El primero, un clásico inglés: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, en el que la trama transcurre en un sola jornada de borrachera, el Día de Muertos de 1938, en Cuernavaca (Cuauhnáhuac), donde el autor residió por algún tiempo, de tintes autobiográficos. El protagonista es un cónsul inglés venido a menos, Geoffrey Firmin, junto con su pareja, Ivonne, que ha regresado a la ciudad para reunírsele, y su hermanastro Hugh. El editor del libro no quería publicarlo tal como Malcolm se lo había enviado, por lo que contrató a un par de lectores del manuscrito para que lo criticaran. En respuesta a las críticas que aquel le hiciera llegar, Lowry respondió con una prolija carta sus razones para no introducir los cambios que dichas críticas pudieran implicar y, en todo caso, que quien los introdujera siguiera las recomendaciones que él hacía. Esta respuesta se convirtió también en un clásico y bastó por sí sola para que el editor reculara y publicara la novela tal cual Lowry se la envió.
Se ha dicho que el Ulises, de James Joyce, cuya trama se desarrolla también en un solo día, es una “literaturización” del lenguaje de los sueños, lo que me lleva a mí a aventurar que Bajo el volcán pudiera ser una del de los ebrios. Y es que muchas veces la lectura se vuelve críptica, y el mismo autor, en la carta antedicha, se llega a comparar con Joyce, toda proporción guardada, se apresura a decir. Pero al igual que aquel, se atreve a decir que su libro probablemente debiera leerse tres y hasta cuatro veces para una cabal comprensión. A él, como a Joyce, también le llevó tiempo escribirlo: diez años. Con estos asegunes, y no habiendo leído el libro más que una sola vez, disfruté, hasta donde se pudo, su lectura y lamenté el trágico y poético fin de los protagonistas principales, Ivonne y el cónsul, cada cual por su lado.
Mucho más interesante y entretenido resultó el segundo libro, La vida juega conmigo, del nominado para el Nobel de Literatura David Grossman, escritor israelí galardonado con varios otros premios. En él se relata una absorbente historia de quien fuera en un tiempo cautiva en el campo de concentración Goli Otok, el Gulag del déspota yugoslavo Josip Broz Tito. Sin embargo, el énfasis es puesto en una época posterior a este encierro y para el que el autor contó con la autorización de la protagonista para abordarlo con toda la libertad que su genio literario le exigiera. Nos cuenta así la historia de un par de viudos residentes en un kibutz israelí, Tuvya y Vera, cada cual con un hijo, Rafael el del primero y Nina la de la segunda, que a su vez, por azares del destino, engendran a Guili, encargada de llevar la narración del relato. Lo curioso es que ambas, Nina, por un lado, y Guili, por el otro, fueron abandonadas por sus respectivas madres a muy tiernas edades. Quizá ello explique el comportamiento totalmente bizarro de Nina ya mayor, quien prácticamente queda huérfana de madre a la tierna edad de seis años, al negarse ésta a testificar en contra del marido muerto y enviada por ello a Goli Otok a un cautiverio de tres años. A tal grado es extraño el comportamiento de Nina que ésta, a su vez, abandona a Guili a la edad mucho más tierna de tres y medio, quedando la criatura al cuidado de su padre Rafael, Rafi o simplemente Erre, y de su abuela Vera. Sin embargo, ella sublima el trauma del abandono y nos obsequia con un relato maravilloso, muy a pesar de lo mucho que detesta a su madre Nina. En fin, una historia fascinante.
Finalmente, pude hincarle el diente también a El Mito de Sísifo, del filósofo y escritor Albert Camus, quien dice que el único tema realmente digno de discusión en filosofía es el suicidio. Qué barbaridad, qué difícil resulta generalmente adentrarse en un texto de filosofía. No fue la excepción en este caso, pues buena parte del libro resulta tanto o más desalentador que uno de mecánica cuántica. No obstante, en la segunda parte del libro, cuando el autor se decide a aterrizar sus ideas, éste resulta de un encanto sublime, pues analiza el carácter de varios personajes literarios desde Don Juan hasta Stavrogin y Kirilov, pasando por las creaciones de Shakespeare, los Karamazov y Wilhelm Meister, no sin dejar de mencionar a decenas más de autores y desembocando finalmente en Kafka y sus célebres Gregorio Samsa, en Metamorfosis, y K, en El Proceso y El Castillo. No en vano afirma Camus que la novela prevalece sobre la poesía y el ensayo, y yo lo secundo.
Así y todo, Camus muestra una visión optimista de Sísifo, condenado por los dioses a llevar a lo alto de una montaña una pesada roca, sólo para que una vez ahí esta se despeñe a la base de la montaña y vuelta a empezar, y así por toda la eternidad. Concluye Camus con una poética incomparable: “¡Dejo a Sísifo al pie de la montaña! Uno siempre recupera su fardo. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. También él juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin dueño no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esa piedra, cada fragmento mineral de esa montaña llena de noche, forma por sí solo un mundo. La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz.”
No muy en concordancia con lo que yo he sostenido a lo largo de estos escritos durante tantos años, pero bueno, si un filósofo que afirma que el único problema digno de discutirse en filosofía es el suicidio lo dice, razón no le ha de faltar, a fe mía.
A ver cómo me va ahora con Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie. Ya se los estaré comentando.
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