Por aquel entonces me preparaba con
denuedo para correr el maratón de Berlín mes y medio después, el domingo 4 de
octubre, después de haber participado decorosamente en el de Nueva York un par
de años antes. Entrenaba todos los días, excepto, precisamente, los lunes.
Además, como gozaba yo de las mieles de mi recuperada soltería, la semana
anterior había acordado una cita para ir a comer con una hermosa chica de IBM,
Norma, al restaurante Los Arcos, en Polanco. Por ello, tengo doblemente marcada
tan indeleble fecha.
Como los lunes no entrenaba, me
levantaba alrededor de las seis de la mañana y encendía, como todos los días,
el radio para no sentirme tan solo, lo mismo que, con el mismo propósito, todas
las luces a mi alcance: obviamente las de la recámara y el baño, pero también
la del pasillo. Lo que me gustaba de la estación de radio que oía (Azul 89, en
el 88.9 de FM) es que a las siete, cuando salía yo de bañarme, daba comienzo un
programa conducido por una pareja de jóvenes, mujer y hombre, que sentía muy
cercana, pues todos los días la escuchaba. Por supuesto, el programa era de lo
más ligero y divertido.
Debido a las circunstancias concretas
por las que atravesaba (mi cita y el arduo entrenamiento para el maratón), me
levanté un poco nervioso y de malas esa mañana, después de una noche de no muy
buen dormir. Estado anímico que ni siquiera un buen baño pudo atemperar.
Cuando me arreglaba frente al espejo
después de ducharme, dio comienzo el mencionado programa radial. La chava,
entusiasta y alegre como siempre, empezó la transmisión lanzando al aire sus no
por conocidas menos amistosas palabras de todos los días:
- Qué tal amigos, ¿cómo están? Encantada
de saludarlos como todas las mañanas. Hoy es lunes 23 de agosto de 1987…
Enfurruñado como andaba, me volteé de
inmediato hacia el aparato y dije a voz en cuello:
- ¡Veinticuatro, pendeja, 24! –bien consciente
de la fecha que estaba yo.
- ¡Uy, está bien, está bien, 24… 24, qué
mal carácter! –¡me respondió ella al instante!
No daba crédito a lo que oía y me desternillaba
de la risa, yo solo, como loco, tirado en el piso y con el enfurruñamiento huyendo
lejos de mí. Cualquiera que me hubiese visto en ese momento hubiese dudado
seriamente de mis facultades mentales.
Los chavos siguieron adelante con su
programa como si nada, pero a mí me llenó de una alegría tal que me dio hasta
para resultar simpático en mi cita con Norma y hacer un papel más que decoroso
en el maratón de Berlín, que me calificó para el de Boston al año siguiente.
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