Después de frustrantes siete meses de “trabajo” como mando medio en el peor y más indigno ambiente laboral del mundo, la burocracia mexicana, decidí irme con mis niños y mi esposa a recorrer por tren algunas ciudades de Europa. Al final, decidimos extender el viaje a París, donde ya habíamos estado un par de años antes. El niño, de nueve años de edad, conservaba todavía aquella extraña fascinación que desde un principio le causó la torre Eiffel, y de nuevo, como en la primera ocasión, quería ir casi todos los días aunque sólo fuera a contemplarla.
Mi estado de ánimo no era el mejor del mundo después de las frustrantes experiencias de traición y deslealtad vividas al “servicio del Estado”, pero París había ayudado a paliarlo. Sin embargo, ya en la torre, después de haber caminado las riberas del Sena, sentí un impulso irrefrenable de treparme al pedestal sobre el que se asienta una de las patas de la mole de acero, lo cual conseguí con facilidad ayudado por la conformación rugosa de la peana. En un principio, mis hijos pensaron que bromeaba y que únicamente lo hacía para que me tomaran la foto antes de que la autoridad llegara para someterme al orden. No obstante, a partir de ahí, no representó mayor dificultad para mí comenzar a trepar por el entreverado de la torre. Lo hacía con un impulso ciego y el firme deseo de tomar cierta ventaja sobre quien pretendiera impedírmelo. Mi mujer y mis hijos, habituados ya a los extraños patrones de mi conducta, aunque nunca de la desproporción del que intentaba ahora, empezaron a gritar para que alguien impidiera que continuara mi loca empresa.
A los pocos minutos, un escuadrón de seis bomberos intentaba darme alcance siguiendo la ruta que yo les había trazado, empero la distancia parecía ya insalvable. El bombero que precedía a los otros, aun cuando no lo comprendiera, entendía por sus gestos y sus palabras que trataba de convencerme de que no siguiera, que fuera hacia ellos para que me auxiliaran y no me hiciera daño. Sin embargo, era una decisión tomada por mí desde la noche anterior, cuando en la madrugada me levanté sin hacer ruido y bajé a la recepción del hotel donde pergeñé unas líneas de despedida para los niños y mi mujer. Así como aquél se dirigía a mí en francés, yo le respondía en español, con énfasis y resolución, que no insistiera.
-Entiéndelo –le decía-, es mi determinación, estoy harto de hacerles la vida imposible a los que me rodean, pero sobre todo, estoy harto de hacérmela imposible a mí mismo, y ya son más de cincuenta años intentando salir del foso de la depresión. No es esto algo que me venga de improviso, es una decisión conscientemente tomada por lo vacuo de la existencia. Además, es mi deseo ferviente que todos los curiosos reunidos allá abajo sean testigos de que hago esto por propia voluntad.
Mientras tanto, las taquillas de la torre habían sido cerradas y la policía acordonaba la zona, sin impedir que la gente se aproximara cuanto quisiese.
Una vez que hube alcanzado un fijo en el arco de la torre sobre el que podía sostenerme en pie, me despojé de la chamarra en cuyos bolsillos guardé los escritos dirigidos a mi niña, mi hijo y mi esposa, y la arrojé al vacío. Un grito de pánico se desprendió de la garganta de la multitud, para enseguida dar paso a una risa de júbilo al percatarse que era la prenda la que había caído al suelo. Sin embargo, menos de diez segundos después, me arrojé yo también al vacío. La muchedumbre no pudo evitar el grito desgarrador que salía de sus bocas, en tanto que yo veía claramente acercarse el duro piso a mi cabeza, a la misma velocidad que uno se desploma en la pendiente más inclinada de la montaña rusa. Finalmente, por espacio de un nanosegundo sentí cómo mi cráneo se despedazaba y mis entrañas reventaban.
Las mujeres en la multitud lloraban de histeria por la impresión, en tanto que los varones y los vendedores de baratijas no daban crédito a lo que miraban sus ojos y, todos, parecían devastados.
Una especie de fantasma se desprendió de la masa inerte de huesos, vísceras, sangre y restos y se fue a posar dentro de mí, que, entre la muchedumbre, contemplé atónito el desenlace del episodio del que el destino me hizo partícipe y testigo.
Al día siguiente, miércoles 30 de abril de 2003, refundida en la página 11 de LE FIGARO, fue publicada la siguiente nota anónima Suicide à la tour Eiffel sobre un individuo no menos anónimo: Un homme s’est suicidé hier vers 17 heures en sautant du premier étage de la tour Eiffel , après avoir enjambé le parapet et déjoué les grilles de protection installées sur le monument. Il s’agit du premier suicide commis cette année du haut de ce monument parisien.
Después de todo, qué bueno que no fui yo.
domingo, 27 de enero de 2008
martes, 22 de enero de 2008
Teorema de los números primos
Parece increíble que una expresión matemática tan simple como el cociente x/log x tenga una estrecha relación con algo tan aparentemente aleatorio como los números primos, tan aleatorios que, dicen, estos circunspectos guarismos –auténticos átomos del universo matemático- son utilizados por los complejos algoritmos criptográficos que protegen las transacciones financieras.
Sin embargo, ¿es realmente tan aleatoria la distribución de los números primos como para que un ente tan indefenso como el descrito se atreva a desafiarla? En efecto, a principios del siglo pasado, dos distinguidos científicos en la teoría de números demostraron, cada cual por su lado, que la expresión x/log x tiende a la cantidad “total” de primos cuando x tiende a infinito.
Lo que estos matemáticos probaron en realidad es que la función Li(x) –una “mejor” aproximación que x/log x-, que se define como la integral de 2 a x de dt/log t, tiende al número de primos cuando x tiende a infinito.
Todos estos hechos tientan a un diletante como yo a afirmar que tal vez no haya algo tan lejano del azar como los números primos. Claro, no es algo tan trivial como la determinación de los números pares y los impares, pero quizá exista en algún recóndito lugar del universo la fórmula para el cálculo de los primos, que sólo espera el instante de ser raptada por un intelecto privilegiado, y entonces sí las instituciones financieras se verían en apuros y tendrían que idear nuevos algoritmos para la protección de sus operaciones.
Nuevamente, como en el caso de la identidad entre la unidad y la compleja función exponencial, y en el no menos fascinante de la teoría de la relatividad, no puedo menos que manifestar mi asombro y embeleso ante bellezas intangibles pero innegables.
