Ingresé a la Universidad cuando se encontraba en plena “decadencia”, pues hacía apenas unos meses que había concluido el movimiento del ’68. A pesar de ello, no le escatimo el reconocimiento de haberme formado profesionalmente y como hombre. La primaria y el bachillerato, en contraposición, los cursé en escuelas privadas confesionales y caras que me arrojaron a esa “cuna de grillos y malvivientes” lleno de complejos y escrúpulos.
Cursé mi carrera en la Facultad de Ciencias, donde nadie, como me imagino que en el resto de la Universidad, se preocupaba por uno. Sin embargo, no regateo reconocimiento a mis maestros, muchos de ellos posgraduados en universidades de prestigio internacional. Recuerdo, en especial, al ya desaparecido doctor por la Universidad de Princeton Guillermo Torres Díaz. Cada una de sus clases de variable compleja (cálculo, pero de números complejos) era un verdadero deleite. Lo que no podía expresar gráficamente en el pizarrón lo hacía por medio de un movimiento suave de sus manos en el vacío, para enseguida preguntar a alguien en la audiencia: ¿no le emociona a usted?
Una vez que demostró un teorema fundamental, que sólo ocurre en variable compleja y no en cálculo diferencial: si una función es diferenciable una vez lo es infinitas veces (algo verdaderamente sorprendente), añadió: “a estas funciones suele llamárseles derivables, diferenciables, analíticas, regulares, enteras u holomorfas, ¿cómo prefieren ustedes que las nombremos?”. A la avalancha de opiniones que, obviamente, elegían uno cualquiera de los cinco primeros nombres, él respondió democráticamente: “muy bien, las llamaremos entonces holomorfas”.
Ante eminencias así era difícil permanecer impasible, y menos aún ser refractario a la calidad de su enseñanza, por más que la absoluta libertad de la Universidad propiciara muchas veces situaciones que desbalagaban a espíritus débiles. Por ello les reitero a los míos hasta el cansancio: la mejor universidad del mundo la hace uno, especialmente con guías como el doctor Torres.
Fue por ello que me dio tantísimo gusto que la UNAM abriera un nuevo campus en la ciudad de León, donde radico, después de treinta años de no hacerlo en “provincia”, y me aboqué a la tarea de convencer a mi hijo para que cursara sus ya próximos estudios profesionales ahí en vez de los carísimos e indeseables tecnológicos que todos conocemos. No tuve que batallar mucho, pues desde niño ha querido ser puma.
Por cierto, la vez que visitamos el campus, entre la plática que tuvimos con el director del plantel y la siguiente entrevista con el director de carrera, medió un tiempo razonable como para ir a comer al restaurante del Centro Fox, a pocos kilómetros apenas de la Universidad. Muy agradable el jardín en el que se ubica el comedero, y como era jueves prácticamente al mediodía, éramos los únicos comensales. En broma le comenté al júnior: ahorita que venga Fox, te lo presento.
Y dicho y hecho, a la media hora hizo su aparición el inefable Vicente, extrañadísimo de encontrar a alguien ahí, en jueves y a esa hora. Nos presentamos y le pregunté por la señora Marta y me dijo “no tarda, ¿y ustedes qué hacen por aquí?”. Le expliqué y parece que entendió, y se marchó a un privado con su equipo. Al poco rato hizo su entrada triunfal la señora Marta, saludo de besito, y vuelta a explicar lo mismo. Tiempo después, cuando Fox me vio salir de los “servicios”, me interceptó y me dijo: “oye, ya llegó la señora Marta, ¿ya la saludaste?”. Sí, sí, por supuesto, don Vicente –le respondí en corto.
Mi hijo estaba fascinado, no tanto por este hecho como por comprobar una vez más que los extremos se tocan: por un lado la sabia y docta UNAM y, por el otro, a unas centenas de metros, el Centro Fox, sin más.
lunes, 6 de febrero de 2012
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