viernes, 28 de junio de 2019

Buena condición física, necesaria para todo

Cuando llegamos a las inmediaciones de la torre Eiffel, nos dimos cuenta de que estaba acordonada. Elena, los entonces niños Caro y Raúl, de 11 y 9 años de edad, respectivamente, y yo nos acercamos lo más que pudimos para ver lo que ocurría. Todo era provocado por un hombre de mediana edad que trepaba por una de las patas del monumento. El individuo se aproximaba al nivel del primer piso de la torre, a más de 50 metros sobre tierra firme, y era seguido en su loca aventura por cuatro o cinco bomberos tratando cautelosamente de darle alcance. No se permitía la entrada a los que estábamos fuera ni la salida a quienes se hallaban dentro de la majestuosa mole de acero.

Mientras tanto, el hombre continuaba su ascenso, y se veía que el bombero en punta iba hablándole y tratando de disuadirlo para que desistiera en su temerario empeño. Sin embargo, aquel no hacía caso y seguía escalando. Esto llevó varios minutos todavía, hasta que hubo llegado a los inicios del arco que ahí formaba la torre, se mantuvo en pie como pudo y se despojó de su saco, que poco después arrojó desde las alturas, ante el espanto de todos los que ahí nos encontrábamos, pues en un principio pensamos que era él quien se había lanzado. Al clamor de espanto de la multitud, siguió la carcajada de alivio al comprobar nuestro equívoco, pero pocos segundos después, el grito fue aterrador al ver “volar” al hombre, que fue a impactarse violentamente en el piso. Nadie, por supuesto, hubiera tolerado tal visión, pues enseguida se desvía la mirada a otra parte. Elena lloraba angustiada y los chavos, en su inocencia todavía, no atinaban a saber qué estaba ocurriendo, aunque obviamente se percataban de que alguien se había arrojado desde lo alto.

Los bomberos habían fallado en su heroico intento y descendían frustrados por donde habían llegado. Un reportero, micrófono en mano y ante las cámaras, entrevistaba al rescatista que había liderado a sus compañeros. Varios minutos después, el agente ministerial que llegó a dar fe de los hechos, levantó una punta del lienzo de papel aluminio que cubría el cadáver sobre el piso y, moviendo con horror la cabeza de un lado a otro, volvió a cubrir el cuerpo con la manta.


Cuando reabrieron las taquillas, Raúl se negó terminantemente a subir al mirador de la torre. Tal vez quería evitar que a él le fuera a ocurrir otro tanto. Apesadumbrados, emprendimos la retirada.

Al día siguiente, miércoles 30 de abril de 2003, refundida en la página 11 de LE FIGARO, fue publicada la siguiente nota anónima, Suicidio en la torre Eiffel, sobre un individuo no menos anónimo: “Un hombre se suicidó ayer aproximadamente a las 17 horas al saltar del primer piso de la torre Eiffel, después de haber franqueado la verja de protección del monumento. Este es el primer suicidio cometido en el año desde las alturas del monumento parisino.”. De la chaqueta de la que se despojó el individuo para evitar que esta quedara irreconocible entre sus restos y que muy probablemente contuviera su última voluntad y la explicación a muchos de los enigmas que rodeaban una, tal vez, muy triste vida, absolutamente nada se decía, pero lo que yo hubiera dado por tener acceso a ella.

No sé por qué este hecho me ha intrigado tanto a través de los últimos varios años. Quizá sea porque el hombre se veía atildado, muy probablemente hasta se haya bañado por la mañana e incluso recortado la barba. Casi seguro comió lo suficiente para acumular la energía que necesitó para escalar el monumento, amén del estudio cuidadoso durante días del entreverado de la estructura y de la base de concreto de la pata por la que subió para trazarse un plan de ataque, en fin.

Pero sobre todo me sorprendió su condición física, pues eso de escalar 50 metros con una pendiente casi de 90 grados requiere, si no de meses, sí de varias semanas de arduo entrenamiento.

Por ello opino que una buena condición física es necesaria para todo… hasta para morir. Por lo mismo, me mantengo en forma corriendo, uno nunca sabe.

martes, 18 de junio de 2019

Épico final

El Negro Sergio Calva, o, simplemente, el pinche Negro, era un compañero de trabajo regordete, muy muy moreno y simpatiquísimo. Como aperitivo, solía presentarse en mi oficina unos cinco minutos antes de la hora de la comida para sentarse a platicar conmigo, hasta que llegaba el momento en que yo, con elegante arabesco, veía mi reloj con mis cinco dedos empuñados y el meñique ligeramente levantado en dirección a su rostro: “Entonces qué, pinche Negro –le soltaba-, ¿a qué horas nos vamos a comer?”, y él, con idéntico ademán, respondía: “Cuando usted diga, pinche Perro”, que era como me llamaban a mí en aquellos remotos tiempos. Acto seguido, soltábamos los dos estentórea risotada y nos íbamos a comer.

