Acabo de leer la extensa novela Kafka en la orilla, de Haruki Murakami, de género realista-fantástico, del que no soy muy afecto, pero que me mantuvo muy entretenido el par de semanas que le dediqué, a pesar de que una dupla de capítulos al final resultan francamente aburridos. La novela va urdiendo medio a fuerzas la historia de sus dos personajes principales: el anciano Nakata y el quinceañero Tamura, que se autodenomina Kafka Tamura por su admiración por el escritor checo, pero además le cuadra el calificativo, pues a lo largo del relato aparece esporádicamente “un joven llamado cuervo” para “dialogar” con y aconsejar a Tamura tras bambalinas, y el homófono checo kavka significa precisamente grajo, ave muy parecida al cuervo. Al final llegan a coincidir fortuitamente los dos, Nakata y Tamura, en la ciudad de Takamatsu, pero sin tratarse personalmente jamás, y cada uno concluyendo por separado su propia historia, con puntos indirectos de contacto vía otros personajes.
Pero a mí no me interesa esta vez hacer la reseña del libro. Quien la requiera, puede acudir a ChatGPT, que le proporcionará una a su gusto en breves instantes. No, lo que me llamó poderosamente la atención y me fascinó fue el episodio de las dos feministas de un organismo civil encargado de la vigilancia de instituciones culturales que llegan a la biblioteca, que diestramente maneja su veinteañero administrador, Oshima, ayudado por Kafka Tamura, al que aquél le ha dado asilo en el recinto al saber que ha huido del hogar paterno, para ver las condiciones que la biblioteca ofrece a las mujeres. Lo que primero llamó su atención después de una detallada inspección de todo el edificio fue el baño común. Cómo es posible que no haya un espacio dedicado exclusivamente a las mujeres para estos menesteres. Bueno, es una biblioteca pequeña, con no muchos visitantes, y hasta ahora nadie se ha quejado, les riposta Oshima, más apropiado sería que fueran ustedes a Seattle, sede de Boeing, a hacer la misma observación, pues sus jumbo jet son mucho más grandes que esta biblioteca y sólo disponen de baños comunes, a lo que las damas responden que su responsabilidad no son los aviones, sino las instituciones de cultura.
A la siguiente objeción: catálogos separados de autores, Oshima no tiene más remedio que aceptar que es una mala herencia del pasado, y que están trabajando para conformar un único catálogo, tanto para mujeres como para hombres. Y qué hay con los catálogos temáticos, ¿por qué no poner a las mujeres antes de los hombres? Dichos catálogos, les hace ver Oshima, están en estricto orden alfabético, y ninguna culpa tiene la s de ir antes de la t, o el 67 antes del 68.
Después de tantos dimes y diretes, una de las mujeres concluye, refiriéndose por supuesto a Oshima, que “Usted es un patético ejemplo histórico de macho falócrata”, y la otra: “Es decir, que usted es el típico macho machista”.
No obstante, las dos enmudecen cuando Oshima les muestra un carnet de identidad para, acto seguido, finiquitar: “Sin embargo, aunque tenga un cuerpo de mujer, mi mente es totalmente masculina. Yo, desde el punto de vista psicológico, vivo como un hombre. Por lo tanto, podría ser cierto aquello que ha dicho usted del ejemplo histórico. Tal vez yo sea un redomado sexista. Pero, aunque tenga este aspecto, no soy lesbiana. Mis preferencias sexuales se decantan por los hombres. Es decir, que aunque sea una mujer, soy gay. Jamás he usado la vagina, siempre practico el sexo anal. Mi clítoris es sensible, pero mis pezones no demasiado. No tengo menstruación. ¿Qué voy a discriminar yo? ¿Me lo pueden explicar?”.
Huelga decir que las mujeres salieron de ahí hechas una furia. En cambio, yo quedé entusiasmado, y dediqué un aplauso de admiración cerrado a Oshima.
Quizá ya vaya siendo hora que le den el Nobel a Murakami, eterno finalista, y como lo otorgan únicamente a vivos y él es coetáneo mío (1949), ya no queda mucho tiempo.