Sin embargo, ¿es realmente tan aleatoria la distribución de los números primos como para que un ente tan indefenso como el descrito se atreva a desafiarla? En efecto, a principios del siglo pasado, dos distinguidos científicos en la teoría de números demostraron, cada cual por su lado, que la expresión x/log x tiende a la cantidad “total” de primos cuando x tiende a infinito.
Lo que estos matemáticos probaron en realidad es que la función Li(x) –una “mejor” aproximación que x/log x-, que se define como la integral de 2 a x de dt/log t, tiende al número de primos cuando x tiende a infinito.
Todos estos hechos tientan a un diletante como yo a afirmar que tal vez no haya algo tan lejano del azar como los números primos. Claro, no es algo tan trivial como la determinación de los números pares y los impares, pero quizá exista en algún recóndito lugar del universo la fórmula para el cálculo de los primos, que sólo espera el instante de ser raptada por un intelecto privilegiado, y entonces sí las instituciones financieras se verían en apuros y tendrían que idear nuevos algoritmos para la protección de sus operaciones.
Nuevamente, como en el caso de la identidad entre la unidad y la compleja función exponencial, y en el no menos fascinante de la teoría de la relatividad, no puedo menos que manifestar mi asombro y embeleso ante bellezas intangibles pero innegables.
Felipe Calderón, Presidente de México, tuerce la ley
La animadversión por el espurio nombramiento de Juan Camilo Mouriño Terrazo como “ministro de Interior” (secretario de Gobernación) del Estado mexicano no es xenofobia, es simple y llanamente porque Calderón está violando la ley, lo que no resulta novedoso en su Administración, pues apenas en abril de 2007 denuncié ante la Secretaría de la Función Pública otro nombramiento igual de singular: el de Purifucación Carpinteyro Calderón. Lo hice en los siguientes términos (ver Proceso, 1592, 6 de mayo de 2007):
“El nombramiento de Purificación Carpinteyro Calderón como nueva directora general del Servicio Postal Mexicano (Sepomex), en sustitución del memorable y longevo Gonzalo Alarcón Osorio, estuvo en entredicho durante varios días en virtud del artículo 21 de la ley federal de las entidades paraestatales, fracción I, que a la letra dice que el director general debe “ser ciudadano mexicano por nacimiento que no adquiera otra nacionalidad y estar en pleno goce y ejercicio de sus derechos civiles y políticos”, habida cuenta de que la susodicha Carpinteyro, además de ser mexicana por nacimiento, disfruta de las nacionalidades española, probablemente por ascendencia, y brasileña, como funcionaria que fue de Embratel.
¿Cómo fue que finalmente se le dio la vuelta a este serio impedimento legal? Porque si bien es cierto que se puede renunciar a una nacionalidad adquirida, la ley federal de las entidades paraestatales es clara, y como, jurídicamente, “donde la ley no distingue, no se debe distinguir”, dicha renuncia no borraría este impedimento legal, por más que la ley de nacionalidad lo permitiera. Es decir, la ley específica de las entidades paraestatales tiene prevalencia sobre la ley general de nacionalidad.
Por otro lado, llama la atención el apellido materno de Carpinteyro Calderón, y me pregunto si no estaremos ante un caso de nepotismo presidencial, toda vez que el nombramiento es responsabilidad directa de Felipe Calderón. Desgraciadamente, apenas el 28 de abril hice la pregunta correspondiente a la Presidencia de la República, a Sepomex y a la Secretaría de la Función Pública a través del IFAI y no obtendré una respuesta sino hasta el 29 de mayo, a pesar de la simpleza de la solicitud. También solicité copia del nombramiento.
A ver si alguien se apiada de mí antes y resuelve los serios cuestionamientos que planteo en este escrito.”
Sepomex respondió, mediante la página del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI), a mis preguntas sobre nacionalidad y parentesco, afirmando que la señora Carpinteyro Calderón renunció a sus nacionalidades española y brasileña poco antes de su nombramiento y negando cualquier parentesco con el Presidente, y me adjuntó copia del nombramiento firmado por éste.
Insisto: la renuncia no resuelve la ilegalidad planteada en mi escrito, a pesar de que la misma incompetente que tiene detenida mi denuncia contra la compañía (Hildebrando) del cuñado de Calderón afirme lo contrario, sin dar detalles, en un oficio que me dirigió el 29 de agosto de 2007.
Por lo que se refiere al ilegal nombramiento de Mouriño, el hermetismo por parte de las autoridades ha sido casi total, no obstante las pruebas aportadas por el periodista Miguel Ángel Granados Chapa (Reforma, En Bucareli, un secretario ilegal, jueves 17 de enero de 2007).
“El nombramiento de Purificación Carpinteyro Calderón como nueva directora general del Servicio Postal Mexicano (Sepomex), en sustitución del memorable y longevo Gonzalo Alarcón Osorio, estuvo en entredicho durante varios días en virtud del artículo 21 de la ley federal de las entidades paraestatales, fracción I, que a la letra dice que el director general debe “ser ciudadano mexicano por nacimiento que no adquiera otra nacionalidad y estar en pleno goce y ejercicio de sus derechos civiles y políticos”, habida cuenta de que la susodicha Carpinteyro, además de ser mexicana por nacimiento, disfruta de las nacionalidades española, probablemente por ascendencia, y brasileña, como funcionaria que fue de Embratel.
¿Cómo fue que finalmente se le dio la vuelta a este serio impedimento legal? Porque si bien es cierto que se puede renunciar a una nacionalidad adquirida, la ley federal de las entidades paraestatales es clara, y como, jurídicamente, “donde la ley no distingue, no se debe distinguir”, dicha renuncia no borraría este impedimento legal, por más que la ley de nacionalidad lo permitiera. Es decir, la ley específica de las entidades paraestatales tiene prevalencia sobre la ley general de nacionalidad.
Por otro lado, llama la atención el apellido materno de Carpinteyro Calderón, y me pregunto si no estaremos ante un caso de nepotismo presidencial, toda vez que el nombramiento es responsabilidad directa de Felipe Calderón. Desgraciadamente, apenas el 28 de abril hice la pregunta correspondiente a la Presidencia de la República, a Sepomex y a la Secretaría de la Función Pública a través del IFAI y no obtendré una respuesta sino hasta el 29 de mayo, a pesar de la simpleza de la solicitud. También solicité copia del nombramiento.
A ver si alguien se apiada de mí antes y resuelve los serios cuestionamientos que planteo en este escrito.”
Sepomex respondió, mediante la página del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI), a mis preguntas sobre nacionalidad y parentesco, afirmando que la señora Carpinteyro Calderón renunció a sus nacionalidades española y brasileña poco antes de su nombramiento y negando cualquier parentesco con el Presidente, y me adjuntó copia del nombramiento firmado por éste.