Lo dejé de ver cotidianamente pues cada cual siguió después su rumbo, aunque viéndonos de vez en cuando. Fue así que asistimos, Elena y yo, al banquete posterior a la boda de su hija en la Hacienda de los Morales, que se casó con un australiano y se fue a vivir a Oceanía con él. A finales de 1999, el Negro y su esposa viajaron a Australia a visitar a su hija y festejar de paso la llegada del nuevo milenio y los 60 de vida de él, que celebraba el 2 de enero del 2000. Era casi una década mayor que yo, que cumplí los 50 precisamente en octubre del 99.

Para festejar todo ello, recién iniciado el nuevo año, se fue la familia entera a la famosísima  y hermosa Ópera de Sídney, de múltiples cúpulas y monumento insignia de la ciudad y quizá de Australia toda, a escuchar un concierto de música clásica. Estando así dispuestos y disfrutando del magnífico espectáculo, a Bety, la esposa del Negro, le pareció escuchar un leve ronquido de éste y, pensando que se había quedado dormido, se dispuso a levantarle la cabeza y colocarle su saco a manera de almohada, pero se asustó mucho al sentirlo totalmente inerte. De inmediato se dirigió a sus acompañantes para hacerles saber que algo estaba ocurriendo con Sergio.


Más rápido aún, comenzó el clásico siseo de gente molesta que exige compostura a los impertinentes que se atreven a interrumpir tan solemne evento, para enseguida dar cabida a una petición generalizada por toda la sala en busca de un médico. El concierto, obviamente, se interrumpió y, dado el nivel de gente que asiste a tales sesiones, no fue uno, sino varios los doctores que rodeaban al Negro en un momento dado, aunque únicamente fue necesario el juicio del que en ese momento examinaba a mi amigo para saber que éste ya no tenía signos vitales, pues había muerto de un ataque cardiaco fulminante. ¡Impresionante! Bety, deshecha y en el llanto, al igual que todos sus acompañantes. El público, a los alrededores, consternado.

Se vació por completo la magna sala para esperar la llegada de las autoridades a que dieran fe. Afuera, toda la familia, a la que la gente no quería mirar ni siquiera de reojo ante suceso tan trágico y respetuosamente guardando un silencio sepulcral, quedó a la espera de la ambulancia que transportara el cuerpo de mi amigo a la morgue. Quién sabe qué habrá sido del concierto. Muy seguramente se reinició, pues ya se sabe que “el show debe continuar”, aunque seguramente el ánimo de la concurrencia ya no fue el mismo. No hay nada tan aterrador como la muerte.

El Negro, claro, fue incinerado, no sólo por convicción, sino para evitarse los onerosos gastos e inimaginables trámites y procesos a seguir para transportar, en periplo tan largo, un cadáver. Qantas, la línea aérea oficial de Australia, se portó maravillosamente con Bety y, por supuesto, respetaron el asiento del Negro sin cargo alguno, por más que aquella les pidió que si querían asignarlo a alguien más, procedieran. La tripulación le pidió que se relajara lo más que pudiera en ambos asientos y que por la urna no se preocupara, ellos cuidarían escrupulosamente de la misma.

La amistad con el Negro llegó a ser tan estrecha que, a poco de regresar a México, Bety nos visitó en la casa y nos relató todo lo que aquí ha quedado asentado. Por supuesto, ella sabía lo “pesado” –dirían los clásicos- que nos llevábamos Sergio y yo, pero aun así rechazó sutilmente, con una sonrisa en la boca, el epitafio que se me había ocurrido grabar en su última morada y que rezaba: “¡Pinche Negro, nunca te gustó la música clásica!”

Por lo demás, siempre he pensado que para una buena “ficción” no hay más que describir muy fidedignamente la realidad.

jueves, 13 de junio de 2019

Perdón filial

Como dice el escritor y filósofo español Fernando Savater en su autobiografía razonada Mira por dónde (Taurus, 2003), la memoria es cruel y traicionera, y pone como ejemplo el recuerdo de la ocasión en que, siendo niño, no dejaba de molestar a su hermana a pesar de las advertencias del padre de que la dejara en santa paz, hasta que, cansado éste de escuchar las quejas de la niña, montó en cólera y empezó a perseguir a Fernando tirándole de patadas sin conseguir acertarle ninguna, pero el niño quedó tan dolido como si le hubiera acertado todas, pues no era ésta la imagen que de su padre había tenido, siempre en control y condescendiente con la familia. Lo marcó de por vida, pues.

