Suelo reseñar libros que leo en escritos como éste, sin embargo, yo siento que no son del interés de las mayorías porque tal vez ni a mí me guste el género, pero más que nada creo que al lector de mis opúsculos de entrada no le atraigan porque da por descontado que no tendrá el tiempo requerido para embarcarse en una lectura prolongada del libro que refiero, de aquí los proverbiales bajos índices de lectura del mexicano. Yo mismo me reconozco como un lector tardío, pues no leí mi primer libro, Navidad en las montañas, de Ignacio M. Altamirano, sino hasta bien entrada mi adolescencia, y eso, obligado por mi maestro de segundo de secundaria, siendo ya un lagartón de catorce años de edad. El segundo, La Gaviota, de Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber), también por obligación de nuestro maestro de literatura al año siguiente. No entendía yo cómo siendo algo tan divertido, apenas alcanzaba dos libros a edad tan avanzada.
El juego y el estudio me mantuvieron en este tenor, ya que era yo el clásico “matadito” que se dedicaba a machetearle la mayor parte del tiempo. Así, el tercer libro que recuerdo, también por imposición del maestro de sicología de ¡tercero de prepa!, La vida inútil de Pito Pérez, de José Rubén Romero, vino a engrosar mi vasta cultura literaria, siendo ya casi un veinteañero, ¡qué vergüenza! Fue hasta que entré a la UNAM en 1969 cuando comencé a leer por gusto, empezando nada menos que con Cien años de Soledad, de Gabriel García Márquez, y siguiendo con Papillon, de Henri Charrière, y, por amplia recomendación de mi madre, El Padrino, de Mario Puzo. Insistía en recriminarme cómo siendo algo tan deleitoso no le dedicaba yo más tiempo. La respuesta seguía siendo el estudio, pues lo matado se me exacerbó, y la escasez de numerario. Lejos estábamos de los libros electrónicos y los de papel toda la vida han sido caros. Así que únicamente alcanzaba para los de cálculo, geometría analítica y álgebra, que me refinaba yo de pasta a pasta.
Cuando entré a trabajar a IBM en 1975, la cosa cambió: tuve ya el dinero suficiente para comprar cuanta colección de clásicos se vendía en los supermercados, y pian pianito, pero los leía. La obsesión actual me viene de unos treinta años a la fecha. Así, hace diecisiete, ya nacionalizado leonés, empecé a llevar un registro riguroso de cuanto leo en el año y lo registro al final de la agenda correspondiente. Nada más ajeno a mí que la vanidad y la presunción, pues además, qué podría yo presumir comparado con eruditos voraces que lo han leído todo, me entienden, to-do. Ante ellos, mis 367 volúmenes o 22 por año en promedio durante poco más de década y media son despreciables, aunque, eso sí, incluyen los más diversos géneros y todos los tópicos: novela, cuento y poesía, y ensayos sobre ciencia y filosofía, historia y sociología, economía y finanzas.
Mi única intención es destacar una disciplina de dos horas o veinte páginas de lectura al día durante todo el año. De esta forma acumularemos 7,300 páginas al año, equivalentes a ¡más de dieciocho volúmenes de cuatrocientas páginas cada uno, sí, en un año! Y no se vale poner pretextos de calidad vs cantidad, falta de tiempo y premuras económicas, pues hoy en día se pueden adquirir los mejores libros a precios muy accesibles al instante. En cuanto al tiempo, aprovechen hasta el que dedican a sus actividades más personales para leer.
No se imaginan ustedes lo en deuda que está mi cultura con mi inveterada constipación: una hora en la mañana y otra más por la noche.
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