Insisto: la renuncia no resuelve la ilegalidad planteada en mi escrito, a pesar de que la misma incompetente que tiene detenida mi denuncia contra la compañía (Hildebrando) del cuñado de Calderón afirme lo contrario, sin dar detalles, en un oficio que me dirigió el 29 de agosto de 2007.
Por lo que se refiere al ilegal nombramiento de Mouriño, el hermetismo por parte de las autoridades ha sido casi total, no obstante las pruebas aportadas por el periodista Miguel Ángel Granados Chapa (Reforma, En Bucareli, un secretario ilegal, jueves 17 de enero de 2007).
lunes, 21 de enero de 2008
Inveterada corrupción mexicana
El 8 de junio de 2006 inicié un largo proceso que aún no culmina (creo) y que me ha permitido comprobar, por si alguna falta hiciera, lo muy arraigado que está en el alma nacional ese cáncer social llamado corrupción, y que muy a menudo me lleva a sentir vergüenza de pertenecer a una sociedad como ésta. Tal vez se me pregunte qué he hecho yo por remediar este mal, a lo que respondería que mucho, comenzando por mi conducta personal y por los valores que he sabido inculcar en mis hijos, y siguiendo por las denuncias públicas que por más de 30 años he acostumbrado plantear en los medios de comunicación o ante autoridades públicas y privadas. Pero, sin duda, la que abrí en esa fecha sea quizá la más frustrante.
Todo comenzó a raíz del escándalo que con motivo de las elecciones presidenciales se desató con la acusación que hizo uno de los candidatos de los turbios negocios del cuñado del actual Presidente de México, Felipe Calderón Hinojosa. En un debate público y televisado, Andrés Manuel López Obrador, candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), acusó a Diego Hildebrando Zavala Gómez del Campo, hermano de la hoy primera dama Margarita Zavala, de ilícitos que ascendían a varios millones de pesos. De inmediato asocié a Hildebrando con el nombre de la empresa que ineptamente estuvo desarrollando un sistema informático para el Servicio Postal Mexicano (Sepomex), y me preguntaba qué habría sido de ese sistema y del proceso de rescisión de contrato que dejé arrancado a principios de 2003 cuando, harto de la burocracia, renuncié al organismo postal mexicano.
Denuncié en los medios que la empresa Hildebrando debería estar en la lista negra del Gobierno federal, inhabilitada para desarrollar cualquier tipo de trabajo, toda vez que en Sepomex había incumplido flagrantemente. La denuncia valió la primera plana del diario de circulación nacional Reforma del 11 de junio y la portada del prestigiada revista Proceso una semana después. No paró ahí el asunto, pues por esos mismos días levanté las denuncias formales ante la Secretaría de la Función Pública (SFP) y el Órgano Interno de Control (OIC) de la misma dependencia en Sepomex. Documenté mi inconformidad con pruebas irrefutables, cuando así me lo hubo requerido el OIC, en agosto de ese mismo año (2006).
Mientras esperaba –espero aún- las resoluciones de estas burocráticas y tenebrosas dependencias, confirmé que, en efecto, se dio una ilegal extensión de contrato a la empresa del cuñado del hoy Presidente. Supe esto por boca (pluma) del entonces director general de Sepomex, Gonzalo Alarcón Osorio, que se inconformó con mi denuncia en el siguiente número de Proceso, aunque lo único que consiguió con ello fue atarse bien la soga al cuello. Y digo que espero aún la resolución de los “tribunales” porque la incompetente licenciada que manejaba (¿maneja aún?) el caso en el área de quejas y responsabilidades del OIC, de la que es gerente, lo pasó de la ventanilla de quejas a la de responsabilidades, lo que confirmaría la existencia de conductas punibles, aunque lo graciosísimo del asunto es que ambos puestos se encontraban vacantes. Es decir, la prestidigitadora tinterilla pasó el expediente de su mano derecha a su mano izquierda, y a mí me dan atole con el dedo, vía el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI), diciéndome que consulte en Internet las páginas de servidores públicos sancionados y proveedores inhabilitados, mientras ellos continúan con sus arduas y sesudas investigaciones.
Que lo digan mejor con todas su letras: el poder es intocable en este pobre México, y que ellos, sus sirvientes, sigan medrando y arrastrándose por unos mendrugos de pan.
Todo comenzó a raíz del escándalo que con motivo de las elecciones presidenciales se desató con la acusación que hizo uno de los candidatos de los turbios negocios del cuñado del actual Presidente de México, Felipe Calderón Hinojosa. En un debate público y televisado, Andrés Manuel López Obrador, candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), acusó a Diego Hildebrando Zavala Gómez del Campo, hermano de la hoy primera dama Margarita Zavala, de ilícitos que ascendían a varios millones de pesos. De inmediato asocié a Hildebrando con el nombre de la empresa que ineptamente estuvo desarrollando un sistema informático para el Servicio Postal Mexicano (Sepomex), y me preguntaba qué habría sido de ese sistema y del proceso de rescisión de contrato que dejé arrancado a principios de 2003 cuando, harto de la burocracia, renuncié al organismo postal mexicano.
Denuncié en los medios que la empresa Hildebrando debería estar en la lista negra del Gobierno federal, inhabilitada para desarrollar cualquier tipo de trabajo, toda vez que en Sepomex había incumplido flagrantemente. La denuncia valió la primera plana del diario de circulación nacional Reforma del 11 de junio y la portada del prestigiada revista Proceso una semana después. No paró ahí el asunto, pues por esos mismos días levanté las denuncias formales ante la Secretaría de la Función Pública (SFP) y el Órgano Interno de Control (OIC) de la misma dependencia en Sepomex. Documenté mi inconformidad con pruebas irrefutables, cuando así me lo hubo requerido el OIC, en agosto de ese mismo año (2006).
Mientras esperaba –espero aún- las resoluciones de estas burocráticas y tenebrosas dependencias, confirmé que, en efecto, se dio una ilegal extensión de contrato a la empresa del cuñado del hoy Presidente. Supe esto por boca (pluma) del entonces director general de Sepomex, Gonzalo Alarcón Osorio, que se inconformó con mi denuncia en el siguiente número de Proceso, aunque lo único que consiguió con ello fue atarse bien la soga al cuello. Y digo que espero aún la resolución de los “tribunales” porque la incompetente licenciada que manejaba (¿maneja aún?) el caso en el área de quejas y responsabilidades del OIC, de la que es gerente, lo pasó de la ventanilla de quejas a la de responsabilidades, lo que confirmaría la existencia de conductas punibles, aunque lo graciosísimo del asunto es que ambos puestos se encontraban vacantes. Es decir, la prestidigitadora tinterilla pasó el expediente de su mano derecha a su mano izquierda, y a mí me dan atole con el dedo, vía el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI), diciéndome que consulte en Internet las páginas de servidores públicos sancionados y proveedores inhabilitados, mientras ellos continúan con sus arduas y sesudas investigaciones.