Algo similar a lo que le aconteció a Savater nos pasó a mi hermano mayor y a mí cuando éramos unos críos menores de diez años de edad. Mi padre nos había dejado solos por unos momentos en el despacho de su jefe en la compañía turística para la que trabajaba estando éste ausente, pero al ingresar a su oficina se dio cuenta de que forcejeábamos entre nosotros a consecuencia, para variar, de que yo no dejaba de molestar al primogénito. Acto seguido, sin que nos diéramos cuenta, llamó a su secretaria para que le pidiera a Nicolás, mi padre, que fuera por nosotros para ponernos bajo control. Es aquí donde la memoria savateriana entra en acción.

No recuerdo yo peor humillación a la que me hayan sometido jamás, y por supuesto también a mi hermano. Camino al coche de mi padre, en plena calle, don Nico nos iba sometiendo a tormentos que probablemente no hayan pasado de unos cuantos pescozones, jalones de oreja y nalgadas, pero juro que yo los sentí como patadas, escupitajos en la cara y bofetadas. Obviamente, el llanto de ambas criaturas era incontrolable e inconsolable. Cómo nos atrevíamos a ridiculizarlo así ante su jefe, mocosos malcriados e irrespetuosos. Yo no deseaba otra cosa en mi interior más que la presencia de mi madre, que muy seguramente hubiera demandado el divorcio inmediato de mi padre por tan cruel trato. No recuerdo qué ocurrió el día anterior a tan infausto acontecimiento ni tampoco al siguiente, pero ese, ¡jamás se me olvidará!

Hace algunos años, ya en León, estando yo en terapia con un siquiatra ya fallecido, salió a colación, sin buscarlo, este acontecimiento, y le preguntaba yo al doctor que si alguna marca quedaría de todo eso hasta nuestros días. “¡En el hipotálamo! –respondió el galeno-, en el hipotálamo y para toda la vida queda grabada una cosa así”. Desde entonces, entre la familia, tomamos a chunga tal expresión, y cuando alguien hace algo digno de rencor en contra de otro, le advierte éste: ¡En el hipotálamo!, lo llevaré por siempre grabado en el hipotálamo.

La buena noticia es que todo esto me permitió jamás levantar ni siquiera un dedo en contra de mis hijos, nunca los toqué, por más encabritado que haya estado yo, y muy a pesar de lo que nos dijeran alguna vez en la escuela primaria de la Ciudad de México a la que asistían nuestros niños, que una nalgada dada sin enojo y en el momento oportuno ayuda más que permanecer pasivo. ¿Y hasta qué edad es recomendable hacer eso?, pregunté nada más por molestar. Mientras no se la regresen, me respondieron festivamente.

Cuarenta y tantos años después del episodio de mi infancia que acabo de relatar, con mi padre ya postrado en cama, cuadripléjico, y con el afán de mantenerlo lúcido y recuperar tantas conversaciones que no tuvimos durante nuestra vida, le pregunté con curiosidad si recordaba aquella triste ocasión. De inmediato respondió que sí, que no había sido tan grave, que tan sólo nos había dado unas nalgadas, pero se acordaba tan vívidamente como yo. ¿Nalgadas?, le respondí bromeando, pero si nos tenías ya en el piso y nos seguías pateando. Mi padre no se pudo contener y derramó una lágrima.


- ¡Eres un tonto! –me recriminó Carolina, ahí presente-. ¿Por qué haces llorar a abuelito?

- No, vieja, tu papi tiene razón- le dijo don Nico a Caro, y volviéndose a mí, con los ojos anegados, sólo balbuceó:- ¡Perdóname, m’hijo!

Cómo no te voy a perdonar si después fuiste mi orgullo cuando fungiste como intérprete extraoficial entre Díaz Ordaz y Lyndon B. Johnson en una reunión binacional México- Estados Unidos en 1968, cómo no te voy a perdonar si después me llevaste a disfrutar el Partido del Siglo entre Alemania e Italia en el estadio Azteca durante el Mundial del 70 en compañía de Henry Kissinger, cómo no te voy a perdonar si conseguías que las estrellas mundiales con las que solías codearte nos enviaran saludos a través de la televisión y nos dedicaran autógrafos muy sentidos, cómo no te voy a perdonar si anécdotas como el de la Princesa Caramelo hicieron las delicias de propios y extraños cuando me he atrevido a publicarlas por este medio.

