miércoles, 20 de diciembre de 2017

¡Qué huevos!

El crudelísimo invierno de 1983-84 fui asignado por IBM de México, donde trabajaba, al centro de soporte que la corporación tenía en Boëblingen, Alemania, cerca de Stuttgart, durante tres meses (diciembre a febrero). Las fiestas navideñas casi coincidían con las de este 2017, ya que iniciaron el viernes 23, después del horario de oficina, y terminaron el lunes 26, pues la empresa en aquel país acostumbraba dar el día siguiente a la Navidad.

Los momios no me favorecían, ya que al no ser yo europeo, como la mayoría de los compañeros que ahí tenía y que podían regresar a sus países de origen cada dos semanas, no debía ausentarme del lugar sino hasta el fin de mi asignación, o bien los fines de semana o días feriados con el compromiso de regresar a la oficina al día hábil siguiente, de tal suerte que aquel viernes 23 en la tarde-noche fue de condolencias para mí por parte de todos mis colegas porque iba a permanecer solo, si así lo decidía, tres largos días en el pueblecito de Schönaich, donde residíamos. Yo no me sentía triste, pues pensaba tomar el coche que nos asignaban para nuestro desplazamiento e ir a Berna, Suiza, muy de mañana el sábado 24, sin embargo, un oriundo se me acercó y me dijo que tuviera valor y que tratara de pasármela lo mejor posible.

Para cuando regresé al acogedor hotel administrado por una simpática familia ese mismo viernes en la noche, ya todos mis compañeros habían literalmente emprendido el vuelo y el administrador me entregó las llaves del acceso principal del recinto diciéndome que también ellos abandonaban el pueblo y que me quedaría solo en el lugar, rogándome que me asegurara, únicamente por precaución, de cerrar bien la puerta. Tragué con dificultad y tomé las llaves deseándoles felices fiestas.

Según lo planeado, emprendí la marcha al día siguiente y me encaminé a mi destino a través de Zúrich y Lucerna, pero para cuando llegué a Berna la noche ya era cerrada, a pesar de ser solamente las 6 y media de la tarde, y con un hambre voraz, pues no me había detenido para nada en el camino, excepto para poner gasolina. Obviamente, la mayoría de los negocios ya había cerrado, no así una pequeña fonda que apenas había iniciado el proceso, pero cuando quise ingresar, me topé con la puerta de cristal en las narices y una empleada enternecida que sólo me miraba cómo rasguñaba yo con una mano el vidrio como un perrillo que pide clemencia. La dama me abrió y me puso en la mano una carta enmicada de la que seleccioné con el dedo lo primero que se me ocurrió.

Unos minutos después me fueron presentados un par de huevos fritos sobre sendas rebanadas de pan bimbo. ¡Qué huevos! Juro por mi madre que ha sido el más suculento manjar que haya probado nunca, de veras.

Terminada mi opípara cena, a buscar hotel. Conseguí uno buscando en el tablero que para tal propósito suelen tener en las estaciones de tren, no lejos de ahí. ¡Y a disfrutar la maravillosa ciudad! Pero cómo, con una noche tan oscura y con un frío que literalmente cortaba el rostro. Apenas recorridas unas cuantas calles, decidí, mejor, regresar al hotel, donde la familia que ahí celebraba la Nochebuena se me quedó mirando de lo más extrañada y hasta temerosa mientras me dirigía a mi habitación ascendiendo las escaleras. Me deseé una Feliz Navidad y me acurruqué en la cama justo a las ¡nueve y media de la noche!

Pero al día siguiente, domingo 25, después del magnífico desayuno que suelen disponer en esos hoteles, a base de quesos, embutidos, pan fresquecito y crujiente, jugos, mermeladas, mantequilla y el mejor expreso del mundo, entré en euforia y, ahora sí, aunque el frío era igualmente intenso que la noche anterior, me puse a recorrer Berna, pero especialmente su calle principal, la del tranvía y el reloj, y el “pozo” de los osos, símbolo de la ciudad, al final de la avenida, esos que uno alimenta con lo que le venden y que con sus manazas piden más señalando hacia sus pechos cuando uno cesa de aventarles. Muy simpáticos, ciertamente.

Y el camino de regreso a “casa”, con una pernocta la noche del 25 en Lucerna, ¡maravillosa!, y la mañana del 26 de nuevo a Boëblingen, vía Zúrich, previo abastecimiento de gasolina en una vereda vecinal, donde la esposa del despachador, una encantadora joven con bebé en brazos, que dice hablar inglés, me sugiere una ruta alternativa y, dice, muy hermosa, ante la mirada recelosa del marido, que no nos despega la vista mientras despacha. Sigo sus consejos. ¡Craso error! Se suelta una nevada como nunca y la hermosa ruta alternativa resulta de lo más peligrosa, y yo con las cadenas de las llantas para manejar en esas condiciones bien guardadas en la cajuela del carro y sin saber cómo colocarlas. Muchos accidentes en el camino, pero afortunadamente ninguno que me involucre, a pesar de haber prescindido todo el trayecto de las mentadas cadenas. Y una nueva noche solo en el hotel todo mío, ya que mis amigos llegarán hasta mañana temprano.

Treinta y cuatro años había vivido hasta aquella época, otros 34 han transcurrido desde entonces e, insisto, ¡qué huevos aquéllos! Es que yo creo que eran de granja y los de hoy son ya muy artificiales… o así los siento.

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