viernes, 26 de octubre de 2018

Elogio de una "pederasta"

Siempre fui muy llorón. Mi padre recordaba con embeleso cómo dejé una vez a mi madre en calzones en medio de la calle. Fue en el kindergarden donde “estudiaba” y yo salí berreando y corriendo detrás de ella para que no me dejara en esa casa de tormentos, me le prendí de las enaguas, que no era más que una falda ceñida a la cintura por medio de un elástico, y se la bajé hasta las rodillas. ¡Pobre señora!, ya imagino su desesperación, pues yo a esa edad era incapaz de percatarme de nada ni de guardar maldita la cosa en mi memoria para la posteridad, pero mi padre bien que se desternillaba de la risa cada vez que lo relataba.

Mi madre no era muy de manifestar sus sentimientos para con nosotros, mi padre y mis hermanos, en público, vamos, ni siquiera en privado, no porque no los tuviera, sino porque simple y sencillamente no se le daba. De ella heredé esa hosquedad, de la que tanto se quejan los míos hoy en día.

En fin, esa proclividad al llanto y la melancolía a esa edad pudiera explicarse como natural, pero que un güevoncito de siete años bien cumplidos siguiera suspirando con tristeza por su madre en primero de primaria, ya no lo era tanto, y, sin embargo, tal como se los platico. Mi “miss” en el Cristóbal Colón, en las calles de Sadi Carnot de la colonia San Rafael del entonces Distrito Federal, no dejaba de preocuparse y, angustiada, me llevaba a las oficinas de la señorita directora de primero y segundo para desembarazarse del problema.

Y ahí me tienen con esta dama, de no más de 25-30 años de edad, tratando de consolarme: “¿Qué te pasa, mi vida, estás triste?”. Cuando se enteraba que extrañaba a mi mami, se ofrecía a ir por mi hermano, que estudiaba con los “grandes” (tercero a sexto de primaria), al otro lado de la calle, donde, a diferencia de donde yo lo hacía en que laboraban puras “misses”, había solo maestros, mayoritariamente hermanos lasallistas. Y a mí se me iluminaba el rostro y de inmediato daba mi asentimiento.

La directora, enternecida con mi sorpresa y sentada en su sillón del escritorio, me daba unas nalgaditas, me rodeaba la cintura con su brazo, me arrepegaba contra sí y me daba un beso, y yo ya no requería de mi hermano, sino tan sólo que esa miss siguiera queriéndome como no se permitía ni se atrevía a hacerlo mi propia madre. “Bueno, ahorita vamos por él, mi cielo, mientras tanto, a tu salón”, y salía yo rumbo al matadero nuevamente, pero feliz y realizado por la altruista acción de este ángel.

Cuando sabemos que en la actualidad una acción así, que hace 62 años era absolutamente inocua, pudiera ser calificada casi casi como violación, no puede uno menos que lamentarlo. No porque no se esté de acuerdo en que así sea en vista de todos los crímenes que se dan hoy en día y que se daban incluso en la misma época que ahora relato, sino porque nada más ajeno a aquella miss encantadora que hacerme daño y ofrecerme en cambio el pecho de una madre amorosa.

¡He dicho!

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