Tengo un amigo, médico, defensor a
ultranza de la eutanasia para enfermos terminales y practicante él mismo de
este bálsamo en personas que en tales circunstancias acuden en su auxilio. Fue
así como ayudó a bien morir al más reputado periodista y politólogo del país,
aquejado por un cáncer terminal muy penoso y agresivo, y quien, en su última
columna, publicada de manera póstuma, hasta oportunidad tuvo de despedirse de
todos sus lectores. Hace unas semanas, el galeno escribió un artículo
provocador en el periódico donde colabora todos los domingos y va un paso más
allá: se pregunta si es lícito ayudar a morir por enfermedades no terminales, y
mencionaba el dramático caso del holandés Mark Langedijk, de 41 años,
divorciado, con dos hijos, 21 intentos fallidos por redimirse del alcohol,
depresión profunda y quien luchó y obtuvo de parte de las autoridades
sanitarias de su país el permiso para poner fin a su vida mediante la
administración profesional de una inyección letal, cosa que ocurrió en julio de
2016, rodeado por sus padres, hermanos y su mejor amigo, un párroco, después de
una reunión de despedida donde se comió y se bebió. Mis respetos y admiración para
todos ellos.
En un caso mucho más cercano, una ex
compañera de trabajo, muy querida, padece esclerosis múltiple. En una ocasión,
hace pocos años, me llamó por teléfono aquí a León y desesperada me pidió que
con toda honestidad le dijera qué haría yo en su lugar. Honestamente le
respondí que, en su caso, ya no querría más seguir adelante. Me preguntó que si
le podía sugerir algo, y saqué a colación a mi amigo. Me pidió de favor que lo
contactara e hiciera una cita para ella. Platiqué con el doctor y el encuentro
quedó pactado. Ambos sabían bien a lo que iban, no era necesario decir más
nada.
Después del encuentro, mi admirado amigo
me llamó por teléfono:
- Oye, Raúl, tu amiga no desea morir.
- Será que ya la quiero yo matar- afirmé
inquisitivamente.
-No –repuso-, pero estos no son casos de
‘enchílame otra’ y a lo que sigue. Una de las particularidades de un buen
médico es el establecimiento de empatía con sus pacientes y poder derivar de
aquí los impulsos sicológicos que realmente los mueven. Y lo que menos quiere tu
amiga es morir.
Poco después llamó mi amiga para agradecerme
lo que por ella había hecho, hablando maravillas del médico, su consulta, y de
que ni siquiera había querido cobrarle, muy a pesar de despachar éste en el
hospital ABC del, todavía, Distrito Federal.
Por último, en una situación infinitamente
más personal, mi padre, de quien tanto hablo en mis escritos, quedó baldado de
por vida por un maldito que lo intervino quirúrgicamente de una compresión
cervical en febrero de 1999, que le ocasionó una parálisis del cuello para
abajo que lo mantuvo prácticamente nueve años en cama sin poder valerse por sí
mismo ni para sus necesidades más elementales. Las depresiones que en ocasiones
le venían eran de pronóstico reservado, y a veces me pedía, cuando éstas
pasaban, que lo ayudara a poner fin a “todo esto”. Mismas veces en que yo le
llegaba a comentar que lo podría hacer si él realmente estaba convencido, pero
en seguida desviaba la conversación y se ponía a hablar de cualquier otra cosa,
de futbol, por ejemplo, y del equipo de sus amores, ¡el Cruz Azul! De broma lo puyaba
diciéndole que si lo único que esperaba para morir era que éste fuera campeón,
bien se veía que él, mi padre, quería ser inmortal. Sin embargo, un buen día,
en octubre de 2007, se puso mal, muy mal, y lo llevaron de emergencia al nosocomio,
de donde, al darse cuenta de su situación, exigió que lo devolvieran inmediatamente
a su casa y, una vez en ella, se dejó morir en pocas horas, después de varios
años finales de su vida muy miserables.
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