El martes 22 de enero de 2019 llamé a la
Secretaría de Bienestar en la Ciudad de México para solicitar mi pensión
universal. Me atendió una señorita muy amable que se limitó a solicitar mi
nombre completo y mi dirección. Dos días después, el jueves 24, recibí un
correo electrónico de confirmación de la misma dependencia gubernamental en el
que se me informaba que mi solicitud estaba en trámite. Acusé recibo de este
mensaje adjuntando, sin que se me solicitara, copia de mi acta de nacimiento,
CURP, copia de mis credenciales del INE e INAPAM, y un comprobante
domiciliario. Exactamente dos semanas después, el jueves 7 de febrero, y apenas
a 16 días de mi llamada telefónica, fueron depositados en la misma cuenta donde
recibo mi pensión del IMSS los 2,550 pesos bimestrales de la mencionada pensión
universal.
Se me podrá objetar, oye, tú no
necesitas ese dinero, pues ya cuentas con tu pensión del Seguro. Ah, ¿no? Mira,
dicha pensión asciende a 9,073.83 pesos mensuales después de haber laborado por
más de treinta años en la empresa privada. ¿Estás seguro que no la necesito?
Por lo menos los 2,550 bimestrales hacen que mi percepción mensual sea ahora
algo más decorosa, pues así estaré recibiendo, de hecho, 10,348.83 pesos cada
treinta días. Y aunque esto sigue siendo insuficiente, el esclavizante negocio
que posee mi esposa en una plaza comercial, que literalmente requiere de
nuestra atención 24x7, nos permite irla llevando con dignidad.
Pero, además, cuando me jubilé hace casi
diez años (octubre de 2009), después de no cotizar para el IMSS desde 1995 y de
haber reactivado mis derechos durante año y medio en el negocio de mi mujer, se
me otorgó una pensión de 4 mil pesos mensuales, calculada con los salarios de
risa con que había cotizado en aquellos lejanos años, pues el Seguro para nada
hace una actualización de salarios para reflejar los efectos, mínimo, de la
inflación después de tanto tiempo. Y está bien, eso dice la ley, pero mis
propios cálculos arrojaban otras cifras, que elevaban dicha pensión otorgada a
casi el doble, es decir, alrededor de 8 mil pesos.
Solicité al IMSS, por medio del IFAI (hoy
INAI), los salarios a los que había cotizado durante toda aquella remota época
y les exigí una audiencia para demostrarles que habían hecho mal sus cálculos. ¿Cómo
me atrevía? El subdelegado del Seguro en Guanajuato en aquel entonces, Arturo
Soto Carranza, me informó, por escrito, que era ilegal que yo hubiera
reactivado mis derechos en la dependencia trabajando para mi esposa y me
despojaron de la mísera jubilación de 4 mil pesos. Vamos, ni esa.
Nunca debieron haberlo hecho, pues monté
en cólera. Me inconformé con el director general del Seguro y toda su corte
celestial, envié cartas de protesta a cuanta publicación se me ocurrió, y
entablé sendas demandas en la CNDH, la Procuraduría de los Derechos Humanos del
Estado de Guanajuato y la Procuraduría General de la República (hoy FGR), por
el delito federal de despojo de pensión. Acudí a la oficina de un abogado particular,
que había sido jefe del jurídico del Seguro en su delegación en Guanajuato, y
quien con inaudita arrogancia me espetó que el mío era un caso perdido por los
lazos familiares que me unían a mi ex “jefa”. Salí tan encabritado de la
oficina de este leguleyo que un incidente de tráfico en una avenida hizo que me
liara a golpes en plena calle con otro conductor, que si no llegan a separarnos
unos buenos samaritanos, quién sabe qué hubiera pasado.
En fin, un ángel en la corte del
director del IMSS se enteró de mis desgracias, la entonces directora de
prestaciones económicas y sociales del Instituto, Cristina González Medina, y
me citó en su oficina en la Ciudad de México. Y ahí, en la sala de juntas de
dicha oficina (con baño privado, cocineta, dos secretarias y otras amenidades),
rodeada de una decena de colaboradores, entre subdirectores, coordinadores y
personal de apoyo, los instó a que de inmediato se revisara todo mi expediente
para que se restituyera mi pensión a la brevedad o si no, dijo irónicamente,
que se me devolvieran todas las cotizaciones que durante año y medio nadie en
el Seguro “reclamó” que fueran ilegales, que éstas habían sido calificadas así
hasta que al Instituto le tocó pagar. ¡Impresionante! Cuando le mencioné a doña
Cristina que lo que reclamaba yo también era el monto, me dijo: “Mire, lo
importante ahora es que le restituyamos su pensión, ya después podrá usted
acudir a la procuraduría de la defensa del trabajo (Profedet) y a la junta
federal de conciliación y arbitraje para pelear el monto”.
Cuando regresé a León ya estaba todo
dispuesto con el director del jurídico de la delegación del IMSS en Guanajuato
para que me acompañaran a la PGR a retirar la denuncia penal que había
entablado yo contra el Seguro y su subdelegado Soto Carranza, me restituyeran
la pensión y me pagaran todos las “salarios caídos” de la misma: poco más de 40
mil pesos.
El siguiente paso fue acudir a la
Profedet a mediados de 2010, donde se me asignó una abogada laboral de oficio,
y donde después de casi cuatro años de un penosísimo y desgastante proceso les
demostré fehacientemente que el Seguro había calculado mal mi pensión,
habiéndolo determinado así el Primer Tribunal Colegiado en Materia del Trabajo
del Decimosexto Circuito (Guanajuato), en su amparo directo laboral número
238/2013 y en su sesión correspondiente al 30 de enero de 2014, condenándolos a
ajustar el monto de mi pensión y a liquidarme todos los “diferenciales caídos”,
que ascendieron a cerca de 200 mil pesos.
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