La felicidad, dicen, se puede adquirir de tres formas: la primera, interna al individuo, mediante el manejo de los neurotransmisores (serotonina, dopamina, oxitocina) y un agente que los regule, como los antidepresivos, por ejemplo. La segunda, al contario, externa al individuo, y en la que el agente podría estar representado por un proyecto de vida, algo que le diera sentido a la existencia. Paradoja de paradojas: darle sentido a algo tan sinsentido como la existencia, pues si realmente creemos que somos producto de un diseño inteligente y que estamos llamados a cumplir una misión única en el universo, estamos jodidos. El planeta Tierra desaparecerá sin dejar huella, sin que ese universo lo resienta y el que se seguirá expandiendo ad infinitum por toda la eternidad. Qué Dios ni qué nada. El único dios verdaderamente bueno y misericordioso en el que yo creo, no es dios, es diosa: la muerte. Todo el que ha padecido esta vida, aunque sólo sea por el simple hecho de haber nacido, ya se ganó el privilegio de acceder a ese paraíso, ayuno en absoluto de toda forma de sufrimiento.
La tercera forma de la felicidad, claramente diferenciada de las dos anteriores, no es ni interna ni externa al individuo, algo así como el budismo, en el que se renuncia al anhelo, por un lado, y a la mortificación, por el otro. O como mejor lo diría mi amado Schopenhauer: querer no querer (ya sé que elogio en boca propia es vituperio, pero les recomiendo el siguiente escrito de mi autoría, en él se aclara todo: http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2014/07/schopenhauer-filosofo-maldito.html).
La ingeniería biológica, puramente orgánica, se asocia a la capacidad que ya tiene el humano de modificar genéticamente seres vivos. En la actualidad, primordialmente animales, pero nadie se rasgaría las vestiduras negando que se esté intentando o se haya hecho algo ya, mucho o poco, con los sapiens.
Los cyborgs, en contrapartida, están siendo algo bastante común: parte orgánica y parte inorgánica. La inmensa mayoría del género humano, con su adminículo favorito e imprescindible, el celular, lo es ya, así como lo es también alguien con un marcapasos o con una prótesis de cualquier tipo, sean éstas extremidades artificiales accionadas a voluntad o implementos parecidos. Pero lo que depara ese futuro es realmente sorprendente e intimidante, como la posibilidad de inyectar microprocesadores nanoscópicos en el organismo que se encarguen de revertir el proceso de envejecimiento en el ser humano, así como de prevenir cualquier enfermedad que éste potencialmente pudiera adquirir. Todo ello, junto a la anteriormente mencionada ingeniería biológica, con el único propósito de convertir a alguien en “amortal”, que no inmortal, pues todavía se podría sufrir un accidente y morir, lo cual no dejaría de ser tentadoramente incapacitante, ya que uno evitaría en automático cualquier situación de riesgo y el placer que ello pudiera representar. Adicionalmente, una muerte accidental en estas circunstancias sería infinitamente más dolorosa para los seres queridos, no como ahora, en que todos nos asumimos mortales. Pero, además, me pregunto yo, quién querría vivir eternamente en este chiquero. ¡Qué horror!
Finalmente, qué hay de los seres puramente inorgánicos que estamos procreando con, entre muchas otras cosas, la inteligencia artificial. ¿No será que en un futuro no muy lejano éstos tomen el control de la situación una vez habiéndose desecho de los sapiens? Quizá estaríamos entonces ante lo que los físicos llaman una singularidad. La anterior tuvo lugar hace miles de millones de años y la conocemos científicamente como big bang.
Que por qué traigo a colación todo esto. Simplemente porque acabo de finalizar el esplendoroso libro de Yuval Noah Harari, Sapiens, donde se discuten mucho más a detalle las ideas anteriores. Los agregados son absolutamente mi responsabilidad.
Nuevamente, ¡gracias, Yuval!
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