Después de más de cuatro años de reclusión absoluta en mi mazmorra, me fui con Elena a recorrer mundo: tomamos un pesero aéreo y nos trasladamos ¡a Tijuana!, con la idea, claro, de recorrer el Valle de Guadalupe y, en una de esas, hasta visitar San Diego. Por lo mismo, reservamos hotel en aquella ciudad de pecado por sólo dos noches, de las siete que pensábamos pasar por el noroeste de la república. Al día siguiente de la medianoche en que arribamos, nos desplazamos en taxi a Puerto Nuevo a deglutir una rica langosta, aprovechando para visitar también Popotla, lugar donde se les cultiva, y Rosarito, mientras averiguábamos la mejor forma de recorrer La ruta del vino, ya que un conocido me ignoró cuando ex profeso se lo solicité. Mientras tanto, fuimos a pie del hotel a “la línea” para sondear qué tan fácil sería cruzarla y, ya en territorio yanqui, abordar un autobús que nos llevara a San Diego, donde pensábamos pasar otro par de noches: ¡no hombre, qué locura! Centenares de peticionarios en una enorme fila, y la de autos no se quedaba atrás, por lo que decidimos regresar a reservar otra noche en nuestro hotel, lo que nos permitiría desplazarnos al día siguiente al tan deseado tour al Valle, que ahí mismo nos ayudaron a conseguir: una amplia van para nosotros dos solitos tooodo el día, de las 9 a las 21 horas.
¡Qué maravilla! Visitamos primero la Casa de Doña Lupe, después de una parada obligada en un mirador desde el que se contempla el inmenso mar. En dicha Casa, y prácticamente sin nada en el estómago, nos sometieron a la primera cata: cuatro pequeños vasos, uno con vino blanco y tres con tinto, que libamos con fruición, devorando con avidez el pan, los quesos y las uvas con que los acompañaron, y con la esmerada explicación de nuestro guía. Sale uno de ahí ya con media estocada y la querencia de tablas. Y de aquí, a L.A. Cetto.
Qué magnificencia de instalaciones de ésta, una de las más grandes plantas vinícolas del país, si no es que la más grande, y con la escrupulosa y entusiasta enseñanza de un miembro del grupo, muy avezado en este tipo de menesteres. Recorrimos toda la planta. Y una cata más, esta vez sin alimentos. Vinos: L.A. Cetto blanco, rosado y tinto, menos mal que únicamente fueron tres. Nos obsequiaron las delicadas copas donde catamos, y a otra cosa.
Parada en un pequeño negocio en medio de la nada ¡para una cata adicional! Me cae que yo ya sólo quería aspirar el bouquet. Vuelta a la camioneta para la visita de la tercera y última vitivinícola: Barón Balch’é, no tan grande como L.A., pero igual de impresionante. Y última cata: blanco, rosado y tinto, otra vez. Les entramos a todos, pero cuando paramos en la Finca Altozano para comer, ya sólo pedimos cerveza para aliviar la cruda adelantada que nos cargábamos.
De regreso, Carlos, nuestro guía, nos dio una rápida vuelta por la zona roja de Tijuana que, como Nueva York, nunca duerme.
Después de Valle de “Guadachupe”, nos aventuramos, a la mañana siguiente, en la zona de playas de Tijuana, a un lado de la monumental plaza de toros, y al otro día regresamos, una vez más, a Puerto Nuevo a comer langosta en el mejor lugar que para ello existe: El Güero. Todos estos traslados los hacíamos no ya en transportes caros, sino en los colectivos -calafias, les dicen por allá- que aprendimos a usar.
Total que estuvimos extendiendo una y otra vez nuestra estancia en Tijuana, donde pasamos las siete noches, y tomándola como base para nuestras expediciones, y como Elena se emperrara en ir a Ensenada, el día anterior a nuestro regreso a León alquilamos un taxi que nos llevó, nos esperó y nos regresó al “terruño” (Tijuana). En el hermoso puerto disfrutamos de las deliciosas tostadas de La Guerrerense, y Elena todavía se refinó un par de tacos de pescado en el Mercado Negro, donde se exhibe sin recato toda la pescadería fina extraída de sus aguas. Delicioso espectáculo. Ah, también dimos un paseo en una barcaza turística por el mar hasta donde descansaban dos perezosos leones marinos sobre una boya.
La tarifa del Hotel Caesar’s donde nos hospedamos es bastante razonable y el servicio impecable. A pesar de estar en el centro de la ciudad y en medio de su arteria principal, por las noches es tan silencioso como un monasterio, además de tener, yo creo, el mejor restaurante de Tijuana, del mismo nombre que el hotel y donde ¡se creó la ensalada Caesar’s en 1928!, que no tiene igual en todo México, y lo digo con conocimiento de causa por haberla probado en innumerables lugares a lo largo de la república. La preparación in situ es espectacular.
¡Lástima que no pueda regresar ahí cada tercer día!
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