Por recomendación de Mario Vargas Llosa leí el libro Mariposas amarillas y los señores dictadores, de Michi Strausfeld, alemana erudita en literatura latinoamericana que obtuvo su doctorado sobre el particular, pero con un interés especial en Cien años de soledad, la obra cumbre de Gabriel García Márquez.
A lo largo del libro, Michi habla sobre aspectos históricos e ideológicos del continente, y desde luego de literatura, pero destacan de una manera singular las entrañables semblanzas que hace de los grandes representante de muestras letras, a casi todos los cuales conoció y departió con ellos largas jornadas, vamos, con muchos incluso hasta trabó una profunda amistad, como con nuestro laureado Octavio Paz, con quien convivió durante la cena organizada por el autor previa a la ceremonia de premiación del Nobel (1990) por invitación expresa de él. Dice que a lo largo de la velada Paz hizo gala de su extrema lucidez y encanto personal, y maravilló a todos con su inigualable sabiduría. Strausfeld prácticamente lo venera.
Pero lo mismo convivió la autora con Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Isabel Allende, el propio García Márquez y muchos más, y se hizo amiga de casi todos. Michi cita a casi trescientos autores de América Latina, Brasil incluido, obviamente, y en algunos casos entra inclusive a la trama de sus obras. El libro constituye, por tanto, una verdadera antología de nuestras letras -en las dos acepciones de la palabra-, aunque no menos impresionante resulta el completísimo catálogo de obras, por autor, que incluye en la bibliografía de su admirable y bello texto. Literalmente, miles de ellas; por supuesto, de los centenares de artistas citados. Solo de Vargas Llosa anota más de veinte. ¡Impresionante! Un suculento manjar para no batallar la próxima vez que se busque “el siguiente libro a leer”.
De todos sus encuentros con estas grandes luminarias, el que más me conmovió fue el que sostuvo con el uruguayo Onetti y su esposa, ya que Michi cuenta que “Dorotea Muhr, su maravillosa mujer, llamada Dolly, era violinista en la Orquesta Sinfónica de Madrid. Desde que se casaron en 1955 ella organizó su vida con una entrega sin parangón e ilimitada que cabe calificar sin vacilar de abnegación. Para ella misma su conducta era normal, no un sacrificio, pues amaba a Onetti y, por tanto, estaba dispuesta a entenderlo todo, a aceptarlo todo, a perdonarlo todo. Él le contaba hasta sus amoríos y aventuras, porque ella no quería que él le ocultara nada. Si él lo necesitaba, pues entonces ella estaba de acuerdo, porque de lo que se trataba era de que Juan fuera feliz, ésa era su misión. Entretanto han aparecido magníficos reportajes sobre ella como el de la periodista argentina Leila Guerriero, que visitó a Dolly en la casa de sus padres en Buenos Aires. Allí evocaba sin ningún tipo de sentimentalismo su peculiar amor, que da la impresión de haber sido una calle de dirección única, aunque no lo fue, por lo que afirmaban siempre Dolly y Onetti. Y, sin embargo, él ni siquiera acudía a los conciertos en los que ella tocaba. Es evidente que eso sí le dolió un poco, según confesaba. Hablaban mucho de libros, contaba Dolly rebosante de entusiasmo, porque Juan lo había leído todo y hacía los mejores comentarios. Por lo demás él se quedaba tumbado en la cama y ella se encargaba de todo.”
Me hizo cavilar hondo sobre mi relación con la también maravillosa Elena, pero a la vez me confirmó que una persona hosca es capaz de amar profundamente, aunque no posea absolutamente ninguna de las cualidades de Juan Carlos, más que esa, su hosquedad.
Por lo pronto, ya estoy leyendo La vida breve, de este genial escritor. Gracias a Michi, claro, y ya tengo cientos de obras más en las alforjas.