En agosto de 1986 fui enviado por IBM de
México a una corta residencia de dos meses en el Centro Internacional de
Soporte Técnico (ITSC, por sus siglas en inglés) de Raleigh, ciudad capital de
Carolina del Norte. Yo quería tomar esta corta estancia como preámbulo a una
asignación más larga, de dos o tres años, poco tiempo después.
Temprano en la mañana de un día que
trabajaba frente a mi terminal en el proyecto que me había sido asignado, se me
acercó un colega de México que estaba ahí precisamente disfrutando de una de
esas estancias largas. De repente, como me ha ocurrido ya varias veces a lo
largo de mi existencia durante los últimos 60 años, empecé a atragantarme, sin
más. No es necesario que esté comiendo o bebiendo algo, pues a veces con el
solo pasó de saliva a través de mi garganta, la epiglotis comienza a hacer su
show. El individuo con el que platicaba no quiso saber más, hizo mutis y se fue,
lo mismo que el japonés que laboraba en una terminal junto a la mía, al que al
principio le llamó la atención mi ahogamiento, pero después, sin inmutarse,
continuó tecleando como si nada.
Ante el severo escándalo por mi
sofocación, fue llegando gente de otras oficinas hasta donde yo me encontraba,
haciendo las más diversas preguntas, que si había estado comiendo o bebiendo
algo, que si había tenido un ataque previo, y así por el estilo. La más
consternada y tierna de todos era la secretaria del Centro, que casi casi me
suplicaba que no me muriera. Todo el personal médico y de seguridad, así como
otros colegas, se habían apersonado ya para entonces en el lugar. Después de
tantos años, ya me sé la etiología de este padecimiento, aunque no por ello
resulta menos angustiante para mí. Lo primero que hago es ponerme de pie y llevar
mis manos con los dedos entrecruzados a la nuca tratando de jalar por la boca
la mayor cantidad de aire que pueda a mis pulmones a través del angosto canal
que queda para ello.
Siempre pasa, cuando ya sé que la
situación está bajo control, aunque aún respire con extrema dificultad, puedo
observar la cara de terror de la gente que me rodea y, en la medida de mis
posibilidades, procedo a darles ánimos, haciéndoles con las manos señales para
que se calmen o levantándoles los pulgares en señal de “éxito”. Sus rostros se
van distendiendo y, al final, respiran aliviados junto conmigo y comienzan las
inevitables sonrisas, cuando no las francas risas. La más feliz de todas en
aquella ocasión era la preocupada secretaria, que no cesaba de apapacharme por
haber vuelto a la vida.
Más tarde, cuando el director del Centro
se enteró de lo ocurrido, se preocupó mucho y le pidió a un colega dominicano
que me llevara al médico a 20 millas de ahí, donde se encontraban los
laboratorios de investigación de la compañía y me habían hecho una cita con un
médico especialista que ahí atendía. No hubo forma de decirle que ya no era
necesario y que, en todo caso, yo era capaz de conducir hasta ahí, pero el
director insistió. Obviamente, el galeno no tuvo mucho que decir ante mis
explicaciones y una somera revisión de mis vías respiratorias.
En la noche veraniega de aquel día
invité a mi amigo dominicano a que corriéramos alrededor del lago que se
encontraba cerca del complejo de departamentos donde residíamos.
- Estoy preocupado –le dije al antillano
mientras caminábamos hacia allá.
- ¿Por qué? –me inquirió solícito.
- Si alguna oportunidad tenía yo de
venir para acá dentro de unos años a residir por un periodo largo de tiempo, la
he perdido esta mañana con el show que ofrecí –le respondí.
- No digas eso, Raúl –agregó él con
total despreocupación-, acuérdate que este es el país de los discapacitados.
- ¡Hombre, qué gentil! –le dije, con no
fingida indignación-. Favor que me haces.
- ¡No, no, no, amigo! –respondió el
caribeño percatándose de su insensibilidad-. Me refiero a que esta es la tierra
de las oportunidades, independientemente de tu sexo, raza, preferencias
sexuales y… demás.
Fue un buen augurio, ya que cinco años y
medio más tarde, en diciembre de 1991, fui distinguido, por el mismo director
que se preocupó tanto por mí en el 86, como el mejor asignado del ITSC después
de más de dos de residir en Raleigh, entre ingenieros de todo el orbe: Francia,
Suecia, España, Japón, Venezuela, Argentina, Perú, Brasil, Alemania, Estados
Unidos, Inglaterra, Bélgica y más. Todo ello, a pesar de la “discapacidad” que
aún padezco hoy en día.
Por otra parte, me pregunto si Estados
Unidos seguirá siendo la generosa tierra de las oportunidades. Ojalá que sí y
que pronto salga de su actual pesadilla.
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