Que lo digan mejor con todas su letras: el poder es intocable en este pobre México, y que ellos, sus sirvientes, sigan medrando y arrastrándose por unos mendrugos de pan.
jueves, 17 de enero de 2008
Día de los inocentes
León, Gto., México, jueves 17 de enero de 2008
Sr. Director:
Al leer la primera plana de Reforma del miércoles 16 de enero, en un primer momento pensé que los editores del periódico habían confundido la fecha y la página, pues la noticia de que el español Mouriño llegaba a Gobernación parecía una típica vacilada de las que ustedes suelen incluir en la última página de la primera sección el día de los inocentes.
Aún no salgo de mi atolondramiento. Da la impresión de que los recursos humanos con los que cuenta el Presidente son tan escasos que éste no tuvo más remedio que echar mano de alguien cuyo nombramiento no puede ser más polémico, ahora y en un futuro no tan lejano.
Si en el fut nunca he estado de acuerdo en que se recurra a “extranjeros” habiendo tantísimos mexicanos capaces, imagínese mi indignación en un puesto tan delicado como lo es el de ministro de Interior (dirían los compatriotas de Juan Camilo).
Sr. Director:
Al leer la primera plana de Reforma del miércoles 16 de enero, en un primer momento pensé que los editores del periódico habían confundido la fecha y la página, pues la noticia de que el español Mouriño llegaba a Gobernación parecía una típica vacilada de las que ustedes suelen incluir en la última página de la primera sección el día de los inocentes.
Aún no salgo de mi atolondramiento. Da la impresión de que los recursos humanos con los que cuenta el Presidente son tan escasos que éste no tuvo más remedio que echar mano de alguien cuyo nombramiento no puede ser más polémico, ahora y en un futuro no tan lejano.
Si en el fut nunca he estado de acuerdo en que se recurra a “extranjeros” habiendo tantísimos mexicanos capaces, imagínese mi indignación en un puesto tan delicado como lo es el de ministro de Interior (dirían los compatriotas de Juan Camilo).
miércoles, 16 de enero de 2008
Beber la cicuta
“... el servidor de los Once (magistrados encargados de la policía de las prisiones y de hacer ejecutar la sentencia de los jueces) entró casi en aquel momento y aproximándose a él, dijo: Sócrates, no tengo que dirigirte la misma reprensión que a los demás que han estado en tu caso. Desde que vengo a advertirles, por orden de los magistrados, que es preciso beber el veneno, se alborotan contra mí y me maldicen; pero respecto a ti, desde que estás aquí, siempre me has parecido el más firme, el más dulce y el mejor de cuantos han estado en prisión; y estoy bien seguro de que en este momento no estás enfadado conmigo y que sólo lo estarás con los que son la causa de tu desgracia, y a quienes tú conoces bien. Ahora, Sócrates, sabes lo que vengo a anunciarte; recibe mi saludo y trata de soportar con resignación lo que es inevitable. Dicho esto, volvió la espalda, y se retiró derramando lágrimas. Sócrates, mirándole, le dijo: Y también yo te saludo, amigo mío, y haré lo que me dices. Ved –nos dijo al mismo tiempo- qué honradez de este hombre; durante el tiempo que he permanecido aquí, me ha venido a ver muchas veces; se conducía como el mejor de los hombres, y en este momento ¡qué de veras me llora! Pero, adelante, Critón, obedezcámosle de buena voluntad, y que me traiga el veneno si está machacado, y si no lo está que él mismo lo machaque.”
Platón / Diálogos (Colección “Sepan cuántos...” Editorial Porrúa, S.A.) Fedón o del alma, p. 430.
Ignoro por qué este pasaje trajo a mi memoria una época en la que mi vida emocional caía inexorablemente en un abismo a mediados de la década de los 70 del siglo pasado. Había pasado de un fracaso profesional a varios más en sucesión, curiosamente después de haberme distinguido como el mejor estudiante de México en mi licenciatura. Cuando le hice notar esta circunstancia a mi madre y la necesidad de la atención de un sicólogo que ayudara a remediar mis males, ella, con naturalidad, me dijo que yo no requería de la atención de ningún sicólogo sino de un siquiatra.
Fue así como me enrolé en una terapia de grupo que dirigía una siquiatra que todavía recuerdo nítidamente. En estos grupos, como es sabido, se vale mentar madres y agredir a quien se le dé a uno la gana. Ahí “departíamos” la damita a la que el amante trataba con la punta del zapato y que todas las mañanas de los lunes a las siete nos deprimía con sus llantos de mujer engañada, un tipo bastante estúpido que hacía desesperar a todo mundo, la edecán de una oficina pública que se sentía obligada a ir a la cama con un subsecretario de Estado que le daba asco y por lo que se había visto obligada a abortar en más de una ocasión, el nieto de un general revolucionario que cachó a su mamá poniéndole el cuerno al padre cuando él era niño, un judío de clase alta que se daba sus “pasones” con la esposa en eróticas sesiones de hartazgo, una siquiatra recién graduada a la que no le quedaba de otra más que autoanalizarse y a la que el esposo engañaba, una lesbiana con muchos pantalones y una sufrida relación, y yo. También teníamos sesión los miércoles a la misma hora, con el aperitivo de la damita volviéndonos a deprimir.
Huelga decir que las más cabronas eran la compañera siquiatra y la lesbiana. Yo lo era también cuando lograba salir de mi “enconchamiento”. El día que el tipo bastante estúpido decidió retirarse del grupo casi nadie lo peló, especialmente las dos que menciono, que lo atacaban frecuentemente. Yo tuve que aguantarme la pena ajena, quizá porque reconocía algo de mi inseguridad en la de él aunque también lo detestara.
Sin embargo, después de nueve meses en el grupo -periodo bastante sintomático pero no escogido por mí a propósito-, reconocí que la ayuda que no pudiera yo mismo proporcionarme nadie más me la daría. Si esto fue algo que la misma terapia me hizo ver, lo desconozco, aunque honestamente lo dudo. No obstante, cuando dije, curándome en salud y sobre todo para que los otros no me atacaran, que no aceptaría chantajes de ninguna índole y que me largaba porque me largaba, lo que más me impresionó al terminar mi perorata fue escuchar a las dos cabronas, sin poder contener el llanto y una después de la otra, increparme por insensible y decirme que no lo tomara como chantaje pero que en verdad lamentaban mi partida.
