La semana pasada me fui con Elena a la Ciudad de México. Uno de los propósitos era celebrar la exitosa culminación de mi radioterapia contra el cáncer en algún buen restorán de la megalópolis. Aunque estuvimos ahí desde el martes, decidimos posponer el ágape hasta el jueves y escogimos para el efecto el comedero Les Moustaches, situado en la calle Río Sena de la colonia Cuauhtémoc en la delegación del mismo nombre. La mañana de ese día nos encaminamos hacia Reforma a través de la mencionada arteria, Río Sena, y lo que siempre ha llamado poderosamente nuestra atención es la serie de puestos callejeros de comida rápida que se ubican justo antes llegar a la avenida más importante del país. No se puede dar un paso literalmente sobre la acera debido a la ingente cantidad de comensales que saturan el espacio desde la hora del desayuno. Nos detuvimos justo antes llegar a Reforma en el último puesto de la enorme hilera, uno de tamales, mi debilidad desde siempre, y, por primera vez en la vida, me atreví a ordenar una guajolota, sí, sí, sí, una torta de tamal y un jugo de naranja. Elena no se atrevió a tanto, pues se conformó con el tamal simple y un vaso de atole. ¡Dios mío, qué delicia!, de lo que me había perdido en la vida.
Pero, insisto, lo que sorprende es que uno pueda encontrar esos lugares justo enfrente de la suntuosa notaría de Ignacio Morales Lechuga -a no más de veinte metros cruzando la calle-, el mismo que le notarió sus bienes inmuebles al celebérrimo Carlos Loret de Mola; o a media cuadra del referido Les Moustaches, o a una cuadra de la embajada de los EU, o a cuadra y media del hotel donde nos hospedamos.
En fin, en la nochecita, con la guajolota todavía glugluteándome en las tripas, nos encaminamos hacia uno de los mejores restoranes, si no es que el mejor, en que he estado en mi vida: Les Moustaches. Qué comida, qué servicio, qué música ambiental en vivo de su habilidoso pianista. Aunque no hayamos coincidido en esta ocasión con su dueño, nuestro amigo Luis Gálvez, la atención no desmereció en lo más mínimo. Nos hicieron llegar primeramente dos pequeñas jarritas con un capuchino de lentejas delicioso y sendas copas de casis cortesía de la casa. Ordenamos, para compartir, unos suculentos ostiones Roquefeller, y Elena se decidió por un filete en salsa Roquefort y yo por un pato Grand Marnier, acompañados ambos por un Cune Crianza de primera. Concluimos la velada compartiendo un soufflé Grand Marnier y un café irlandés para mí, acompañados por las incomparables galletitas de chabacano cortesía también de la casa. Después de las terribles dietas médicas que me hicieron pasar, la guajolota y el festín recién descrito apenas las compensaron.
Pero, decía, llegamos desde el martes, y lo primero que hicimos ese día, después de almorzar, fue encaminarnos a la Torre BBVA para dejar en recepción sendos simbólicos obsequios para mi amigo Eduardo Osuna Osuna, director general del banco y vicepresidente del consejo de administración, y para su asistente, Rocío García Torres, prometidos desde el año pasado y jamás entregados. Y de aquí, también a pie, al lobby bar del Camino Real en Mariano Escobedo para disfrutar de unas cervezas y un partido de la Champions en su pantalla gigante. La noche la aprovechamos para cenar en El Bajío de Reforma 222.
El día siguiente, miércoles, tuvimos nuestra comida anual con ex compañeros míos de IBM en el restorán Prendes -totalmente Palacio- de Moliere, un sitio de primera. En esta ocasión contamos con la presencia de los mismos de hace un año, Patricia Jarquín y Antonio Moreyra, a los que se sumó Verónica Villegas, que tenía años de no ver. Amistades, todas, de hace casi cinco décadas y que terminamos reunidas en el soberbio departamento de Moreyra en Polanco para disfrutar de unos sabrosos carajillos y unos aún más sabrosos chismes.
El día jueves es el que relato al principio y en el que, posterior a la guajolota y previo al Les Moustaches, emprendimos la marcha, caminando, al Zócalo capitalino para disfrutar de unas bebidas en el bar del restorán El Mayor, justo enfrente del Templo Mayor, y donde López Obrador organizó hace no mucho las reuniones de avenencia entre los miembros de su tribu cuando estos se le estaban saliendo de madre.
Como verán, amamos entrañablemente al terruño, bien que se lo merece.
Pero el viernes, back to reality.