En un artículo reciente relaté mi visita
al médico en la Ciudad de México sin mencionar su nombre. Se trata de Arnoldo
Kraus, editorialista dominical del periódico El Universal, colaborador mensual de la revista Nexos y profesor de la Facultad de
Medicina de la UNAM, quien me recomendó el libro de su autoría La morada infinita / Entender la vida,
pensar la muerte, con prólogo de Eduardo Matos Moctezuma (Penguin Random
House, noviembre 2019).
En el libro, Kraus habla de la necesidad
del contacto físico con la persona que va a morir. Me vino a la cabeza la
imagen de mi madre recluida, junto con otros varios pacientes, en la fría sala
de terapia intensiva del hospital al que la llevamos de emergencia y mi
impotencia ante el inhumano trato que los pasantes encargados de la misma daban
a los enfermos. Me quedé en vela toda la primera noche en la sala de espera del
nosocomio por si algo se ofrecía, pero sólo me permitieron pasar a verla unos
instantes, durante los cuales les reclamé a los interfectos el poco cuidado que
estaban poniendo a las indicaciones que habían dado los médicos. De mala gana, una
enfermera hizo caso a medias a lo que le pedía. Salí de ahí y me arrellané en un sillón a soltar
el llanto más amargo de mi vida que recuerdo. Poco la pudimos ver ya, la
operaron de emergencia y a los pocos días falleció en el hospital de Nutrición,
adonde la habíamos trasladado. Ha de haber sido una semana en el infierno para
ella, sin esa cercanía con los suyos de que habla Kraus. Esta terrible
experiencia llevó a mi padre a optar morir en casa tres lustros después, tras
una penosa invalidez de casi nueve años.
Aquí entra en juego otro aspecto al que
Arnoldo se refiere en su libro principalísimamente: la eutanasia, sea ésta
pasiva, cuando ya no se hace nada por mantener con vida al enfermo, más que
quizá la aplicación de cuidados paliativos contra el dolor, y la activa, cuando
se le administran fármacos para desencadenar el final. Hermanado con esta
última, se refiere también al suicidio asistido, cuando se le proporcionan al
paciente dichos fármacos para que él mismo se los administre si está en
condiciones de hacerlo.
Obviamente, en México estamos en pañales
en todos estos remedios, aunque no por eso dejan de aplicarse
“clandestinamente”. A diferencia de países como Holanda, Bélgica, Suiza,
Canadá, ¡Colombia! y algunos estados de la Unión Americana, donde se permiten
legalmente una o más de estas modalidades de morir dignamente.
Otros aspectos controversiales que cubre
Kraus en su libro son la eutanasia con donación de órganos y el suicidio de
parejas, como la formada por André Gorz, filósofo y periodista francés de
origen austriaco, y su esposa Dorina, ambos octogenarios, que decidieron
suicidarse juntos cuando supieron de la enfermedad incurable que padecía ésta.
Pero no se piense que se queda ahí, pues es partidario de una medicina más
humana, que esté primordialmente orientada al “¿Cómo se siente?” y no
simplemente a “¿Dónde le duele?”, y enemigo de la medicalización, con la que el
galeno prescribe fármacos caros, obteniendo con ello jugosas igualas e
invitación a congresos de parte de las grandes farmacéuticas, y de la
“aparatización” en los hospitales, con cargos gravosos para el paciente y su
familia.
Y así llega hasta la propuesta que
miembros de los Ministerios de Sanidad y Justicia de Holanda sometieron al
Parlamento en octubre de 2016 “para regular la ayuda a morir a personas mayores cansadas de vivir, sin
enfermedades terminales ni sufrimientos insoportables, ambos requisitos
indispensables contemplados en la Ley de Eutanasia (2002)… (o) víctimas de
enfermedades no terminales cuyo sufrimiento, moral la mayoría de las veces, era
intolerable.”. Añade que aunque la propuesta no se ha dictaminado, la prensa
informa ocasionalmente de enfermos no terminales a quienes se ayudó a morir
dignamente, como el dramático caso del holandés Mark
Langedijk, de 41 años, divorciado, con dos hijos, 21 intentos fallidos por
redimirse del alcohol, depresión profunda y quien luchó y obtuvo de parte de
las autoridades sanitarias de su país el permiso para poner fin a su vida
mediante la administración profesional de una inyección letal, cosa que ocurrió
en julio de 2016, rodeado por sus padres, hermanos y su mejor amigo, un
párroco, después de una reunión de despedida donde se comió y se bebió. Mis
respetos y admiración para todos ellos.
Pero también hay lugar para una mirada
jubilosa del tema, y así apunta que cuando estuvo en el cementerio parisino
Père Lachaise, “las visitas… donde yacen los famosos son regla. Acercarse a
esos sepulcros significa acercarse a uno mismo. Leer y visitar a Cortázar
vivifica; beber ajenjo, repasar su obra y acercarse a Gauguin mueve; llevar en
la mano las partituras de la maestra sobre las composiciones de Chopin
estimula; observar la tumba de Édith Piaf, vecina a la de Moustaki, explica el
verdadero significado del amor.”
Recordé cuando estuve en París en 2003 y
visitaba el cementerio de Montparnasse y supe, por el directorio de la entrada,
que ahí yacía toda la aristocrática familia Poincaré (uno de cuyos miembros llegó
a ser Presidente de la República Francesa), y me di a la tarea de recorrer
todas las veredas del camposanto hasta topar con el sepulcro de Henri Poincaré,
como se ilustra en la foto que acompaña este escrito. Matemático, físico
teórico, ingeniero y filósofo de la ciencia que rivalizaba incluso con el
propio Einstein, y del que yo había leído algo de sus teorías y de su vida, el
estar en contacto con el lugar donde yace fue, como diría Kraus, vivificante,
conmovedor y estimulante, y un acercarme a mí mismo.
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