Se comprenderá que, como Sócrates, haya quedado hondamente conmovido, lo que no impidió que apurara la cicuta de mi marcha.
Platón / Diálogos (Colección “Sepan cuántos...” Editorial Porrúa, S.A.) Fedón o del alma, p. 430.
Ignoro por qué este pasaje trajo a mi memoria una época en la que mi vida emocional caía inexorablemente en un abismo a mediados de la década de los 70 del siglo pasado. Había pasado de un fracaso profesional a varios más en sucesión, curiosamente después de haberme distinguido como el mejor estudiante de México en mi licenciatura. Cuando le hice notar esta circunstancia a mi madre y la necesidad de la atención de un sicólogo que ayudara a remediar mis males, ella, con naturalidad, me dijo que yo no requería de la atención de ningún sicólogo sino de un siquiatra.
Fue así como me enrolé en una terapia de grupo que dirigía una siquiatra que todavía recuerdo nítidamente. En estos grupos, como es sabido, se vale mentar madres y agredir a quien se le dé a uno la gana. Ahí “departíamos” la damita a la que el amante trataba con la punta del zapato y que todas las mañanas de los lunes a las siete nos deprimía con sus llantos de mujer engañada, un tipo bastante estúpido que hacía desesperar a todo mundo, la edecán de una oficina pública que se sentía obligada a ir a la cama con un subsecretario de Estado que le daba asco y por lo que se había visto obligada a abortar en más de una ocasión, el nieto de un general revolucionario que cachó a su mamá poniéndole el cuerno al padre cuando él era niño, un judío de clase alta que se daba sus “pasones” con la esposa en eróticas sesiones de hartazgo, una siquiatra recién graduada a la que no le quedaba de otra más que autoanalizarse y a la que el esposo engañaba, una lesbiana con muchos pantalones y una sufrida relación, y yo. También teníamos sesión los miércoles a la misma hora, con el aperitivo de la damita volviéndonos a deprimir.
Huelga decir que las más cabronas eran la compañera siquiatra y la lesbiana. Yo lo era también cuando lograba salir de mi “enconchamiento”. El día que el tipo bastante estúpido decidió retirarse del grupo casi nadie lo peló, especialmente las dos que menciono, que lo atacaban frecuentemente. Yo tuve que aguantarme la pena ajena, quizá porque reconocía algo de mi inseguridad en la de él aunque también lo detestara.
Sin embargo, después de nueve meses en el grupo -periodo bastante sintomático pero no escogido por mí a propósito-, reconocí que la ayuda que no pudiera yo mismo proporcionarme nadie más me la daría. Si esto fue algo que la misma terapia me hizo ver, lo desconozco, aunque honestamente lo dudo. No obstante, cuando dije, curándome en salud y sobre todo para que los otros no me atacaran, que no aceptaría chantajes de ninguna índole y que me largaba porque me largaba, lo que más me impresionó al terminar mi perorata fue escuchar a las dos cabronas, sin poder contener el llanto y una después de la otra, increparme por insensible y decirme que no lo tomara como chantaje pero que en verdad lamentaban mi partida.
Se comprenderá que, como Sócrates, haya quedado hondamente conmovido, lo que no impidió que apurara la cicuta de mi marcha.
domingo, 13 de enero de 2008
Harvard's manners
I remember I read once in the local newspaper of Raleigh, N.C., The News & Observer, about somebody who was lost in the Harvard University’s campus looking for the library. After some minutes of fruitless search, he decided to stop his car and asked somebody walking outside:
- Excuse me, would you please tell me where the library is located at?
The astonished pedestrian reacted with surprise and anger to this question:
- Excuse me you, sir, I don’t understand; here, in Harvard, we never end a sentence with a preposition.
- Oh!, I’m very sorry, would you please tell me where the library is located at, son of a bitch?
- Excuse me, would you please tell me where the library is located at?
The astonished pedestrian reacted with surprise and anger to this question:
- Excuse me you, sir, I don’t understand; here, in Harvard, we never end a sentence with a preposition.
- Oh!, I’m very sorry, would you please tell me where the library is located at, son of a bitch?
viernes, 11 de enero de 2008
Relativa facilidad, absoluta belleza
Apenas el verano pasado leí la traducción al español del maravilloso libro de Walter C. Mih The fascinating Life and Theory of Albert Einstein / With a Foreward by Bernard Einstein. Me entusiasmó tanto su simplicidad que lo releí esta semana para intentar transmitir este gozo a mis lectores.
Hace un par de años intenté penetrar la teoría del genio alemán mediante el libro Relativity / The Special and the General Theory, a Popular Exposition by Albert Einstein. Lo leí, también, dos veces, con un intervalo entre ambas de un año. Aunque por desgracia no pude conseguir la versión en español, sinceramente no creo que haya sido el idioma el que me impidió entender cabalmente esta “clara explicación que cualquiera puede entender”, según reza la cubierta del magnífico libro. Es probable que haya entendido la famosa teoría de Einstein en un cincuenta por ciento, aun siendo actuario y habiendo estado muy interesado en la Hipótesis de Riemann durante estos últimos años.
Ocurrió todo lo contrario con el libro de Mih, que finalicé en un par de días la primera vez y me permitió entender completamente la teoría especial de la relatividad de Einstein. Como apunta Mih, “el uso de las condiciones de Einstein basadas en la velocidad constante de la luz para resolver las incógnitas de la ecuación t = Fx’ + Gt’ es genial”. Pero vayamos por partes.
Einstein estaba convencido de que si un pasajero viajase en un vagón de ferrocarril a la velocidad de la luz, cuando su reloj marcase las 12:05, por decir algo, la imagen que la propia luz le proyectaría del reloj de la estación señalaría las 12:00. Lo mismo, pero a la inversa, ocurriría para un observador parado en la estación del ferrocarril. Sin embargo, más tarde Einstein comprobó que el retraso del tiempo en el vagón en movimiento era real.
Einstein parte de las ecuaciones tradicionales de Galileo o Newton:
x = x’+ vt’
t = t’
donde v es la velocidad a la que se desplaza el vagón, x es la coordenada horizontal en la estación y t el tiempo, y x’, t’ las mismas variables en el vagón del tren, de modo que si éste viaja a 100 kilómetros por hora, media hora después estará a una distancia de x = x’ + 100(0.5) = 0 + 50 = 50 kilómetros.
