El único paliativo contra el hartazgo de
la existencia que yo conozco es la lectura. No siempre fue así. Recuerdo que en
mis años mozos, preparatorianos, cursaba yo la materia de literatura universal
en la Universidad la Salle del Distrito Federal, hace exactamente medio siglo.
Como todo en aquella época, tomaba esto como una más de mis ineludibles
obligaciones que había que cumplir a la perfección. Así, memorizaba la lección
al pie de la letra sobre lo que el maestro nos había dejado leer de la
antología que nos servía de apoyo como libro de texto para el referido curso. Y
cuando digo memorizaba, me refiero a ello literalmente, como si fuera yo una
moderna computadora: tanto el material crítico del antólogo sobre las creaciones
de los más grandes autores de la historia hasta nuestros días, como los
extractos de sus obras incluidos en el libro, de tal suerte que cuando el
profesor me solicitaba que expusiera el tema, ahí estaba yo recitando como
tarabilla todo lo que había grabado en mi mente. Era impresionante, pues parecía
como si estuviera yo leyendo directamente del texto, a tal grado que no faltaba
el compañero ladilloso dos pupitres atrás del mío que, al alimón conmigo,
recitaba: “coma, punto y seguido, dos puntos, punto y coma, punto y aparte…”,
provocando las risotadas de toda la clase y el consecuente enojo del maestro.
Muchos años después, cuando ya había
arraigado en mí el vicio por la lectura, recordaba con nostalgia aquella
antología, lamentando haberme deshecho de ella no sé cómo. La necesitaba entonces
para que me sirviera de guía y consejera para el angustiante y aterrador
momento de decidir el siguiente libro a leer. Fue así como un día me aventuré a
recorrer las librerías de viejo del centro histórico de la Ciudad de México
para tratar de encontrar, si no mi antología, algo que hiciera las veces de
aquel magnífico libro. Fracasé. Cansado, terminé en la matriz de la librería
Porrúa implorando por una buena antología de literatura universal. El
dependiente únicamente acertó a poner en mis manos la Historia social de la literatura y del arte, de Arnold Hauser, en
tres tomos (el título en inglés resulta más propio: The social history of art, pues ciertamente el autor habla del arte
en general, desde el Paleolítico hasta el cine del siglo XX, pasando por el
Neolítico, Egipto, Mesopotamia, Creta, la Antigüedad Clásica greco-romana, la
Edad Media, El Renacimiento, el Manierismo, el Barroco, el Rococó, el
Clasicismo, el Romanticismo, el Naturalismo y el Impresionismo). No lo dudé
mucho y la compré. Y como ya he hecho en algunas otras ocasiones, la dejé
añejar algunos años y la vine a consumir aquí en León en 2009. Qué lectura tan
espléndida.
Hace poco, de nuevo, ante “el aterrador
momento del siguiente libro a leer”, desempolvé estos libros para matar dos (o
más) pájaros de un tiro: tener algo que leer y obtener sugerencias para
siguientes lecturas. La relectura fue tan espléndida como la primera vez.
Algo que resultó literalmente música para mis oídos es la forma en que Arnold Hauser concluye su estudio sobre el Romanticismo al final del volumen dos de su obra: “Para el clasicismo la poesía era el arte principal; el Romanticismo temprano estaba en parte basado en la pintura; el Romanticismo posterior, sin embargo, depende enteramente de la música. Para Gautier la pintura era todavía el arte perfecto; para Delacroix es ya la música la fuente de las más profundas vivencias artísticas. Esta evolución alcanza su punto culminante en la filosofía de Schopenhauer y en el mensaje de Wagner. El Romanticismo alcanza en la música sus triunfos más grandes. La gloria de Weber, Meyerbeer, Chopin, Liszt, y Wagner llena toda Europa y supera el éxito de los poetas más populares… La confesión de Thomas Mann de que el significado del arte le llegó por vez primera con la música de Wagner es altamente sintomática”. (El subrayado es mío.)
Quizás lo anterior me obligue nuevamente
a leer a mis admiradísimos Schopenhauer y Mann. Por lo pronto, llamó mi
atención lo que al autor señala en otra parte de su estudio referente a que el
público en tiempos del romántico Walter Scott buscaba no ya tan sólo
entretenimiento, sino aprender. Ello me llevó a interesarme por tal vez la obra
cumbre de este autor: Ivanhoe, y me aboqué a conseguir el libro
electrónicamente a través de mi tableta: conseguí una impecable edición de Penguin Random House ¡por tan sólo 29
pesos!, misma que devoré en dos semanas. Esta novela histórica de la época de
Ricardo Corazón de León versa sobre un drama caballeresco medieval inglés del
siglo XII, en el que, por supuesto, el amor juga un papel preponderante, pero
no un amor carnal, sino otro más bien platónico, entre la judía Rebecca e
Ivanhoe, que termina casándose con su amor de toda la vida: Rowena, de
creencias idénticas a las suyas. La novela no se apega estrictamente a los
acontecimientos históricos, pero contiene simbologías entre aquella época y la
que al autor le tocó vivir, así como una serie de valores de consumo universal.
De aquí el regusto por el libro. La edición incluye, además, un magnífico
estudio de Graham Tulloch sobre la obra.
Actualmente sufro con Historia del tiempo / Del big bang a los
agujeros negros, del insigne Stephen W. Hawking, porque hay que leer de
todos los géneros (novela, cuento, ensayo, poesía) y sobre todos los temas
(filosofía, ciencia, historia, sociología, economía, finanzas), “no para saber
más, sino para ignorar menos”, como dijera la célebre Sor Juana Inés de la Cruz.
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