El mensaje de Jim la otra noche a través de LinkedIn después de tantos años era muy lacónico: How are you doing?, pero de inmediato se agolparon en mi memoria una serie de entrañables recuerdos sobre los dos años y pico más felices de mi vida, por lo que le contesté mucho más expresivamente: “Bien, gracias, querido Jim, encantado de saber de una de las personas -si no es que la persona- que más he admirado en IBM. Un caluroso saludo”.
Por entonces, había sido asignado yo a un centro internacional de soporte en Raleigh, Carolina del Norte, y estaba recién casado. Es más, Elena asegura que cuando nos conocimos a principios de aquel lejano 1989, le propuse matrimonio únicamente para no embarcarme solo en tan arriesgada empresa, y no diré que razón no le falta, pero sí que los más de 31 años que hemos pasado juntos son prueba fehaciente de que no me equivoqué.
La misión, si yo deseaba aceptarla, consistía en hacerla de intermediario entre el laboratorio de desarrollo de software de telecomunicaciones en Estados Unidos y la comunidad internacional, y como tal, participar en la prueba de esos programas, en la conducción de residencias temporales para la producción de materiales técnicos y manuales (redbooks) por parte de miembros de IBM de todo el orbe, y en dar a conocer los resultados de todo esto en seminarios organizados alrededor del mundo.
En el laboratorio envidiaban tan frenética actividad de parte del centro para el que yo trabajaba y que a mí, por ejemplo, en mi primer año de asignación, me permitió viajar a Hamburgo, Sao Paulo, Tokio, Singapur y Sídney, y en el segundo, a Bruselas, Makuhari (Japón), Sídney y Caracas.
Nunca en mi vida me he sentido yo más productivo como en aquellos lejanos años en que los desarrolladores esperaban con ansiedad a que yo llegara a informarles cómo el mundo acogería los productos que apenas estaban en desarrollo, y dentro de tales profesionales, Jim Fletcher era el gurú reconocido por todos, dentro y fuera del país. Y yo era arropado por todos ellos.
Carolina, mi hija, nuestra hija, nació allá, y nadie, ni en el laboratorio ni en el centro internacional donde yo laboraba, dejó de incurrir en el lugar común y mal chiste de afirmar que el hijo que seguramente vendría a continuación sería con toda certeza Raleigh.
Elena, Carolina, Jim Fletcher, IBM y Raleigh (la ciudad y el del mal chiste) contribuyeron a hacer de éste el recuerdo más indeleble de mi existencia. Gracias, Jim, por haber desencadenado toda esta serie de recuerdos hace apenas unas noches.
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