Ello consta en su aclamado y fascinante libro El Reino (“página” 67%, ubicación 4740 de mi copia electrónica), que, junto con el resto de su obra, le valió el Premio FIL (Feria Internacional del Libro de Guadalajara) de Literatura 2017. El libro es un recuento de experiencias personales del autor y de los primeros años del cristianismo, que se centran, aunque no exclusivamente, en las magnéticas personalidades de los discípulos de Cristo Pablo y Lucas y sus apasionantes correrías a lo largo de la segunda mitad del siglo I de nuestra era, en pleno Imperio Romano, del que también se ocupa prolijamente.
Habiendo cursado mi educación básica, media y media superior en planteles confesionales de la Ciudad de México, esto me sonó a un interesantísimo repaso, claro que, dado mi actual agnosticismo, leído ya sin las angustias que me atormentaban en aquel tiempo, y con un placer sin igual, pues Carrère de verdad entró a un estudio profundo de la época o, como él mismo dice, se sobó el lomo de lo lindo, esfuerzo que mi ateísmo hace ver como una maravilloso novela histórica, ya que los personajes ahí involucrados existieron todos, aunque sin zarandajas de resurrecciones, milagros y chabacanerías por el estilo.
El autor, después de haber recibido una educación religiosa forzada, sin convicciones y descreída, como la mía, se convirtió realmente al cristianismo en su edad adulta gracias a una “revelación”, que él ubica en Le Levron hace más de veinticinco años y la atribuye a la “palabra misteriosa” de San Juan: “En vedad en verdad os digo: cuando eras joven tú mismo te ceñías la cintura e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras.”. Llegó, así, al extremo de la mojigatería (iba a misa y comulgaba todos los días, y confesaba sus pecados con regularidad), sólo para volver a dudar nuevamente, renegar de la Resurrección de Jesús y declararse agnóstico de tiempo completo, profundamente avergonzado de su gazmoñería previa. Esto no le impide admirar a Jesús, el personaje histórico, y tener en mucho sus enseñanzas, y la simplicidad, originalidad y poesía con que las transmite.
Carrère intenta una mínima recopilación de estas enseñanzas y concluye que “el que habla es un hombre, sólo un hombre, que nunca nos pide que creamos en él, sino únicamente que pongamos en práctica sus palabras.” Y agrega: “Pero no haría falta empujarme mucho para hacerme decir que, incluso sin creer en él, se puede extraer de esta recopilación lo que el apologista Justino, en el siglo II, llamaba ‘la única filosofía segura y provechosa’. Que si existe una brújula para saber si se toma o no una ruta falsa en cada instante de la vida, aquí la tenemos.”
Todo lo anterior justifica la frase de los guardias que apresaron a Jesús: “Nunca ha hablado nadie como este hombre.”
Si se me permite un punto de vista personal a propósito de lo afirmado hasta ahora, creo firmemente que todo en esta vida debiera reducirse a un único mandamiento de sólo cuatro palabras: no jodas al prójimo. No que yo lo cumpla, conste, pero debiera. De ahí en fuera, uno puede hacer con su vida lo que le plazca, hasta joderse a sí mismo, ¡sublime libertad!
No hay desperdicio en afirmar que el soberbio (magnífico) libro del francés soberbio (vanidoso) resulta ampliamente recomendable, y el cual Carrère se atreve a finalizar así: “Lo he escrito entorpecido por lo que soy: un hombre inteligente, rico, de posición: otros tantos impedimentos para entrar en el Reino. Con todo, lo he intentado. Y lo que me pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven que fui, y al Señor en quien creí, o si, a su manera, les ha sido fiel.
“No lo sé.”
Yo tampoco, primordialmente por la auto vociferada “humildad” de don Emmanuel.
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