Empero, Einstein propuso el sistema de ecuaciones:
x = Dx’ + Et’
t = Fx’ + Gt’
por consistencia con el principio de que la velocidad de la luz siempre es constante.
Pues bien, mediante artilugios algebraicos sorprendentes aunque muy simples, que no viene a cuento reproducir aquí, Einstein demostró manipulando estas ecuaciones que:
x = (x’ + vt’) / √(1 – v**2/c**2)
t = (t’ + (v/c**2)x’) / √(1 – v**2/c**2)
donde c es la velocidad de la luz; y de aquí, mediante operaciones algebraicas aún más elementales:
t’ = t √(1 – v**2/c**2) (1)
L’ = L √(1 – v**2/c**2) (2)
donde L es la longitud de algún objeto en el vagón, una barra de acero por ejemplo.
Estas dos últimas ecuaciones son sorprendentes y constituyen la sólida base sobre la que descansa la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Incluso de aquí se deriva la que quizá sea la ecuación más famosa en la historia científica de la humanidad:
E = mc**2
Pero como la máxima velocidad que se puede alcanzar en el Universo es precisamente la de la luz, c, lo que en realidad representan las fórmulas (1) y (2) es que el tiempo transcurre más lentamente en el vagón y la longitud de los objetos en él se reduce en relación con la estación del ferrocarril, ya que claramente
(1 – v**2/c**2) es menor que 1
y, consecuentemente,
t’ menor que t
L’ menor que L
De aquí el nombre de teoría de la relatividad: el tiempo transcurre más lentamente en un vehículo en movimiento en relación con un ente estático, y las dimensiones de los objetos en aquél se reducen.
Si alguien no es capaz de emocionarse ante esta belleza del ingenio humano, que refleja fielmente la realidad del Universo, no será capaz de emocionarse ante nada... absolutamente nada.
Hace un par de años intenté penetrar la teoría del genio alemán mediante el libro Relativity / The Special and the General Theory, a Popular Exposition by Albert Einstein. Lo leí, también, dos veces, con un intervalo entre ambas de un año. Aunque por desgracia no pude conseguir la versión en español, sinceramente no creo que haya sido el idioma el que me impidió entender cabalmente esta “clara explicación que cualquiera puede entender”, según reza la cubierta del magnífico libro. Es probable que haya entendido la famosa teoría de Einstein en un cincuenta por ciento, aun siendo actuario y habiendo estado muy interesado en la Hipótesis de Riemann durante estos últimos años.
Ocurrió todo lo contrario con el libro de Mih, que finalicé en un par de días la primera vez y me permitió entender completamente la teoría especial de la relatividad de Einstein. Como apunta Mih, “el uso de las condiciones de Einstein basadas en la velocidad constante de la luz para resolver las incógnitas de la ecuación t = Fx’ + Gt’ es genial”. Pero vayamos por partes.
Einstein estaba convencido de que si un pasajero viajase en un vagón de ferrocarril a la velocidad de la luz, cuando su reloj marcase las 12:05, por decir algo, la imagen que la propia luz le proyectaría del reloj de la estación señalaría las 12:00. Lo mismo, pero a la inversa, ocurriría para un observador parado en la estación del ferrocarril. Sin embargo, más tarde Einstein comprobó que el retraso del tiempo en el vagón en movimiento era real.
Einstein parte de las ecuaciones tradicionales de Galileo o Newton:
x = x’+ vt’
t = t’
donde v es la velocidad a la que se desplaza el vagón, x es la coordenada horizontal en la estación y t el tiempo, y x’, t’ las mismas variables en el vagón del tren, de modo que si éste viaja a 100 kilómetros por hora, media hora después estará a una distancia de x = x’ + 100(0.5) = 0 + 50 = 50 kilómetros.
Empero, Einstein propuso el sistema de ecuaciones:
x = Dx’ + Et’
t = Fx’ + Gt’
por consistencia con el principio de que la velocidad de la luz siempre es constante.
Pues bien, mediante artilugios algebraicos sorprendentes aunque muy simples, que no viene a cuento reproducir aquí, Einstein demostró manipulando estas ecuaciones que:
x = (x’ + vt’) / √(1 – v**2/c**2)
t = (t’ + (v/c**2)x’) / √(1 – v**2/c**2)
donde c es la velocidad de la luz; y de aquí, mediante operaciones algebraicas aún más elementales:
t’ = t √(1 – v**2/c**2) (1)
L’ = L √(1 – v**2/c**2) (2)
donde L es la longitud de algún objeto en el vagón, una barra de acero por ejemplo.
Estas dos últimas ecuaciones son sorprendentes y constituyen la sólida base sobre la que descansa la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Incluso de aquí se deriva la que quizá sea la ecuación más famosa en la historia científica de la humanidad:
E = mc**2
Pero como la máxima velocidad que se puede alcanzar en el Universo es precisamente la de la luz, c, lo que en realidad representan las fórmulas (1) y (2) es que el tiempo transcurre más lentamente en el vagón y la longitud de los objetos en él se reduce en relación con la estación del ferrocarril, ya que claramente
(1 – v**2/c**2) es menor que 1
y, consecuentemente,
t’ menor que t
L’ menor que L
De aquí el nombre de teoría de la relatividad: el tiempo transcurre más lentamente en un vehículo en movimiento en relación con un ente estático, y las dimensiones de los objetos en aquél se reducen.
Si alguien no es capaz de emocionarse ante esta belleza del ingenio humano, que refleja fielmente la realidad del Universo, no será capaz de emocionarse ante nada... absolutamente nada.
sábado, 5 de enero de 2008
Ciencia no-ficción
En una ocasión, cuando trabajaba para IBM de México, el calendario trajo un puente laaargo-laaargo que comenzó el martes 14 de septiembre en la noche y terminó el lunes 20 del mismo mes en la mañana. Eran épocas que los grandes clientes aprovechaban para dar mantenimiento a sus monstruosos equipos o bien para la instalación de complicados sistemas. Este último fue el caso de una importante compañía de seguros, líder en su ramo.
Pues bien, el lunes del que hablo llegué temprano a la oficina y había una situación de emergencia bastante seria en dicha compañía, pues los americanos -de otra compañía- que habían venido ex profeso a la ciudad de México a instalar el complejo sistema prácticamente se quedaron paralizados desde el miércoles 15, pues la máquina se detenía abruptamente al arrancar el subsistema bajo el que corría su fementida aplicación. Los departamentos de hardware y software de IBM habían desfilado en su totalidad durante el largo puente sin mayores resultados: la maquinota seguía aplastada.
