miércoles, 21 de agosto de 2019

Hándicap

En agosto de 1986 fui enviado por IBM de México a una corta residencia de dos meses en el Centro Internacional de Soporte Técnico (ITSC, por sus siglas en inglés) de Raleigh, ciudad capital de Carolina del Norte. Yo quería tomar esta corta estancia como preámbulo a una asignación más larga, de dos o tres años, poco tiempo después.

Temprano en la mañana de un día que trabajaba frente a mi terminal en el proyecto que me había sido asignado, se me acercó un colega de México que estaba ahí precisamente disfrutando de una de esas estancias largas. De repente, como me ha ocurrido ya varias veces a lo largo de mi existencia durante los últimos 60 años, empecé a atragantarme, sin más. No es necesario que esté comiendo o bebiendo algo, pues a veces con el solo pasó de saliva a través de mi garganta, la epiglotis comienza a hacer su show. El individuo con el que platicaba no quiso saber más, hizo mutis y se fue, lo mismo que el japonés que laboraba en una terminal junto a la mía, al que al principio le llamó la atención mi ahogamiento, pero después, sin inmutarse, continuó tecleando como si nada.

Ante el severo escándalo por mi sofocación, fue llegando gente de otras oficinas hasta donde yo me encontraba, haciendo las más diversas preguntas, que si había estado comiendo o bebiendo algo, que si había tenido un ataque previo, y así por el estilo. La más consternada y tierna de todos era la secretaria del Centro, que casi casi me suplicaba que no me muriera. Todo el personal médico y de seguridad, así como otros colegas, se habían apersonado ya para entonces en el lugar. Después de tantos años, ya me sé la etiología de este padecimiento, aunque no por ello resulta menos angustiante para mí. Lo primero que hago es ponerme de pie y llevar mis manos con los dedos entrecruzados a la nuca tratando de jalar por la boca la mayor cantidad de aire que pueda a mis pulmones a través del angosto canal que queda para ello.

Siempre pasa, cuando ya sé que la situación está bajo control, aunque aún respire con extrema dificultad, puedo observar la cara de terror de la gente que me rodea y, en la medida de mis posibilidades, procedo a darles ánimos, haciéndoles con las manos señales para que se calmen o levantándoles los pulgares en señal de “éxito”. Sus rostros se van distendiendo y, al final, respiran aliviados junto conmigo y comienzan las inevitables sonrisas, cuando no las francas risas. La más feliz de todas en aquella ocasión era la preocupada secretaria, que no cesaba de apapacharme por haber vuelto a la vida.

Más tarde, cuando el director del Centro se enteró de lo ocurrido, se preocupó mucho y le pidió a un colega dominicano que me llevara al médico a 20 millas de ahí, donde se encontraban los laboratorios de investigación de la compañía y me habían hecho una cita con un médico especialista que ahí atendía. No hubo forma de decirle que ya no era necesario y que, en todo caso, yo era capaz de conducir hasta ahí, pero el director insistió. Obviamente, el galeno no tuvo mucho que decir ante mis explicaciones y una somera revisión de mis vías respiratorias.

En la noche veraniega de aquel día invité a mi amigo dominicano a que corriéramos alrededor del lago que se encontraba cerca del complejo de departamentos donde residíamos.

- Estoy preocupado –le dije al antillano mientras caminábamos hacia allá.

- ¿Por qué? –me inquirió solícito.

- Si alguna oportunidad tenía yo de venir para acá dentro de unos años a residir por un periodo largo de tiempo, la he perdido esta mañana con el show que ofrecí –le respondí.

- No digas eso, Raúl –agregó él con total despreocupación-, acuérdate que este es el país de los discapacitados.

- ¡Hombre, qué gentil! –le dije, con no fingida indignación-. Favor que me haces.

- ¡No, no, no, amigo! –respondió el caribeño percatándose de su insensibilidad-. Me refiero a que esta es la tierra de las oportunidades, independientemente de tu sexo, raza, preferencias sexuales y… demás.

Fue un buen augurio, ya que cinco años y medio más tarde, en diciembre de 1991, fui distinguido, por el mismo director que se preocupó tanto por mí en el 86, como el mejor asignado del ITSC después de más de dos de residir en Raleigh, entre ingenieros de todo el orbe: Francia, Suecia, España, Japón, Venezuela, Argentina, Perú, Brasil, Alemania, Estados Unidos, Inglaterra, Bélgica y más. Todo ello, a pesar de la “discapacidad” que aún padezco hoy en día.

Por otra parte, me pregunto si Estados Unidos seguirá siendo la generosa tierra de las oportunidades. Ojalá que sí y que pronto salga de su actual pesadilla.


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