Cuando de la adversidad surge la dulzura
“... el servidor de los Once (magistrados encargados de la policía de las prisiones y de hacer ejecutar la sentencia de los jueces) entró casi en aquel momento y aproximándose a él, dijo: Sócrates, no tengo que dirigirte la misma reprensión que a los demás que han estado en tu caso. Desde que vengo a advertirles, por orden de los magistrados, que es preciso beber el veneno, se alborotan contra mí y me maldicen; pero respecto a ti, desde que estás aquí, siempre me has parecido el más firme, el más dulce y el mejor de cuantos han estado en prisión; y estoy bien seguro de que en este momento no estás enfadado conmigo y que sólo lo estarás con los que son la causa de tu desgracia, y a quienes tú conoces bien. Ahora, Sócrates, sabes lo que vengo a anunciarte; recibe mi saludo y trata de soportar con resignación lo que es inevitable. Dicho esto, volvió la espalda, y se retiró derramando lágrimas. Sócrates, mirándole, le dijo: Y también yo te saludo, amigo mío, y haré lo que me dices. Ved –nos dijo al mismo tiempo- qué honradez de este hombre; durante el tiempo que he permanecido aquí, me ha venido a ver muchas veces; se conducía como el mejor de los hombres, y en este momento ¡qué de veras me llora! Pero, adelante, Critón, obedezcámosle de buena voluntad, y que me traiga el veneno si está machacado, y si no lo está que él mismo lo machaque.”
Platón / Diálogos (Colección “Sepan cuántos...” Editorial Porrúa, S.A.) Fedón o del alma, p. 430.
Ignoro por qué este
pasaje trajo a mi memoria una época en la que mi vida emocional caía
inexorablemente en un abismo a mediados de la década de los 70 del siglo
pasado. Había pasado de un fracaso profesional a varios más en sucesión,
curiosamente después de haberme distinguido como el mejor estudiante de México
en mi licenciatura. Cuando le hice notar esta circunstancia a mi madre y la
necesidad de la atención de un sicólogo que ayudara a remediar mis males, ella,
con naturalidad, me dijo que yo no requería de la atención de ningún sicólogo
sino de un siquiatra.
Fue así como me enrolé en una terapia de grupo que dirigía una siquiatra que todavía recuerdo nítidamente. En estos grupos, como es sabido, se vale mentar madres y agredir a quien se le dé a uno la gana. Ahí “departíamos” la damita a la que el amante trataba con la punta del zapato y que todas las mañanas de los lunes a las siete de la madrugada nos deprimía con sus llantos de mujer engañada; un tipo bastante estúpido que hacía desesperar a todo mundo; la edecán de una oficina pública que se sentía obligada a ir a la cama con un subsecretario de Estado que le daba asco y por lo que se había visto obligada a abortar en más de una ocasión; el nieto de un general revolucionario que cachó a su mamá poniéndole el cuerno al padre cuando él era niño; un judío de clase alta que se daba sus “pasones” con la esposa en eróticas sesiones de hartazgo; una siquiatra recién graduada a la que no le quedaba de otra más que autoanalizarse y a la que el esposo engañaba; una lesbiana con muchos pantalones y una sufrida relación, y yo. También teníamos sesión los miércoles a la misma hora, con el aperitivo de la damita volviéndonos a deprimir.
Huelga decir que
las más cabronas eran la compañera siquiatra y la lesbiana. Yo lo era también
cuando lograba salir de mi “enconchamiento”. El día que el tipo bastante
estúpido decidió retirarse del grupo casi nadie lo peló, especialmente las dos
que menciono, que lo atacaban frecuentemente. Yo tuve que aguantarme la pena
ajena, quizá porque reconocía algo de mi inseguridad en la de él, aunque
también lo detestara.
Sin embargo, después
de nueve meses en el grupo -periodo bastante sintomático pero no escogido por
mí a propósito-, reconocí que la ayuda que no pudiera yo mismo proporcionarme
nadie más me la daría. Si esto fue algo que la misma terapia me hizo ver, lo
desconozco, aunque honestamente lo dudo. No obstante, cuando dije, curándome en
salud y sobre todo para que los otros no me atacaran, que no aceptaría
chantajes de ninguna índole y que me largaba porque me largaba, lo que más me
impresionó al terminar mi perorata fue escuchar a las dos cabronas, sin poder
contener el llanto y una después de la otra, increparme por insensible y
decirme que no lo tomara como chantaje pero que en verdad lamentaban mi
partida.
Se comprenderá que, como Sócrates, haya quedado hondamente conmovido, lo que no impidió que apurara la cicuta de mi marcha.

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