Pues bien, se fue a finales de agosto y a principios de diciembre del mismo año regresó a León para pasar aquí las la Navidad y el Año Nuevo, con la petición expresa de mi amigo para que se reintegrara a su oficina de Miami a mediados de enero. Así, el martes 17 se levantó a las 4 de la mañana para prepararse y trasladarse poco después de las 5 al Aeropuerto Internacional del Bajío y abordar el vuelo de Interjet de las 7:45 con destino a su primera y única escala en la Ciudad de México, de donde a su vez partiría a su destino final en el vuelo de la misma aerolínea a las 15:05 horas. A las 18:25 (19:25 de Miami) me envió un escueto “Ya llegué” desde el avión, y 45 minutos después lo último que supe de él: “Me pasaron a otro cuarto, esto va a tomar años”.
En la aduana les resultó “sospechoso” que regresara tan pronto después de su último viaje, por lo que el cubano que revisó su documentación lo envió con un paisano de éste, el oficial Rivera, que se quedó chico con cualquier agente de película de terror de país bananero que se pueda describir. Con el rostro plagado de huellas, producto seguramente de la viruela, trató a Raúl de la manera más despótica que pueda imaginarse, aventando de mala manera enfrente de él la documentación de mi hijo. Acto seguido, le solicitó celular, cartera y le ordenó despojarse de cinturón y agujetas de los zapatos (para que no se le ocurriera suicidarse antes de deportarlo, según supo después por otros detenidos en el cuarto donde finalmente lo recluyeron). Lo cachearon irrespetuosamente de manera abusiva, violenta e intimidatoria. Mientras tanto, la familia toda ayuna de información desde las 7 de la noche con 15 minutos (8:15 de él).
Y empezó el interrogatorio a la vez que revisaba en detalle su cartera. Le inquirió con despotismo que cómo pensaba sobrevivir los tres meses de su visita con los 400 dólares que llevaba y sin tarjeta de crédito, mientras le solicitaba la password de su celular. Cuando Raúl le pidió el celular para “abrírselo”, Rivera le espetó a gritos que simplemente le dijera la clave de acceso, a lo que mi hijo le respondió que el dispositivo necesitaba de su huella dactilar. El salvaje finalmente accedió y recuperó de inmediato el teléfono, que se quedó revisando por espacio de media hora, hurgando en todas sus conversaciones “privadas” de WhatsApp. Por este medio averiguó que yo le enviaba dinero y que mi amigo le proporcionaba una ayuda periódica por su internship. El agente Rivera explotó y le advirtió que quedaría marcado de por vida por los antecedentes penales que le iba a levantar y que en su mano estaba el enviarlo a prisión 5 años, pero que, mínimo, de la deportación no se salvaba.
Vino a mi mente cómo Tim Cook, de Apple, se negó a proporcionar la llave de acceso del celular de un terrorista en San Bernardino, California, al FBI para no sentar un grave precedente que después le diera a los agentes de éste o cualquier otro organismo del Estado la excusa para violar la seguridad y privacía de las personas. Está visto que a estos trogloditas no los detiene nada y que cuando alguien quiere sentar un sano precedente, como Mr. Cook, de poco sirve.
Acto seguido, remitieron a mi hijo a la inmunda pocilga (“celda”) arriba mencionada, de paredes muy descuidadas, colchonetas mugrosas en el piso y con un baño nauseabundo. A poco ya se encontraban ahí Raúl, otro mexicano, dos cubanos con pasaporte español y un venezolano, todos extrañadísimos de que a él también lo hubieran enviado al lugar y esperando, decían, a que los deportaran en las siguientes horas. Mi hijo esperaba, y deseaba fervientemente ya, que a él también le hicieran lo mismo. Nunca perdió la calma y a partir de ese momento le importó un bledo todo. Lo único que le preocupaba es que le negaran su derecho a hacer una llamada telefónica a sus atribulados padres y hermana en México. Como ya llevaba casi 24 horas sin dormir y sin poder satisfacer sus necesidades fisiológicas más elementales en aquel deprimente sitio, intentó conciliar un poco el sueño acomodándose como pudo sobre una colchoneta, pero se lo impidió el ronquido de absolutamente todos sus compañeros, que habiendo fallado en su intento por ingresar al país y esperando tan sólo que los deportaran, dormían plácidamente. Poco antes les habían dado de comer una pasta intragable.
Transcurridas algunas horas, cerca de las dos de la mañana para él, y después de que hubiera blasfemado contra el cielo, se apersonó en el local un agente distinto, cubano-colombiano, de apellido Marrero, y… vuelta a empezar. Le dijo que era ilegal que le estuvieran “pagando” por su estadía en el país, que más bien él tendría que estar pagando a quien tan generosamente lo acogía, pero que iba a ver qué podía hacer por su persona, aunque lo veía muy difícil, y se marchó. Le devolvió su celular y pudo, por fin, enviarnos un mensaje: “Parece que me van a ayudar”. No pude menos que pensar en las historias policiacas del interrogador maldito que trata de intimidar y el bondadoso que viene a completar la obra.
Poco antes, cerca de la una de la mañana en León, llamé al teléfono de emergencia del consulado de México en Miami. Me contestó una tal Lorena Lara, quien, después de explicarle la situación y decirle que habían gravemente violentado los derechos humanos de un mexicano en el extranjero, me dio por todo consuelo el esperar hasta que amaneciera y sentenció que muy seguramente deportaran a mi hijo en un término de 24 horas. Su tono fue burocrático y descortés: mi despedida con un desesperanzado gracias fue respondido con un click de su auricular, sin decir más nada. Si así defienden a todo connacional, peores tiempos se nos avecinan.
Para entonces, ya había regresado el agente Marrero con Raúl. Le dijo que ya había convencido a sus compañeros, que en realidad deberían estar ellos abocados a la detención y expulsión de verdaderos criminales, y que él no se veía como tal. Añadió que desecharía el expediente que le habían comenzado a formar para que no quedara dentro de sus antecedentes y que ni se le ocurriera andar diciendo por ahí que le estaban “pagando” su estancia en el país. Lo acompañó hasta la entrada del aeropuerto, le señaló dónde podría tomar un transporte público aunque, por la hora, quizás ya no le quedara más que pedir un taxi, le lanzó un “Dios te ama”, se despidió y, dando media vuelta, se fue. Mi hijo sólo acertó a responderle “Dios te ama a ti también”.
Lo único cierto es que, por ejemplo, a una turista venezolana con pasaporte español, de buena presencia, rubia y de ojos claros, que iba sólo de vacaciones por una semana a Miami, se la hicieron más cansada que a Raúl, pues estaba desde antes que él y muy seguramente la dejaron ir después, lo mismo que a una residente dominicana, casada con un americano, y que corrió la misma suerte que aquélla.
En palabras de mi hijo: “La peor noche de mi existencia: 19:25 del 17 de enero en que llegué a Miami a 4 de la mañana del 18 en que me acosté, más de ocho horas de humillaciones”.
Se imaginan, todo esto en la antivíspera de la llegada de un racista, misógino, homófobo, “ninfómano”, sexista, misántropo, populista, xenófobo, autoritario, autócrata, supremacista, narcisista, discriminador y sicópata a la presidencia del país más poderoso del mundo. ¿Qué nos espera? ¡Horror de horrores!
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