Cómo no te voy a perdonar, en fin, si hoy es Día del Padre y tú ya no estás entre nosotros.

miércoles, 5 de junio de 2019

Otra más de la 4T

Durante el PRIANato, presentaba yo mis declaraciones al SAT con saldo a favor con la absoluta seguridad de que nada iba a pasar. Después de semanas o meses de haber enviado una, recibía notificación de la “Autoridad” -como a ellos les encanta autonombrarse- solicitando información adicional, y vuelta a empezar. Ya sabía uno que sus necedades eran inconmensurables e ilimitadas, a tal punto que al final el contribuyente les tomaba la palabra: “Si usted no proporciona la información solicitada, la Autoridad considerará satisfecha su petición”, y el caso quedaba en el olvido. Pero no se tratara de que el ciudadano les debiera algo, porque entonces hasta el riesgo de que le fincaran responsabilidad penal corría.

En alguna ocasión fue tal la cantidad de documentos requeridos que cuando me presenté en el escritorio del funcionario en la oficina del SAT correspondiente, éste me preguntó con asombro cuando vio el grueso legajo: “¿Todo esto le solicitamos?”, moviendo de un lado a otro la cabeza como quien piensa: “¡Por eso nos odian los contribuyentes!”. En tal oportunidad también, como en muchas otras, desistí en mis empeños de obtener retribución alguna, pues la dependencia gubernamental terqueaba en sus requerimientos excesivos de información, ya que no les bastó con lo que en ese momento les presenté y así me lo hicieron saber mediante una notificación posterior.

Este abril de 2019, al ser yo jubilado sin más ingresos que mi pensión y los rendimientos de una inversión bancaria, decidí no presentar declaración, a sabiendas de que muy seguramente tendría saldo a favor y tomando en cuenta el recorte de personal que hubo en el SAT, que muy seguramente limitaría sus capacidades fiscalizadoras.

Más tarde, a mediados de mayo, en el programa que John Ackerman conduce todos los domingos a las siete de la noche en el canal 22, fue entrevistada Margarita Ríos-Farjat, jefa del Servicio de Administración Tributaria. El entusiasmo con el que esta doctora en política pública, además de abogada y poeta, habla de sus responsabilidades oficiales al frente del SAT, es contagioso. Ahí le expuso a Ackerman cómo andaba la cuestión de los ingresos tributarios en el Gobierno Federal, y platicó de otros temas álgidos, como el de las facturas apócrifas y la devolución de impuestos, precisamente.

Un par de semanas después, tan quitado de la pena estaba yo que cuando, el 30 de mayo, recibí una notificación del SAT para informarme que al 25 de mayo de 2019 tenía yo “pendiente de presentar la declaración anual de impuesto sobre la renta de personas físicas por el ejercicio 2018”, me asusté, como siempre ocurre cuando esta “Autoridad” perturba nuestra paz.

No dejé pasar mucho tiempo y el sábado 1 de junio ingresé a la página del SAT para presentar mi declaración. Ésta ya estaba pre elaborada y, como supuse, tenía saldo a favor. ¿Por qué, entonces –me pregunté-, la “saña” del Gobierno en perseguirme y entregarme un dinero con el que ni contaba? En fin, validé la declaración por sueldos y salarios (pensión), intereses y dividendos, la autoricé con mi firma electrónica y la envié a la “Autoridad” ese mismo 1 de junio a las 18:26 horas. Y a esperar las consabidas necedades del SAT, pues, como en ocasiones anteriores, obviamente no iba a ser tan fácil obtener una devolución así como así.

Pero hete aquí que el miércoles 5 de junio a las 5:01 de la madrugada, es decir, ¡apenas dos días hábiles efectivos después de presentar una declaración a todas luces extemporánea, recibí un correo de mi banco informándome que la Tesorería de la Federación me había hecho un depósito por el monto de la devolución solicitada al SAT!

No se trata de cantar loas a un régimen que a todas luces está cometiendo gravísimos errores en muchas áreas del acontecer nacional, pero cuando algo funciona muy por encima de como ocurrió en décadas y décadas de gobiernos corruptos -sobre todo del PRI, sin olvidar la docena trágica del PAN- también hay que decirlo, al igual que lo dije cuando tramité mi Pensión Universal.

Quizá personajes como la poeta Ríos-Farjat hagan la diferencia, muy a pesar de los criminales recortes de personal que padeció su organismo.