Ahora que tuve que renovar mi credencial de elector, comúnmente conocida como INE, recordé un episodio por mí vivido hace ya más de una década en la unidad de medicina familiar de mi tormento el IMSS. Y es que por más oportunidades que me daba la amable empleada del INE para que yo quedara satisfecho con la firma que tenía que trazar con un lápiz electrónico sobre la pantalla luminosa a mi disposición, nomás no me salía. Total, después de cinco intentos en que ella borraba pacientemente con un paño lo por mí garabateado para volver a intentarlo, le dije ya, esta última, se queda.
Mi memoria se remontó varios años atrás, cuando todavía era necesario para los jubilados dar prueba de supervivencia presencialmente en el malhadado Seguro. Y ahí me tienen, haciendo inhumana cola detrás de otros viejitos -muchos de ellos discapacitados- para estampar mi firma en el correspondiente oficio, dando fe de que seguía existiendo. Ya desde entonces estaba yo peleado con mi firma, pero como en el IMSS sí era necesario que ésta coincidiera con la de mi identificación personal, no como en el INE que allá tú lo que garabatees, la burócrata en turno se desesperó a la segunda, y musitando un “¡Ay, señor!”, me hizo entintar el pulgar de mi mano derecha en un cojincillo para que plasmara mi dedo gordo en la consabida constancia de supervivencia por partida doble, una para el original que ahí se quedaba y otra para la copia que yo me llevaría, no sin antes sellar ambos documentos con una leyenda que, por las prisas, ya ni leí.
Pero cuál no va siendo mi sorpresa al llegar a la casa -su casa, como dirían los pueblerinos- y disponerme a archivar la copia del documento que me entregaron y leer el texto que la mujer había asentado con su sello: “El derechohabiente plasma su huella digital por no saber leer ni escribir”.
No supe si desternillarme de la risa o indignarme ante la proverbial falta de humanismo del IMSS, ambas posibilidades igualmente merecidas a cabalidad por la institución.
Y no digo más.
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