martes, 10 de diciembre de 2019

Morir dignamente

En un artículo reciente relaté mi visita al médico en la Ciudad de México sin mencionar su nombre. Se trata de Arnoldo Kraus, editorialista dominical del periódico El Universal, colaborador mensual de la revista Nexos y profesor de la Facultad de Medicina de la UNAM, quien me recomendó el libro de su autoría La morada infinita / Entender la vida, pensar la muerte, con prólogo de Eduardo Matos Moctezuma (Penguin Random House, noviembre 2019).

En el libro, Kraus habla de la necesidad del contacto físico con la persona que va a morir. Me vino a la cabeza la imagen de mi madre recluida, junto con otros varios pacientes, en la fría sala de terapia intensiva del hospital al que la llevamos de emergencia y mi impotencia ante el inhumano trato que los pasantes encargados de la misma daban a los enfermos. Me quedé en vela toda la primera noche en la sala de espera del nosocomio por si algo se ofrecía, pero sólo me permitieron pasar a verla unos instantes, durante los cuales les reclamé a los interfectos el poco cuidado que estaban poniendo a las indicaciones que habían dado los médicos. De mala gana, una enfermera hizo caso a medias a lo que le pedía. Salí  de ahí y me arrellané en un sillón a soltar el llanto más amargo de mi vida que recuerdo. Poco la pudimos ver ya, la operaron de emergencia y a los pocos días falleció en el hospital de Nutrición, adonde la habíamos trasladado. Ha de haber sido una semana en el infierno para ella, sin esa cercanía con los suyos de que habla Kraus. Esta terrible experiencia llevó a mi padre a optar morir en casa tres lustros después, tras una penosa invalidez de casi nueve años.

Aquí entra en juego otro aspecto al que Arnoldo se refiere en su libro principalísimamente: la eutanasia, sea ésta pasiva, cuando ya no se hace nada por mantener con vida al enfermo, más que quizá la aplicación de cuidados paliativos contra el dolor, y la activa, cuando se le administran fármacos para desencadenar el final. Hermanado con esta última, se refiere también al suicidio asistido, cuando se le proporcionan al paciente dichos fármacos para que él mismo se los administre si está en condiciones de hacerlo.

Obviamente, en México estamos en pañales en todos estos remedios, aunque no por eso dejan de aplicarse “clandestinamente”. A diferencia de países como Holanda, Bélgica, Suiza, Canadá, ¡Colombia! y algunos estados de la Unión Americana, donde se permiten legalmente una o más de estas modalidades de morir dignamente.

Otros aspectos controversiales que cubre Kraus en su libro son la eutanasia con donación de órganos y el suicidio de parejas, como la formada por André Gorz, filósofo y periodista francés de origen austriaco, y su esposa Dorina, ambos octogenarios, que decidieron suicidarse juntos cuando supieron de la enfermedad incurable que padecía ésta. Pero no se piense que se queda ahí, pues es partidario de una medicina más humana, que esté primordialmente orientada al “¿Cómo se siente?” y no simplemente a “¿Dónde le duele?”, y enemigo de la medicalización, con la que el galeno prescribe fármacos caros, obteniendo con ello jugosas igualas e invitación a congresos de parte de las grandes farmacéuticas, y de la “aparatización” en los hospitales, con cargos gravosos para el paciente y su familia.

Y así llega hasta la propuesta que miembros de los Ministerios de Sanidad y Justicia de Holanda sometieron al Parlamento en octubre de 2016 “para regular la ayuda a morir  a personas mayores cansadas de vivir, sin enfermedades terminales ni sufrimientos insoportables, ambos requisitos indispensables contemplados en la Ley de Eutanasia (2002)… (o) víctimas de enfermedades no terminales cuyo sufrimiento, moral la mayoría de las veces, era intolerable.”. Añade que aunque la propuesta no se ha dictaminado, la prensa informa ocasionalmente de enfermos no terminales a quienes se ayudó a morir dignamente, como el dramático caso del holandés Mark Langedijk, de 41 años, divorciado, con dos hijos, 21 intentos fallidos por redimirse del alcohol, depresión profunda y quien luchó y obtuvo de parte de las autoridades sanitarias de su país el permiso para poner fin a su vida mediante la administración profesional de una inyección letal, cosa que ocurrió en julio de 2016, rodeado por sus padres, hermanos y su mejor amigo, un párroco, después de una reunión de despedida donde se comió y se bebió. Mis respetos y admiración para todos ellos.   

Pero también hay lugar para una mirada jubilosa del tema, y así apunta que cuando estuvo en el cementerio parisino Père Lachaise, “las visitas… donde yacen los famosos son regla. Acercarse a esos sepulcros significa acercarse a uno mismo. Leer y visitar a Cortázar vivifica; beber ajenjo, repasar su obra y acercarse a Gauguin mueve; llevar en la mano las partituras de la maestra sobre las composiciones de Chopin estimula; observar la tumba de Édith Piaf, vecina a la de Moustaki, explica el verdadero significado del amor.”

Recordé cuando estuve en París en 2003 y visitaba el cementerio de Montparnasse y supe, por el directorio de la entrada, que ahí yacía toda la aristocrática familia Poincaré (uno de cuyos miembros llegó a ser Presidente de la República Francesa), y me di a la tarea de recorrer todas las veredas del camposanto hasta topar con el sepulcro de Henri Poincaré, como se ilustra en la foto que acompaña este escrito. Matemático, físico teórico, ingeniero y filósofo de la ciencia que rivalizaba incluso con el propio Einstein, y del que yo había leído algo de sus teorías y de su vida, el estar en contacto con el lugar donde yace fue, como diría Kraus, vivificante, conmovedor y estimulante, y un acercarme a mí mismo.

Concluyo diciendo que el libro de Arnoldo Kraus es de lectura obligada.



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