lunes, 16 de diciembre de 2019

Carlos Denegri

“El mejor y el más vil de los reporteros”, Julio Scherer García.

Cuando el empresario Carlos Trouyet estaba desarrollando un proyecto inmobiliario en Acapulco, Carlos Denegri, reportero estrella del periódico Excélsior, fue invitado a su anuncio en el hotel María Isabel, al que también asistió el ex presidente de México Miguel Alemán Valdés, siempre interesado en cuestiones turísticas, quien después de saludar efusivamente al periodista, lo dejó para que departiera con el encargado de dicho proyecto, el arquitecto Guillermo Rossell de la Lama, y el grupo de pasantes miembros de su despacho. Ya “a medios chiles”, Denegri bromeó con los muchachos diciéndoles que ellos eran los que trabajaban y su jefe, Rossell, el que se llevaba todo el mérito y la mayor parte de la paga y los invitó “a seguirla” en su mansión, con todo y las edecanes que atendían el lugar. Una vez en su casa, siguieron bebiendo animadamente al compás de la música de un tocadiscos. Las muchachas se desnudaron hasta quedar sólo en pantaletas y el anfitrión, más ebrio que ninguno otro, empezó a notar que una de ellas, una morocha despampanante, se le quedaba viendo con una sonrisa en los labios, hasta que Denegri se dio cuenta de que realmente se estaba burlando de él, pues se había olvidado de subir el zíper de su bragueta después de ir al baño. Al percatarse de que sobre una mesilla había un ejemplar de
Excélsior, decidió vengarse de inmediato, lo enrolló, le prendió fuego con su encendedor y fue a colocárselo a la mulata por detrás, debajo del elástico del calzón.

Acto seguido, se armó el maremágnum. Don Carlos cayó al piso, derribado por alguien que lo increpaba por su salvajismo, mientras un español del equipo de Rossell le propinaba una patada en pleno rostro. La mulata, encolerizada, le escupió tremendo gargajo en el cuello y todos se largaron de ahí, excepto Denegri, claro, ahogado de borracho. Ya afuera, Rossell le dijo al español que tomara el primer vuelo a Los Ángeles al día siguiente y que permaneciera ahí un buen tiempo, pues su víctima era muy capaz de mandarlo matar.

Como muy seguido le ocurría al reportero, una vez que recobró la sobriedad y con la cruda moral más que física, le pidió a su chofer Bertoldo que lo condujera en su Galaxie a Cuernavaca, donde visitó el convento de las madres clarisas a espaldas del hotel Casino de la Selva y les hizo un generoso donativo, con lo que él creía que lavaba todas sus bajezas. Al salir, se topó con su viejo confesor, el padre Javier Alonso, quien lo reconvino por no haberse acercado al sacramento de la penitencia hacía mucho tiempo. Él le prometió hacerlo pronto y se retiró del lugar.

Hasta aquí el relato. Lo cité de memoria, a tal grado me impactó la novela El vendedor de silencio, de Enrique Serna (Penguin Random House, primera edición digital, agosto 2019). Esto es sólo un nimio ejemplo de los que abunda la obra, pero los desfiguros de nuestro personaje no conocieron límite, en todos los ámbitos, en especial, su violento trato con las mujeres. Del episodio en su casa, aunque novelado, el autor contó hasta con el testimonio de un testigo presencial.

Pocas veces en mi vida he experimentado un gozo similar con un libro, tanto durante la lectura misma como al concluirlo, pues varios días después de haberlo terminado aún lo experimento.

Cuando Carlos Denegri, el personaje sobre el que se centra esta narración, fue asesinado a principios de 1970, yo tenía veinte años cumplidos de edad, y aunque ya era estudiante universitario y leía periódicos, especialmente el Excélsior, que era al que estábamos suscritos en casa y donde nuestro personaje colaboró hasta antes de caer en desgracia en 1968 por sus rencillas con el recién nombrado director general del diario Julio Scherer García, rara vez me llamaban la atención sus columnas o prestaba ojos a sus reportajes en primera plana. Sin embargo, por las conversaciones de mis padres –mi madre hasta sus programas televisivos veía-, ya estaba yo enterado de la mala fama que rodeaba a Denegri, pero el estudio absorbía la mayor parte de mi tiempo. Por ello, no deja de sorprenderme que Enrique Serna, que en aquel entonces tenía apenas diez años de edad, haya llevado a cabo una labor de investigación titánica sobre la vida y milagros de don Carlos para novelar su vida, y no únicamente de ella, sino de todo el corrupto sistema político mexicano que va de la época revolucionaria hasta esos días, en que Carlos Denegri (nacido en el emblemático año de 1910) fue el señor del cochupo, de las extorsiones, del chantaje y quien dio origen al término chayote, tan en boga todavía hasta nuestros días. Nuestro héroe utilizaba estos métodos para hablar bien de los políticos, empresarios y gente de la alta sociedad sobre los que escribía, pero si no aceptaban sus “servicios”, los presionaba entonces con los mismos métodos para no hablar pestes de ellos, de aquí el título de la novela.


Pero no nada más esto, recrea también de manera magistral la ciudad (aún no Ciudad) de México de aquella lejana época, con sus calles, bares, restaurantes, centros nocturnos y barrios. Ignoro cuántos meses (o años, como a los novelistas de excepción) le habrá tomado a Serna escribir esta magna obra, pero el resultado de su esfuerzo está a la vista.

Otro atractivo del texto –para mí, por lo menos- son sus personajes. A veces bastaba con el puro nombre para que yo los visualizara mentalmente, pues todos son viejos “conocidos” míos de aquellos años, como Juan Gil Preciado, secretario de agricultura.  En otras era suficiente que diera el nombre de pila y el primer apellido para que yo en automático verbalizara silenciosamente el segundo, como Leopoldo Sánchez Celis, gobernador de Sinaloa.

Y esos recorridos por la vieja ciudad mía resultan entrañables.

Lo que sí devoré con avidez  en enero de 1970, en el mismo periódico para el que escribió Denegri, fue la noticia de su asesinato. Por desgracia, sólo me enteré de que había sido su esposa quien lo mató “accidentalmente”, tras el enésimo desencuentro, al tratar de cubrirse la cabeza del lanzamiento de un vaso con el que la amenazaba el periodista, después de que ella hubiera tomado la pistola, que aquel guardaba en el cajón de su buró, en una maniobra de anticipación para que no la tomase él primero. El movimiento de manos de la mujer provocó que el arma se le disparara y el tiro fuera a perforar la cabeza de su marido, que cayó muerto al instante.

Sin embargo, la novela no termina en este pasaje, no soy un spoiler. Su final es mucho más sublime literariamente hablando, en especial su última línea.

Si la literatura es una de las bellas artes, este libro es una genuina obra de arte, sin exageración alguna.

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