“El
mejor y el más vil de los reporteros”, Julio Scherer García.
Cuando el empresario Carlos Trouyet
estaba desarrollando un proyecto inmobiliario en Acapulco, Carlos Denegri,
reportero estrella del periódico Excélsior,
fue invitado a su anuncio en el hotel María Isabel, al que también asistió el
ex presidente de México Miguel Alemán Valdés, siempre interesado en cuestiones
turísticas, quien después de saludar efusivamente al periodista, lo dejó para
que departiera con el encargado de dicho proyecto, el arquitecto Guillermo
Rossell de la Lama, y el grupo de pasantes miembros de su despacho. Ya “a
medios chiles”, Denegri bromeó con los muchachos diciéndoles que ellos eran los
que trabajaban y su jefe, Rossell, el que se llevaba todo el mérito y la mayor
parte de la paga y los invitó “a seguirla” en su mansión, con todo y las
edecanes que atendían el lugar. Una vez en su casa, siguieron bebiendo
animadamente al compás de la música de un tocadiscos. Las muchachas se desnudaron
hasta quedar sólo en pantaletas y el anfitrión, más ebrio que ninguno otro,
empezó a notar que una de ellas, una morocha despampanante, se le quedaba
viendo con una sonrisa en los labios, hasta que Denegri se dio cuenta de que
realmente se estaba burlando de él, pues se había olvidado de subir el zíper de
su bragueta después de ir al baño. Al percatarse de que sobre una mesilla había
un ejemplar de
Excélsior,
decidió vengarse de inmediato, lo enrolló, le prendió fuego con su encendedor y
fue a colocárselo a la mulata por detrás, debajo del elástico del calzón.
Acto seguido, se armó el maremágnum. Don
Carlos cayó al piso, derribado por alguien que lo increpaba por su salvajismo,
mientras un español del equipo de Rossell le propinaba una patada en pleno
rostro. La mulata, encolerizada, le escupió tremendo gargajo en el cuello y
todos se largaron de ahí, excepto Denegri, claro, ahogado de borracho. Ya
afuera, Rossell le dijo al español que tomara el primer vuelo a Los Ángeles al
día siguiente y que permaneciera ahí un buen tiempo, pues su víctima era muy
capaz de mandarlo matar.
Como muy seguido le ocurría al
reportero, una vez que recobró la sobriedad y con la cruda moral más que
física, le pidió a su chofer Bertoldo que lo condujera en su Galaxie a Cuernavaca, donde visitó el
convento de las madres clarisas a espaldas del hotel Casino de la Selva y les
hizo un generoso donativo, con lo que él creía que lavaba todas sus bajezas. Al
salir, se topó con su viejo confesor, el padre Javier Alonso, quien lo
reconvino por no haberse acercado al sacramento de la penitencia hacía mucho
tiempo. Él le prometió hacerlo pronto y se retiró del lugar.
Hasta aquí el relato. Lo cité de
memoria, a tal grado me impactó la novela El
vendedor de silencio, de Enrique Serna (Penguin Random House, primera
edición digital, agosto 2019). Esto es sólo un nimio ejemplo de los que abunda la
obra, pero los desfiguros de nuestro personaje no conocieron límite, en todos
los ámbitos, en especial, su violento trato con las mujeres. Del episodio en su
casa, aunque novelado, el autor contó hasta con el testimonio de un testigo
presencial.
Pocas veces en mi vida he experimentado
un gozo similar con un libro, tanto durante la lectura misma como al
concluirlo, pues varios días después de haberlo terminado aún lo experimento.
Cuando Carlos Denegri, el personaje
sobre el que se centra esta narración, fue asesinado a principios de 1970, yo
tenía veinte años cumplidos de edad, y aunque ya era estudiante universitario y
leía periódicos, especialmente el Excélsior,
que era al que estábamos suscritos en casa y donde nuestro personaje colaboró
hasta antes de caer en desgracia en 1968 por sus rencillas con el recién
nombrado director general del diario Julio Scherer García, rara vez me llamaban
la atención sus columnas o prestaba ojos a sus reportajes en primera plana. Sin
embargo, por las conversaciones de mis padres –mi madre hasta sus programas
televisivos veía-, ya estaba yo enterado de la mala fama que rodeaba a Denegri,
pero el estudio absorbía la mayor parte de mi tiempo. Por ello, no deja de
sorprenderme que Enrique Serna, que en aquel entonces tenía apenas diez años de
edad, haya llevado a cabo una labor de investigación titánica sobre la vida y
milagros de don Carlos para novelar su vida, y no únicamente de ella, sino de
todo el corrupto sistema político mexicano que va de la época revolucionaria
hasta esos días, en que Carlos Denegri (nacido en el emblemático año de 1910)
fue el señor del cochupo, de las extorsiones, del chantaje y quien dio origen
al término chayote, tan en boga todavía hasta nuestros días. Nuestro héroe
utilizaba estos métodos para hablar bien de los políticos, empresarios y gente
de la alta sociedad sobre los que escribía, pero si no aceptaban sus
“servicios”, los presionaba entonces con los mismos métodos para no hablar pestes
de ellos, de aquí el título de la novela.
Pero no nada más esto, recrea también de
manera magistral la ciudad (aún no Ciudad) de México de aquella lejana época,
con sus calles, bares, restaurantes, centros nocturnos y barrios. Ignoro
cuántos meses (o años, como a los novelistas de excepción) le habrá tomado a
Serna escribir esta magna obra, pero el resultado de su esfuerzo está a la
vista.
Otro atractivo del texto –para mí, por
lo menos- son sus personajes. A veces bastaba con el puro nombre para que yo
los visualizara mentalmente, pues todos son viejos “conocidos” míos de aquellos
años, como Juan Gil Preciado, secretario de agricultura. En otras era suficiente que diera el nombre
de pila y el primer apellido para que yo en automático verbalizara silenciosamente
el segundo, como Leopoldo Sánchez Celis, gobernador de Sinaloa.
Y esos recorridos por la vieja ciudad
mía resultan entrañables.
Lo que sí devoré con avidez en enero de 1970, en el mismo periódico para
el que escribió Denegri, fue la noticia de su asesinato. Por desgracia, sólo me
enteré de que había sido su esposa quien lo mató “accidentalmente”, tras el
enésimo desencuentro, al tratar de cubrirse la cabeza del lanzamiento de un
vaso con el que la amenazaba el periodista, después de que ella hubiera tomado
la pistola, que aquel guardaba en el cajón de su buró, en una maniobra de
anticipación para que no la tomase él primero. El movimiento de manos de la
mujer provocó que el arma se le disparara y el tiro fuera a perforar la cabeza
de su marido, que cayó muerto al instante.
Sin embargo, la novela no termina en
este pasaje, no soy un spoiler. Su
final es mucho más sublime literariamente hablando, en especial su última
línea.
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