, de acuerdo a Murphy, obviamente no ocurrió. Filosóficamente, le dije a mi esposa: “Mira, tenemos toda la semana con hotel pagado en París y un viaje de regreso a México garantizado, ¿por qué no tomamos uno de esos tours nocturnos a lo largo del Sena, ahora sí que con cena incluida, y no armo, como suelo, mayor pancho?”, y nos enfilamos a contratar un par de asientos en la embarcación que nos pasearía por el río Sena, con dos botellas de vino, tinto y blanco, por el mismo precio y, por supuesto, el pipirín.
Pues no solo eso, hasta conjunto musical traía el navío. Comprenderán que, después de una larga travesía y ya con cerca de un litro de vino en la sangre, pues mi mujer, aunque alegre, no bebe tanto como yo, a mí se me antojara bailar la clásica lambada, en aquellos tiempos tan de moda y que en esos instantes interpretaban nuestros músicos, en la exigua pista de baile de la embarcación. Y ahí me tienen, a mí, que no sé bailar ni la perinola y que por elemental vergüenza nunca danzo, dándole rienda suelta a mis más bajos instintos, afortunadamente ante puros extraños, que hasta rueda hacían alrededor de nosotros palmeando al pegajoso ritmo de la lambada y coreando ¡ue, ue, ue, ue…!, como en chilanga posada, pues. Seguro murmuraban entre ellos: “No cabe duda, el que lo trae en la sangre, lo trae”. Y yo, dale y duro al entre perneo, no en balde aquella inmortal creación de una tortería en la hoy Ciudad de México, que se atrevió a bautizar su creación estrella como lambada: pierna, huevo y chorizo. En fin, ¡memorable noche parisina aquella!
Cuando, ya de madrugada, regresamos al hotel, cuál no va siendo nuestra sorpresa de encontrarnos con dos pasajes de tren París-Burdeos-París para esa misma mañana y que alguien había deslizado por debajo de la puerta de nuestra habitación. Ni modo, a medio dormir y a prepararse, sin importar la cruda.
En Burdeos nos recibió el Director de Exportación de Robert Giraud, Francis Unique, que lo primero que nos dijo fue que el día anterior nos hubiéramos sentido muy importantes pues, como nos esperaban desde esa fecha, se la pasaron voceándonos por el altavoz un buen rato.
Y a conocer el châteaux de Giraud, con viñedos, bodegas y cavas incluidos. ¡Qué interesante y qué suprema belleza! Fue impresionante ver en las cavas botellas con, literalmente, siglos de añejamiento y que han sobrevivido a guerras y personajes históricos, como Napoleón. “De la calidad del contenido de esas botellas, yo no me responsabilizo”, nos sentenció Monsieur Unique. Cuando andábamos en esas, entró una llamada ¡para mí! al móvil de Francis. Era la representante del periódico de México que quería saber cómo nos la estábamos pasando. De maravilla, le dije, no tengo queja. Me comunicó que nos mandarían a un hotel de categoría superior al Edouard VII, en París. “Pero si estamos muy a gusto en éste y además ya está pagado”, protesté. “También el otro y estarán mucho mejor. Que disfruten mucho su viaje”, me respondió, sin más.
Al día siguiente, Francis nos llevó a comer a un restaurant gastronomique en plena campiña francesa, el Au Sarment (33240 Saint Gervais), el mejor en el que he estado en toda mi vida, hasta la fecha. ¡Qué delicia!
De regreso en París, comprobamos que nuestro ángel guardián en México no se había equivocado: el nuevo hotel era simplemente sensacional, y todavía nos quedaban un par de noches. Así que tuve una nueva ocurrencia: “Oye, Elena -le dije a mi esposa-, ya que no hemos gastado casi nada, excepto la bacanal en el Sena, ¿y si hacemos reservación en el famosísimo Restaurant de la Tour d’Argent, ahí donde te dan hasta el certificado de nacimiento o defunción del patito al orange que te estás refinando?”.
Y ahí vamos los esnobs, rumbo al despelucadero, pues aquí estoy viendo el ticket de consumo que aún conservo y que reza en su total ¡356 euros!, y nada que ver con el Au Sarment que les acabo de comentar. Lo verdaderamente memorable resultó cuando le pedimos al mesero que nos tomara una foto en la mesa con una cámara ¡desechable! Ni modo, los celulares no eran por entonces de uso tan generalizado, pero sí noté que de otras mesas emitían unas risitas furtivas y burlonas. Pero aún más lo resultó cuando se desató una tormenta pavorosa y típica de París, a tal grado que apagaron las luces del restaurante para que mejor pudiéramos apreciar la magnitud y belleza de los relámpagos. La catedral de Notre Dame, visible desde nuestra mesa, lucía esplendorosa y les juro que pude ver en un momento dado a Quasimodo desplazándose por sus corredores.
De regreso a México, me leí de un tirón en la aeronave Eugenia Grandet, de Honorato de Balzac. Me resulta incomprensible cómo el padre de Eugenia, Félix, individuo mezquino, avaro y miserable, evitó que durante su juventud ésta conociera un país tan esplendoroso como Francia, no porque lo diga la novela explícitamente, pero si hasta las necesarias velas para la iluminación le escatimaba por las noches, qué se podía esperar de otras experiencias más mundanas. Afortunadamente, Eugenia, sin volverse tampoco manirrota, pudo superar estas deficiencias de alma de su padre y le dio un uso más generoso a la fortuna heredada. Balzac no hace más que describir una situación mucho más generalizada de lo que imaginamos.
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