Roberto y Santiago, dos jóvenes poetas en sus veintes, si no es que menos, muy amigos entre sí, chileno el primero y mexicano el otro, vivían intensamente la bohemia de la primera mitad de los 70s del siglo pasado. Les hacía tercera Juan, aún más joven que ellos, pues rondaría apenas los diecisiete, y un grupo compacto de ellos se decían pioneros del movimiento literario real visceralista o realismo visceral o, en suma, viscerrealismo, del que habría que trazar su origen hasta el estridentismo o ya propiamente el realismo de la poetisa de los años 30 Cesárea Tinajero.
A finales de 1975 vivieron éstos toda suerte de aventuras, dentro de las cuales no se descartaban, obviamente, el sexo, las drogas y el alcohol. Es impresionante el conocimiento que tenían los dos amigos del DF: los cafés de Bucareli y aun zonas menos recomendables, como las prostibularias. Fue así como Juan se relacionó amistosamente con Lupe, una meretriz amiga de María, conocida de aquél. Pero el padrote empezó a hostigarla, temeroso de perder su fuente de ingresos, e incluso a perseguirla acompañado de su inseparable guardaespaldas, lo que obliga a Roberto, Santiago, Juan y Lupe a huir, tras la celebración de fin de año de 1975, al norte, a Sonora, en el Impala nuevo del papá de María.
Pero la huída de los dos amigos tiene segundas intenciones, ya que es ahí, en Sonora, donde han logrado ubicar más o menos el paradero de Cesárea Tinajero. Y en efecto, después de trajinar y aventurarse un buen rato, logran hallarla y huir junto con ella, pues los malandros los han encontrado en Sonora después de perseguirlos hasta allá. Cesárea, una mujer vieja y corpulenta, descomunalmente gorda, forcejea con el padrote y su guarura cuando éstos les han dado alcance, disparándose accidentalmente la pistola con la que ellos contaban y dando muerte a Tinajero. En la confusión, los amigos matan a los rufianes con armas blancas, alguna de las cuales era portada por ellos mismos, los malhechores.
Esta es la trama de la novela Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, cuyos héroes son el chileno Arturo Belano y el mexicano Ulises Lima, álter egos del mismo Roberto Bolaño y de Mario Santiago Papasquiaro, respectivamente. La primera parte de la misma transcurre del 2 de noviembre al 31 de diciembre de 1975 y es relatada en primera persona por el otro amigo, Juan García Madero, en forma de diario, conformando la primera parte del libro, y la segunda parte de la historia va del 1 de enero al 15 de febrero de 1976 y queda plasmada en ¡la tercera parte de la novela! Tres meses y medio en total.
¡¿Pero qué coños metió Bolaño en la parte de en medio de la narración?! ¡Pues nada, los testimonios de más de medio centenar de personajes que dan cuenta de las vidas de Bolaño y Papasquiaro, digo, perdón, de Belano y Lima, de 1976 a 1996! Algunos de estos personajes, no muchos, se repiten, como Amadeo Salvatierra, cuyo testimonio fue recogido en enero de 1976, y parte del cual da comienzo a esta serie, y otras partes del mismo se diseminan a lo largo del relato y en la parte final de los testimonios, quizá para hacer coincidir la fecha con el inicio de la tercera parte de la novela. No sé por qué todo esto me hizo recordar a Julio Cortázar.
Estos testimonios conforman 520 páginas de las casi 800 de que consta el libro y constituyen una verdadera delicia, ya que es otro medio centenar de historias entrañables, algunas, muy pocas, de las cuales tienen escaso que ver con nuestros héroes.
Cómo me gustaría escribir como este autor, aun con lo procaz y soez que puede llegar a ser en un momento dado, como muchos otros autores de su generación y de “su onda”. Nada de que escandalizarse.
No en balde The New York Times califica tanto a éste (lugar 36) como a 2666 (¡lugar 6!) como dos de los mejores libros (repito, libros en general, no novelas) en lo que va del siglo XXI ( https://blograulgutierrezym.blogspot.com/2024/08/que-hermoso-es-leer.html).
¡Nada más!
Se dice que el realismo visceral encubre al verdadero movimiento de los dos amigos: el infrarrealismo, en contraposición con el surrealismo de André Breton.
De veras, es sorprendente la erudición de Bolaño así como el conocimiento de todos los lugares donde estuvo: España, Francia, Israel, África, pero, sobre todo, mi añorado terruño, el DF. Prácticamente me hizo estar ahí.