Para
el ingeniero Eduardo Osuna Osuna
Suelo ver con cierta frecuencia el programa del polémico John M. Ackerman, Diálogos por la democracia, en TV UNAM. Un domingo tuve la suerte de toparme ahí con la sabrosa charla que sostuvo con Sandra Lorenzano, directora de cultura y comunicación de la Comisión de Igualdad de Género de la UNAM. Qué maravillosa interlocutora, sobre todo cuando le tocó hablar con pasión de Sor Juana Inés de la Cruz y recomendar ampliamente el libro de Octavio Paz sobre ella, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, que, dijo, “se lee como una novela”, y verdaderamente así es, pues de inmediato emprendí su lectura al recordarme que tenía esa asignatura pendiente.
El libro se merece realmente todos los elogios que Lorenzano vierte sobre él y su autor, pero no deja de ser chocante que Paz parezca más interesado en apabullarnos con su “infinita” erudición a lo largo de las casi ochocientas páginas de que consta el volumen que en hacer el tema un poco más accesible para el vulgo, dentro del que me incluyo. Lo hace, además, en un tono doctoral y dogmático, propio del que se cree poseedor de la verdad absoluta. El libro se “deja” leer placenteramente, pero en ocasiones uno se siente abrumado por tanta sabiduría. Si lo tuviera que calificar, sin embargo, yo lo haría con los máximos honores, como lo hace Sandra, pues.
La defensa que hace Paz de Sor Juana a lo largo de todo el libro emociona y conmueve de veras, sobre todo cuando denuesta en contra de sus tres verdugos: Francisco Aguiar y Seijas, arzobispo de la Ciudad de México; Manuel Fernández de Santa Cruz (Sor Filotea), obispo de Puebla, y Antonio Núñez de Miranda, su confesor, todos monigotes impresentables del clero católico que hicieron lo inhumanamente posible por obligarla a renunciar a las letras para dedicarse por entero a Dios, cosa que lograron hacia el final de la vida de la monja con aquella carta que le exigieron redactara y que Juana Inés firmó con el memorable: “Yo, la peor de todas”, con su propia sangre. En un inevitable exabrupto, don Octavio llega a referirse al primero como el sietemesino misógino, pues en efecto era lo uno y lo otro: tras su nacimiento prematuro quedó huérfano de padre, y se preciaba de ser corto de vista, pues así no tenía que ver de cerca a las mujeres. El último, su confesor, era miembro activo del temido Tribunal del Santo Oficio, así que ya imaginarán los temores de Sor Juana al dedicar buena parte de su tiempo a actividades profanas. En cuanto a Sor Filotea, primero la incitó a que rebatiera al prestigiado padre portugués Antonio Vieyra en su Carta atenagórica, a propósito de “los favores negativos de Nuestro Señor”, de la que escribió hasta la advertencia (prólogo), y luego reculó, lo que provocó la célebre Respuesta a sor Filotea de la Cruz, que Paz equipara con el poema cumbre de Juana Inés, Primero sueño (Primer sueño, en lenguaje moderno), y del que el Nobel hace una magistral disección en capítulo por separado. En él, dice el poeta, Sor Juana va ascendiendo de lo básico de la existencia a lo sublime de lo desconocido y el más allá para, al final, volver a caer en lo prosaico de la vida, y establece un sublime parangón con la clásica pintura del alemán Alberto Durero Melancolía I, que realmente impresiona si ustedes la miran en Internet.
Esta denodada y cariñosa defensa que Paz hace de Sor Juana me recuerda lo que ya dije en http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2022/05/sharon-stone-amaba-octavio-paz.html a propósito de lo que José Marie Tramini, esposa del autor, afirmó cuando le preguntaron acerca de la “relación” de Sharon Stone con Octavio Paz: que tras haber competido con Sor Juana ya nada la arredraba.
Resulta asombroso cómo un libro con un tema tan poco “comercial”, por más que lo haya escrito un portento de la literatura universal, pueda capturar el interés de un lego como yo al grado de no querer abandonar su lectura y de llevarlo conmigo a mis vacaciones recientes para culminar ahí su “estudio”. Una emoción semejante se experimenta sólo con vivencias más personales. Quizá sea por lo que Lorenzano dijo sobre Sor Juana al final de su deliciosa charla: “La paladina de la defensa de la libertad, el emblema de la libertad”.
Además de sus innumerables tareas conventuales, Sor Juana dedicó su tiempo, para fortuna nuestra, a legarnos centenas de poemas, sonetos, endechas, villancicos, autos sacramentales y demás obras artísticas, algunas incluso ajenas a la literatura.
Por lo que se refiere a la Sor Juana cotidiana, para alguien que, vergonzosamente, no había tenido acceso a su obra, como yo (salvo los sobados “Hombres necios que acusáis…” y “Yo no leo para saber más sino para ignorar menos”), no deja de sorprender la personalidad que nos desvela Paz en su libro. Lo que menos honraba la monja en el convento eran sus votos de obediencia, humildad, pobreza y, vamos, hasta de castidad, a juzgar por sus apasionadas composiciones a María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, esposa del virrey, aproximadamente un año menor que Juana, que rondaría los treintaiuno.
Pero, además, no era pobre, pues precisamente por sus relaciones, la corte la llenaba de obsequios, mismos que ella correspondía de su propio peculio o patrocinada por el convento, al que le convenía estar en los mejores términos con dicha corte. Por ello, en ocasiones llegaba a la abyección de componer lisonjas rastreras para sus miembros y de escribir por encargo. Llegaba incluso al tráfico de influencias, ya fuera mediante su arte encomiando a un tercero o su intervención directa, y en el que ella fungía como intermediaria a cambio de un beneficio.
Por lo que toca a la humildad, nada más lejos de ella, pues Juana Inés, dice Paz, ansiaba ser famosa, y en ello le ayudaron axialmente sus valedores, el virrey y su esposa, la adorada María Luisa de la monja, al ser los primeros en llevar su obra a España para su publicación. De aquí que la mentada frase de “No leo para saber más…” probablemente sea apócrifa o hipócrita falsa modestia. En fin, por lo que se refiere a la obediencia, Juana Inés solía ignorar con frecuencia los mandatos de sus superiores, además de que era la contadora (administradora) del convento.
Con lo anterior no pretendo sobajar los innegables méritos literarios de la monja, tan férrea y denodadamente defendidos por don Octavio en su ladrillo, sino más bien destacar la parte humana -muuuy humana- de Sor Juana Inés de la Cruz, a quien orgullosamente llamamos la Décima Musa de México.
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