Una de mis responsabilidades cuando trabajé
para IBM en Estados Unidos era recorrer el mundo para hablarles a otros
ingenieros de sistemas de todos los países sobre las bondades de los productos
que estaba desarrollando la compañía precisamente en el lugar donde yo me
encontraba, el laboratorio de desarrollo de software de telecomunicaciones en
Raleigh, Carolina del Norte, donde, poco después, nacería mi hija del mismo
nombre.
Pues bien, en 1990, después de haber
impartido mi curso en Hamburgo, Alemania, para especialistas de toda Europa,
regresé a Raleigh, para de ahí volar a Sao Paulo a hacer otro tanto con
ingenieros de Sudamérica, de donde regresé a Carolina para impartir el curso
localmente a técnicos de la Unión Americana. Días después volé al aeropuerto de
Narita en Tokio, vía Dallas, para hacer lo propio con profesionales japoneses.
De aquí, todavía volaría a Singapur a impartir mi clase ahí, y terminar mi
largo periplo en Sídney con gente de Oceanía.
Pero, para no cansarlos, me quiero
detener en Tokio, adonde llegué después de un larguísimo trayecto de más de
catorce horas, cuando todavía se permitía fumar en los vuelos, habiendo tenido
la “fortuna” de que se me asignara un lugar en la última fila de la sección
reservada a los no fumadores, que para mí significó un tormento, pues justo
atrás de donde yo me senté, ya en la sección de fumar, se encontraban dos
japoneses que, ¡se los juro!, no dejaron de fumar un solo instante durante las
catorce horas del viaje, convirtiéndome en un fumador pasivo crónico,
susceptible de adquirir el vicio después de tan extenso trayecto.
En fin, llegando a Tokio me sentí
aliviado, tomé el autobús rumbo al hotel y me dispuse a impartir mi curso un
par de días después. Obviamente, la clase tenía que ser impartida en inglés
durante tres días y me aterrorizaba el hecho de tener que hacerlo frente a
gente tan inexpresiva que no sabes si te está entendiendo. No obstante, me
llené de valor y comencé la aventura.
Y en lo dicho, las caras de tótem de mi
audiencia no me inspiraban ninguna confianza, por más que yo me esmeraba en
hablar pausadamente y en inquirir en todo momento que si estaba siendo claro, a
lo que los diplomáticos japoneses asentían con toda cortesía. Aun así, para
mitigar un poco la embarazosa tensión, no pude resistir el prurito de lanzar un
chascarrillo a mitad de la plática del segundo día, al que los tímidos
japoneses respondieron con no menos tibias sonrisas y yo con un terrible
sentimiento de “trágame tierra”, lo que me llevó a pedirle al coordinador
local, también japonés y con un dominio del inglés menos malo que el de sus
colegas, que se sintiera en libertad de explicar el “chiste” a los compañeros en
su propio idioma. Lo cual hizo gustosísimo.
Se había obrado el milagro: la audiencia
explotó en una estruendosa risotada y, felices todos, continuamos con el curso.
No obstante, dudando de mi propia aportación, aproveché el coffee break para felicitar a mi traductor por su genial trabajo,
ya que sentía que mi chiste, aunque bueno, no imaginaba yo que pudiera tener
una acogida tan feliz como la manifestada por sus compañeros. El interpelado,
japonés al fin, y con esto quiero decir honesto a carta cabal, además de
conocido mío de tiempo atrás, me respondió:
-Mira, tu cuento yo tampoco lo entendí
muy bien, pero como la situación se estaba volviendo bastante penosa, tuve que
decirles a mis colegas, después de platicarles tu chiste: “Y este pendejo
quiere que se rían de su estupidez”, y por ello han estallado en tremendas
carcajadas.