Mi tía Lupe salió despavorida de su casa en Niza 27, colonia San Álvaro, en la delegación Azcapotzalco del Distrito Federal, seguida de sus hijos, mis primos, y se dirigió a casa de su hermana Eva, mi madre, en Allende 196, colonia Clavería, en la misma demarcación. Como todavía no tenía teléfono, fue lo primero que se le ocurrió ante tamaña urgencia, pero tan fácil que hubiera sido que parara en el estanquillo de la esquina para marcarle a su condescendiente, quien ya lo poseía desde el año anterior, o detenerse en uno público de alcancía y por un módico veinte comunicarle noticia de tan extrema gravedad. Consideró que un asunto de tal envergadura no podía comunicarse más que de frente.
Un trayecto que normalmente tomaba alrededor de quince minutos, lo cubrieron ellos en la mitad, y la alarma en casa fue mayúscula al abrirles la puerta y contemplarlos sudorosos y con el terror dibujado en sus rostros.
- ¿Qué pasa, comadre? -atinó a preguntar mi padre alarmadísimo.
- Compadre, ¡acaban de asesinar a Kennedy en Dallas! -exclamó mi tía con incontenible emoción.
Mi padre, que hasta un retrato autografiado de Jackie Kennedy con sus hijos tenía colgado en su estudio, obtenido por intermediación de la asistente personal de la Primera Dama en la visita que la pareja hizo a México, quedó estupefacto, y con él, todos nosotros: Eva, mis hermanos y yo.
- Esto es el fin -balbuceó mi madre, siempre tan bien informada-, pues no se entiende más que como una venganza de Krushev por lo de los misiles desplegados en Cuba el año pasado, que Kennedy les obligó a retirar, o de Castro por el atentado fallido contra su vida, abortado en Bahía de Cochinos.
La fecha, 22 de noviembre de 1963, aniversario de bodas 19 de Nico y Eva, mis padres, pero ¿a qué viene todo esto? Pues a que, de no haber habido otro medio, Lupe nos hubiera dado la noticia con señales de humo, en cambio, en la actualidad, mis padres se hubieran enterado del asesinato aun antes de que ocurriera, literal.
Quién sabe a dónde nos estén llevando tanta inmediatez y tecnología, pero les juro que hace sesenta años, siendo chiquillos, no nos aburríamos, muy a pesar de no contar con computadoras, Internet, videojuegos, móviles, sino sólo con una televisión limitada a tres canales y con una programación misérrima durante pocas horas al día, comparada con los cientos de canales 24/7 de ahora. Nos divertíamos jugando un tochito o una cascarita, o manejando diestramente el yoyo, el balero, el trompo, el diábolo, el aro y las canicas; o practicando el burro castigado, los peligrosos caballazos, las no menos espeluznantes coleadas y las deliciosas y eróticas cebollitas. O los hoyos. O compitiendo en carreteritas, impulsando pequeños cochecitos diseñados por nosotros mismos con ligeros golpecitos del cordial apoyado en el pulgar en una pista pintada en el pavimento con gis. O la rayuela, que diría Julio Cortázar. O a brincar la reata. O a excavar cuevas en la arena abandonada en la construcción de al lado. O a andar en bici. O a disfrutar de los columpios, subibajas, volantines, argollas, pasamanos y palo “encebado” del parque de la vuelta. O, ya más en el salón, jugos de mesa como las damas chinas y de apuesta, como el 7½ de la baraja española, en el que la voz cantante era la de la tía Chabela.
Y me cae que todo esto es sólo una mínima muestra de cómo nos la pasábamos de lo lindo hace sesenta años sin tele ni compu ni cel ni videojuegos ni red. En cambio, hoy en día, la primera señal de vida de un neonato es un whatsapp enviado al ginecólogo mediante un móvil integrado al mutante, donde también guarda una historia en Instagram con su proceso de gestación. A ese punto de enajenación hemos llegado.
Y esto, para no hablar de los ingentes problemas económicos, políticos y sociales -principalísimamente el del envenenamiento del planeta- que agobian a la humanidad. De veras, no creo que nos queden más de cien años, y me estoy yendo largo.
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