El representante de ventas de IBM me invitó a “echarle montón” de inmediato al problema haciendo acto de presencia en las instalaciones del cliente. Oye, le dije, pero si ya los departamentos enteros de hardware y software visitaron al cliente y no encontraron nada, lo más seguro es que el problema esté en la aplicación de los gringos y de nada servirá una visita adicional por más “especialista” que sea yo en el subsistema de marras. La situación es tan grave, me respondió, que si no ven siquiera preocupación de nuestra parte puede venir una demanda y hasta una cancelación de nuestro equipo.
Cuando llegamos a la localidad del cliente, los gringos estaban verdaderamente desesperados, amén de nuestros ingenieros de servicio que no hallaban qué hacer. Como el médico que llega a auscultar al paciente sin ser médico, tímidamente les solicité a los americanos que arrancaran su sistema, para lo cual, previamente, tenían que iniciar el subsistema de mi “especialidad”. Fija la mirada de los tres –dos gringos y yo- en la consola de la máquina, me indicaron: mira, aquí es donde se detiene el equipo y... ¡nada!, que el maquinón no les hace caso y sigue adelante como si nada. Me voltearon a ver los dos con ojos de plato y al unísono exclamaron: what did you do! Con toda honestidad les respondí: nothing, I swear! Me cortaron: well, it doesn’t matter, thanks a lot.
No transcurrieron ni dos minutos cuando el representante de ventas bajó de las oficinas del director para indicarme que éste quería platicar conmigo, y entonces tuvo lugar el siguiente diálogo de sordos:
- Mira –me dijo-, yo sé que en IBM se está muy a gusto y que el desarrollo que un ingeniero de sistemas tiene ahí es envidiable desde cualquier punto de vista...
- Yo no hice nada –respondí-, el sistema simplemente arrancó.
- ... sin embargo, el sector financiero tiene muchas prerrogativas que hace de sus empleados un sector privilegiado... –me ignoró.
- Yo no hice nada –insistí con mayor énfasis- ni siquiera los parámetros de definición he revisado.
- ... entre otros, los créditos hipotecarios, los préstamos, un aguinaldo muy por arriba de lo que marca la ley, y demás beneficios no monetarios –continuó con su soliloquio.
- De todas formas –continué yo con el mío-, algún problema debe existir porque las cosas no se arreglan así como así, por arte de magia, por lo que habrá que seguir revisando para ver dónde radica el problema.
- No me respondas ahora –concluyó-, yo sé que es una decisión difícil, sobre todo cuando se está en una organización de excelencia, como la tuya.
- Está bien –concluí por mi parte, estableciendo, por fin, un diálogo-, déjame pensarlo y yo te comunico mi decisión.
- Me daría mucho gusto que fuera afirmativa –finalizó.
Trabajé para IBM otros diez o quince años más.
Pues bien, el lunes del que hablo llegué temprano a la oficina y había una situación de emergencia bastante seria en dicha compañía, pues los americanos -de otra compañía- que habían venido ex profeso a la ciudad de México a instalar el complejo sistema prácticamente se quedaron paralizados desde el miércoles 15, pues la máquina se detenía abruptamente al arrancar el subsistema bajo el que corría su fementida aplicación. Los departamentos de hardware y software de IBM habían desfilado en su totalidad durante el largo puente sin mayores resultados: la maquinota seguía aplastada.
El representante de ventas de IBM me invitó a “echarle montón” de inmediato al problema haciendo acto de presencia en las instalaciones del cliente. Oye, le dije, pero si ya los departamentos enteros de hardware y software visitaron al cliente y no encontraron nada, lo más seguro es que el problema esté en la aplicación de los gringos y de nada servirá una visita adicional por más “especialista” que sea yo en el subsistema de marras. La situación es tan grave, me respondió, que si no ven siquiera preocupación de nuestra parte puede venir una demanda y hasta una cancelación de nuestro equipo.
Cuando llegamos a la localidad del cliente, los gringos estaban verdaderamente desesperados, amén de nuestros ingenieros de servicio que no hallaban qué hacer. Como el médico que llega a auscultar al paciente sin ser médico, tímidamente les solicité a los americanos que arrancaran su sistema, para lo cual, previamente, tenían que iniciar el subsistema de mi “especialidad”. Fija la mirada de los tres –dos gringos y yo- en la consola de la máquina, me indicaron: mira, aquí es donde se detiene el equipo y... ¡nada!, que el maquinón no les hace caso y sigue adelante como si nada. Me voltearon a ver los dos con ojos de plato y al unísono exclamaron: what did you do! Con toda honestidad les respondí: nothing, I swear! Me cortaron: well, it doesn’t matter, thanks a lot.
No transcurrieron ni dos minutos cuando el representante de ventas bajó de las oficinas del director para indicarme que éste quería platicar conmigo, y entonces tuvo lugar el siguiente diálogo de sordos:
- Mira –me dijo-, yo sé que en IBM se está muy a gusto y que el desarrollo que un ingeniero de sistemas tiene ahí es envidiable desde cualquier punto de vista...
- Yo no hice nada –respondí-, el sistema simplemente arrancó.
- ... sin embargo, el sector financiero tiene muchas prerrogativas que hace de sus empleados un sector privilegiado... –me ignoró.
- Yo no hice nada –insistí con mayor énfasis- ni siquiera los parámetros de definición he revisado.
- ... entre otros, los créditos hipotecarios, los préstamos, un aguinaldo muy por arriba de lo que marca la ley, y demás beneficios no monetarios –continuó con su soliloquio.
- De todas formas –continué yo con el mío-, algún problema debe existir porque las cosas no se arreglan así como así, por arte de magia, por lo que habrá que seguir revisando para ver dónde radica el problema.
- No me respondas ahora –concluyó-, yo sé que es una decisión difícil, sobre todo cuando se está en una organización de excelencia, como la tuya.
- Está bien –concluí por mi parte, estableciendo, por fin, un diálogo-, déjame pensarlo y yo te comunico mi decisión.
- Me daría mucho gusto que fuera afirmativa –finalizó.
Trabajé para IBM otros diez o quince años más.
viernes, 4 de enero de 2008
Cómo "gané" el maratón de Boston
Ya tuve oportunidad de relatar con anterioridad mi participación, en 1985, en el maratón de Nueva York, precedida ésta por las que tuve en las primeras dos versiones del maratón de la ciudad de México, en 1983 y 1984. Pues bien, aunque en el primero de éstos e inicial de mi trayectoria hice un papel decoroso con un tiempo de cuatro horas y un minuto, el segundo constituyó un desastre, no sólo porque lo corrí prácticamente sin ninguna preparación previa, como medianamente lo había hecho con el primero, sino por la humillación de que fui objeto por parte de una gacela que, según yo, constituiría el impulso que necesitaba para cruzar la meta. Me explico.
