Al
doctor Guillermo Torres Díaz, in memoriam.
Existe un viejo problema en matemáticas que los cerebros más brillantes del mundo han tratado de dilucidar con acuciosidad desde hace más de 162 años: la hipótesis de Riemann, quien la lanzó a la palestra en agosto de 1859. El enigma está relacionado con análisis complejo, lo que me llevó hace unos días a desempolvar mis notas universitarias sobre el particular, no con el afán de probar lo que parece imposible de tal empeño, sino porque desde hace varios años me ha apasionado el tema.
Tuve la inmensa fortuna de contar en la materia con el mejor profesor de mi vida, desde párvulos hasta mi diplomado en el Tec, y lo recuerdo con el mayor de mis respetos y mucho cariño. Doctorado por Princeton, tenía una forma de exponer sus clases que despertaban un entusiasmo y una fascinación inmediatos y que hacían desear que su cátedra no terminara nunca.
Resultado de lo anterior fueron esos apuntes que menciono, producto de tomar todos los detalles posibles del expositor y, regresando a casa, pasarlos en limpio, como el amanuense que transcribe el texto sagrado que el sabio plasmó en la pizarra. Fue así como se acumularon cerca de doscientos folios por las dos caras, es decir, ¡400 páginas! a lo largo de varios meses (1 de marzo a 2 de julio de 1970) y 35 lecciones (ver imagen adjunta). Con ello no quiero más que remarcar lo importante que es un buen maestro para despertar el máximo entusiasmo por una materia. Por supuesto que no ocurría lo mismo con las demás asignaturas, sólo ésta logró remover en mí pasión tal. Mi tesis profesional versó sobre el mismo tópico, aunque desgraciadamente no dirigida por dicha eminencia ni sobre la hipótesis de Riemann.
Cada una de las lecciones de este genio era un verdadero deleite. Lo que no expresaba gráficamente en el pizarrón lo hacía por medio de un movimiento suave de sus manos en el vacío, que lo llevaba a uno a imaginar la geometría que sus palabras y gestos sugerían, para enseguida preguntar a alguien en la audiencia: ¿no le emociona a usted todo esto? A lo que hubiera querido responder: “¡Síii!”, con toda mi alma, de haber sido yo el inquirido.
Una vez que demostró un teorema fundamental que
sólo ocurre en variable compleja y no en cálculo diferencial: si una función es
diferenciable una vez lo es infinitas veces (algo verdaderamente sorprendente),
añadió: “A estas funciones suele llamárseles derivables, diferenciables,
analíticas, regulares, enteras u holomorfas, ¿cómo prefieren ustedes que las
nombremos?”. Ante la avalancha de opiniones que, obviamente, elegían uno
cualquiera de los cinco primeros nombres inteligibles, él respondió
democráticamente: “Muy bien, las llamaremos entonces holomorfas”, el sexto, y
fin de la discusión, pues así se les conoce comúnmente en análisis complejo.
Si a alguno le interesa, la hipótesis de Riemann establece que todas los ceros de la función zeta se encuentran sobre la línea ½ real del plano complejo, y ¡ay de aquel que la demostrare!, pues se habrá hecho acreedor al millón de dólares que el Instituto Clay de Matemáticas (CMI, por sus siglas en inglés) establece para quien lo hiciere.
¡Mucha suerte!