Ninguna experiencia tan democrática (nos
aterroriza a todos por igual) como un sismo. En 1957 era yo un chiquillo de
siete años de edad. Tenía una hermana menor, de cinco, y un hermano mayor, de
nueve, y vivíamos todos, junto con
nuestros padres, en pleno Distrito Federal. La madrugada del domingo 28 de
julio de ese año, mi padre entró en pánico y, arrodillado en el piso, no dejaba
de dar tumbos de un lado a otro implorando a María Santísima y a Dios Nuestro
Señor que cesara el fuerte movimiento de tierra que en aquellos momentos se
estaba dejando sentir en toda su intensidad. Intentaba, además, ponernos a
salvo despertándonos para emprender la huída desde el segundo piso de nuestra
vivienda hacia la calle, pero mi madre se lo impidió diciéndole que nos dejara
dormir, que sólo nos asustaría. Ninguno de nosotros tres nos enteramos de nada
sino hasta que amaneció, cuando mi madre hizo amorosa burla de las solicitudes
celestiales de mi padre apenas hacía unas horas.
Durante la semana, fuimos a conocer los
estragos que el terremoto había ocasionado en la gran ciudad. Lo que más llamó
mi atención fue un enorme edificio en construcción, apenas en sus sólidas
estructuras de hierro, pero ahora dobladas y retorcidas como charamuscas. ¿Qué
fuerza tan extraordinaria pudo obrar tal prodigio?, me inquiría yo a esa tierna
edad y con los ojos despavoridos. Luego fuimos a ver cómo el Ángel de la
Independencia había emprendido su vuelo y cómo la Torre Latinoamericana había
permanecido incólume, aun más impasible que los tres hermanitos el domingo
anterior en la madrugada.
El jueves 19 de septiembre de 1985 fue
harto distinto. Yo era ya un lagartón de 35 años de edad que regresaba de
correr a su casa escuchando en el radio del coche el popularísimo programa
Batas, pijamas y pantuflas, con Sergio Rod y Gustavo Armando Calderón, quienes,
ignorantes de que en pocos minutos dejarían de existir, chacoteaban de lo lindo
como todos los días. Al llegar a la casa, bajé del coche y, cuando subía las escaleras
rumbo al baño en el segundo piso, empezó un zangoloteo como jamás había sentido
yo en toda mi vida. Al carecer de las herramientas de mi padre, no me quedó más
remedio que guarecerme en el umbral de la puerta de mi estudio mirando hacia un
rincón del techo, que se movía de manera impresionante y crujía cual si
estuviera hecho de madera, pero era de concreto macizo y sólido ladrillo,
esperando que se derrumbara en cualquier momento. Al poco rato todo cesó y
pareció que no había sido más que otro movimiento telúrico a los que tan
acostumbrados estábamos los chilangos.
Qué va. Mi esposa, a quien todavía no
conocía en aquel entonces y de apenas 20 primaveras, vivía en el edifico
Ignacio Ramírez en pleno Tlatelolco, y de inmediato se dirigió a la ventana,
pues siempre tuvo curiosidad por ver cómo se movía la Torre Latinoamericana,
bajo los efectos de un fenómeno geológico de tal magnitud, sobre sus pilotes
hidráulicos, pero no se lo permitió el estruendo del edifico Nuevo León al
derrumbarse dentro de la misma unidad habitacional. Junto con sus padres y su
hermana, volaron por las escaleras para salvar los varios pisos que los
separaban de la calle. Su edificio quedó inservible y les impidieron vivir más
en él, a partir de la noche de ese fatídico día. Varias semanas después les
permitieron ir a rescatar lo que de más valor pudieran tener en su
departamento, pero dispondrían tan sólo de unas horas. La indemnización que les
dieron les alcanzó apenas para adquirir un modesto piso en el sur de la ciudad,
después de un largo tiempo de vivir en la casa de la madrina de Elena, mi
mujer.
Ese mismo 19 de septiembre, al momento
preciso del terremoto, un amigo mío corría cerca de su casa por los rumbos de
la Prado Churubusco. Mientras lo hacía, entró en terror, pues al sentirse
mareado y dar tumbos de un lado a otro, pensó lo peor tratándose de un
deportista ocasional: un ataque al corazón. Lívido, con las manos sobre el
pecho, se derrumbó boca arriba en el pasto del camellón por el que trotaba, y
cuál no va siendo su enorme dicha al ver que los cables y postes de luz se
movían como si estuvieran sobre la cubierta de una embarcación a la deriva en
un mar tempestuoso. Se incorporó y se puso a correr lo mejor que pudo para ir en
auxilio de los suyos a la casa donde vivía.
1 comentario:
👍🏼🌻🙂
Publicar un comentario