Años antes había conocido por intermediación de un amigo a una bella corredora chilena, que resultó ser hermana de la famosa baladista Anamía, hermosa también aunque no tanto como aquélla. Para quienes vivieron la época, ya imaginaran el portento de mujer al que me refiero. No la vi más que unas pocas veces en el lago mayor de la segunda sección del bosque de Chapultepec, pues mi amigo, gay, la acaparaba como compañera ideal para el trote.
No se necesita mucha imaginación para comprender lo que una aparición semejante representó para un irresponsable y exhausto “competidor” a mitad de un maratón al que sin mayor reflexión se inscribió: la inspiración más que necesaria para cruzar orgullosamente acompañado la meta. Durante el trayecto no cesaban las aclamaciones que el público nos dirigía: “vamos preciosa, tú puedes”, “qué buena estás, mamacita”, “por ti, me dejaría arrastrar al fin del mundo”, y cosas parecidas, que nosotros correspondíamos con amables sonrisas. Sin embargo, yo, que cuando la vi inicialmente sentí la misma ternura, no aguanté el paso, ella se desesperó y se despidió gentilmente. Cuando la perdí de vista, completamente agotado, empecé a caminar y se puede decir que así llegué a la meta un par de horas después. Mi tiempo: cuatro horas con 45 minutos. Mi estado: deplorable, a punto del colapso. Mi orgullo: devastado. Le pedí a mi familia media hora para recuperarme, ahí tirado a media calle y temiendo, de verdad, sufrir un desvanecimiento.
Quedó tan herido mi ego que después de Nueva York y con un poco más de entrenamiento corrí Berlín en octubre de 1987 en un tiempo de tres horas y cinco minutos, lo que automáticamente me calificó para Boston en abril de 1988, ya con un entrenamiento mucho más formal y una inquebrantable disciplina, que me llevó incluso a tener mi última sesión fuerte de preparación (25 km) en Buenos Aires, donde se celebraba la convención anual de IBM, compañía para la que trabajaba. Corrí del hotel Sheraton al estadio del River y de regreso. Cuando salí, a las cinco de la madrugada, llegaban al hotel todos mis compañeros de trabajo de la farra de la noche anterior.
Regresé a la ciudad de México, hice mi última sesión de repeticiones (un kilómetro a máxima velocidad alrededor de la pista del Centro Deportivo Olímpico Mexicano por 400 metros de trote, diez veces) bajo la escrupulosa mirada de mi entrenador, y volé a Boston. Mi objetivo: tres horas.
El lunes 18 de abril de 1988, Día del Patriota, en el kilómetro 30 marcaba yo un tiempo de dos horas exactas, aproximadamente cuatro minutos por kilómetro, y sin haber detenido mi marcha ni para tomar una sola gota de agua con el objeto de no perder tiempo. Mi euforia era total, aunque en la parte final del trayecto, es sabido, uno disminuye ligeramente su paso. Aun así, al final del recorrido el cronómetro oficial marcaba 2 horas, 53 minutos y 43 segundos.
Es increíble lo que el amor... por uno mismo puede hacer.
Después de Boston, no volví a correr otro maratón.
Años antes había conocido por intermediación de un amigo a una bella corredora chilena, que resultó ser hermana de la famosa baladista Anamía, hermosa también aunque no tanto como aquélla. Para quienes vivieron la época, ya imaginaran el portento de mujer al que me refiero. No la vi más que unas pocas veces en el lago mayor de la segunda sección del bosque de Chapultepec, pues mi amigo, gay, la acaparaba como compañera ideal para el trote.
No se necesita mucha imaginación para comprender lo que una aparición semejante representó para un irresponsable y exhausto “competidor” a mitad de un maratón al que sin mayor reflexión se inscribió: la inspiración más que necesaria para cruzar orgullosamente acompañado la meta. Durante el trayecto no cesaban las aclamaciones que el público nos dirigía: “vamos preciosa, tú puedes”, “qué buena estás, mamacita”, “por ti, me dejaría arrastrar al fin del mundo”, y cosas parecidas, que nosotros correspondíamos con amables sonrisas. Sin embargo, yo, que cuando la vi inicialmente sentí la misma ternura, no aguanté el paso, ella se desesperó y se despidió gentilmente. Cuando la perdí de vista, completamente agotado, empecé a caminar y se puede decir que así llegué a la meta un par de horas después. Mi tiempo: cuatro horas con 45 minutos. Mi estado: deplorable, a punto del colapso. Mi orgullo: devastado. Le pedí a mi familia media hora para recuperarme, ahí tirado a media calle y temiendo, de verdad, sufrir un desvanecimiento.
Quedó tan herido mi ego que después de Nueva York y con un poco más de entrenamiento corrí Berlín en octubre de 1987 en un tiempo de tres horas y cinco minutos, lo que automáticamente me calificó para Boston en abril de 1988, ya con un entrenamiento mucho más formal y una inquebrantable disciplina, que me llevó incluso a tener mi última sesión fuerte de preparación (25 km) en Buenos Aires, donde se celebraba la convención anual de IBM, compañía para la que trabajaba. Corrí del hotel Sheraton al estadio del River y de regreso. Cuando salí, a las cinco de la madrugada, llegaban al hotel todos mis compañeros de trabajo de la farra de la noche anterior.
Regresé a la ciudad de México, hice mi última sesión de repeticiones (un kilómetro a máxima velocidad alrededor de la pista del Centro Deportivo Olímpico Mexicano por 400 metros de trote, diez veces) bajo la escrupulosa mirada de mi entrenador, y volé a Boston. Mi objetivo: tres horas.
El lunes 18 de abril de 1988, Día del Patriota, en el kilómetro 30 marcaba yo un tiempo de dos horas exactas, aproximadamente cuatro minutos por kilómetro, y sin haber detenido mi marcha ni para tomar una sola gota de agua con el objeto de no perder tiempo. Mi euforia era total, aunque en la parte final del trayecto, es sabido, uno disminuye ligeramente su paso. Aun así, al final del recorrido el cronómetro oficial marcaba 2 horas, 53 minutos y 43 segundos.
Es increíble lo que el amor... por uno mismo puede hacer.
Después de Boston, no volví a correr otro maratón.
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