La microbióloga francesa Emmanuelle Charpentier se dedicó siempre al estudio de las bacterias -especialmente Estreptococo pyogenes, causante por igual tanto de enfermedades inocuas como mortales- con el afán de producir fármacos para mejor combatirlas. Fue así que, por auténtica serendipia, dio el primer paso para un descubrimiento sorprendente por sí mismo: si un virus infectaba a dicha bacteria y ésta sobrevivía, la E. pyogenes era capaz de copiar código del virus invasor e incorporarlo a su propio genoma, generando con ello un mecanismo de defensa la próxima vez que el virus la invadiera, pues con este mecanismo era capaz de neutralizarlo mediante cortes con “tijeras” genéticas. Y esto ocurría no con una bacteria en particular, sino con una amplia variedad de ellas.
Insisto, esto constituía una maravilla de la naturaleza per se, pero otra científica norteamericana, por su lado, la bioquímica Jennifer Doudna, llevaba a cabo investigaciones con un mecanismo conocido como interferencia de ARN que formaba parte esencial de este fenómeno de autoinmunidad, y uniendo lo que las dos científicas estaban investigando, llegaron a una herramienta genética que les permitió plantearse una pregunta única en la historia de la ciencia: ¿se puede controlar este instrumento genético para cortar el ADN en una ubicación determinada por los investigadores? La respuesta es ampliamente conocida.
Es así como se emplea ya para la mejora de cultivos, por ejemplo, o para la cura de enfermedades graves o, en un caso extremo, delicado y con implicaciones éticas, para la edición del código genético con la finalidad de “mejorar” los caracteres hereditarios. Las dos primeras cosas, insisto, ocurren ya, y la tercera sería (es) muy probable en manos poco escrupulosas, por lo que es urgente regular al respecto.
Esta historia es descrita magistralmente en el libro de divulgación científica El código de la vida / Jennifer Doudna, la edición genética y el futuro de la especie humana (Penguin Random House, mayo de 2021), de Walter Isaacson, y lo hace con toda su saga de intrigas, conflictos, envidias y hasta vilezas entre científicos. El solo hecho de que el autor del libro, norteamericano, se decante en el título únicamente por su paisana Doudna nos dice ya bastante, aunque, hay que decirlo, ya en el texto las trate por igual, como merecedoras, ambas, del Premio Nobel de Química 2020 por sus increíbles descubrimientos y creaciones.
Leer el libro y escribir sobre el tema, después de estudiarlo cuidadosamente, provoca casi tanta emoción como el de las galardonadas mismas al hacer sus investigaciones, aunque he de reconocer que éste se me dificultó un poco más por estar yo más familiarizado con los textos de divulgación en matemáticas y física (clásica y cuántica).
Es difícil imaginar los ejércitos de científicos que se encuentran detrás de todo gran descubrimiento, como éste. Por lo mismo, no es sorpresa enterarnos de los celos y hasta pleitos legales entre ellos, y cómo no, con tanto en juego de por medio: reconocimiento, fama, prestigio, premios y registro de patentes que se traducen en millones de dólares y euros para ellos y las universidades a las que pertenecen y los patrocinan, pero, sobre todo, para los laboratorios que las adquieren. Esta es quizá la parte mezquina del asunto, en la que todo se enturbia con un tufo pestilente, pues, a final de cuentas, a esto sólo tendrán acceso los más ricos.
Lo relevante, en todo caso, es el progreso de la ciencia y la participación cada vez más activa de la mujer en ella, y aquí se demuestra fehacientemente con las dos que lograron este avance sin igual en la historia de la humanidad.
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