jueves, 13 de junio de 2019

Perdón filial

Como dice el escritor y filósofo español Fernando Savater en su autobiografía razonada Mira por dónde (Taurus, 2003), la memoria es cruel y traicionera, y pone como ejemplo el recuerdo de la ocasión en que, siendo niño, no dejaba de molestar a su hermana a pesar de las advertencias del padre de que la dejara en santa paz, hasta que, cansado éste de escuchar las quejas de la niña, montó en cólera y empezó a perseguir a Fernando tirándole de patadas sin conseguir acertarle ninguna, pero el niño quedó tan dolido como si le hubiera acertado todas, pues no era ésta la imagen que de su padre había tenido, siempre en control y condescendiente con la familia. Lo marcó de por vida, pues.

Algo similar a lo que le aconteció a Savater nos pasó a mi hermano mayor y a mí cuando éramos unos críos menores de diez años de edad. Mi padre nos había dejado solos por unos momentos en el despacho de su jefe en la compañía turística para la que trabajaba estando éste ausente, pero al ingresar a su oficina se dio cuenta de que forcejeábamos entre nosotros a consecuencia, para variar, de que yo no dejaba de molestar al primogénito. Acto seguido, sin que nos diéramos cuenta, llamó a su secretaria para que le pidiera a Nicolás, mi padre, que fuera por nosotros para ponernos bajo control. Es aquí donde la memoria savateriana entra en acción.

No recuerdo yo peor humillación a la que me hayan sometido jamás, y por supuesto también a mi hermano. Camino al coche de mi padre, en plena calle, don Nico nos iba sometiendo a tormentos que probablemente no hayan pasado de unos cuantos pescozones, jalones de oreja y nalgadas, pero juro que yo los sentí como patadas, escupitajos en la cara y bofetadas. Obviamente, el llanto de ambas criaturas era incontrolable e inconsolable. Cómo nos atrevíamos a ridiculizarlo así ante su jefe, mocosos malcriados e irrespetuosos. Yo no deseaba otra cosa en mi interior más que la presencia de mi madre, que muy seguramente hubiera demandado el divorcio inmediato de mi padre por tan cruel trato. No recuerdo qué ocurrió el día anterior a tan infausto acontecimiento ni tampoco al siguiente, pero ese, ¡jamás se me olvidará!

Hace algunos años, ya en León, estando yo en terapia con un siquiatra ya fallecido, salió a colación, sin buscarlo, este acontecimiento, y le preguntaba yo al doctor que si alguna marca quedaría de todo eso hasta nuestros días. “¡En el hipotálamo! –respondió el galeno-, en el hipotálamo y para toda la vida queda grabada una cosa así”. Desde entonces, entre la familia, tomamos a chunga tal expresión, y cuando alguien hace algo digno de rencor en contra de otro, le advierte éste: ¡En el hipotálamo!, lo llevaré por siempre grabado en el hipotálamo.

La buena noticia es que todo esto me permitió jamás levantar ni siquiera un dedo en contra de mis hijos, nunca los toqué, por más encabritado que haya estado yo, y muy a pesar de lo que nos dijeran alguna vez en la escuela primaria de la Ciudad de México a la que asistían nuestros niños, que una nalgada dada sin enojo y en el momento oportuno ayuda más que permanecer pasivo. ¿Y hasta qué edad es recomendable hacer eso?, pregunté nada más por molestar. Mientras no se la regresen, me respondieron festivamente.

Cuarenta y tantos años después del episodio de mi infancia que acabo de relatar, con mi padre ya postrado en cama, cuadripléjico, y con el afán de mantenerlo lúcido y recuperar tantas conversaciones que no tuvimos durante nuestra vida, le pregunté con curiosidad si recordaba aquella triste ocasión. De inmediato respondió que sí, que no había sido tan grave, que tan sólo nos había dado unas nalgadas, pero se acordaba tan vívidamente como yo. ¿Nalgadas?, le respondí bromeando, pero si nos tenías ya en el piso y nos seguías pateando. Mi padre no se pudo contener y derramó una lágrima.


- ¡Eres un tonto! –me recriminó Carolina, ahí presente-. ¿Por qué haces llorar a abuelito?

- No, vieja, tu papi tiene razón- le dijo don Nico a Caro, y volviéndose a mí, con los ojos anegados, sólo balbuceó:- ¡Perdóname, m’hijo!

Cómo no te voy a perdonar si después fuiste mi orgullo cuando fungiste como intérprete extraoficial entre Díaz Ordaz y Lyndon B. Johnson en una reunión binacional México- Estados Unidos en 1968, cómo no te voy a perdonar si después me llevaste a disfrutar el Partido del Siglo entre Alemania e Italia en el estadio Azteca durante el Mundial del 70 en compañía de Henry Kissinger, cómo no te voy a perdonar si conseguías que las estrellas mundiales con las que solías codearte nos enviaran saludos a través de la televisión y nos dedicaran autógrafos muy sentidos, cómo no te voy a perdonar si anécdotas como el de la Princesa Caramelo hicieron las delicias de propios y extraños cuando me he atrevido a publicarlas por este medio.

Cómo no te voy a perdonar, en fin, si hoy es Día del Padre y tú ya no estás entre nosotros.

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