lunes, 25 de julio de 2011

Desde Rusia con asombro

Hace no mucho leía yo en un libro de Ignacio Solares cómo Julio Cortázar narraba con delectación un hecho menos inverosímil que el que a continuación relato, y se regodeaba de cómo el destino nos tendía trampas en este sentido.

Hice un viaje a la URSS en 1988, cuando todavía ésta era "una sola nación". El muro caería un año después y la URSS se atomizaría como dos más tarde. Eran mis felices días de divorciado. Llegué con el grupo de desconocidos (como unos quince) a Moscú y de ahí a Volgogrado, Stalingrado, Tbilisi (Georgia), Yereván (Armenia), Yalta, Kiev (Ucrania), Leningrado (hoy San Petersburgo), y de vuelta a Moscú. Desde luego, Petersburgo solita valió el viaje, con una guía maravillosa llamada Valentina Vladimirovna Tijomirova, ni fea ni bonita, pero a la que su extraordinario talento hacía ver maravillosa. De repente, un día en el autobús, dijo: "¡Miren, miren!, ése es el lugar donde la policía agarró a Rodia", y lo decía con un entusiasmo tal que contagiaba, no sólo por el hecho de conocer uno la historia (Crimen y castigo), sino por su emoción rayana en la lágrima. Por supuesto, todos se quedaron como idiotas sin saber a qué se refería "esa loca".

El Neva, el buque Aurora que comenzó la Revolución Rusa, el Hermitage, el monumento conmemorativo del sitio de 900 días durante la Segunda Guerra Mundial, con una lámpara votiva por cada uno de ellos, erigido en el mismo lugar donde los sitiados terminaron comiéndose hasta sus propios zapatos por no tener ya qué... en fin, y todo esto relatado por tan hermosa dama. Recuerdo que luego la inquirí si había sido ella la que Gutiérrez Vivó había tenido como guía en Monitor de la Mañana, cuando este sujeto acostumbraba viajar y transmitir su programa desde donde estuviera, y que en mí provocó que hiciera el mismo periplo, y me respondió: "sí, fui yo".

Recuerdo que regresando a México le envié una carta de agradecimiento y cortejo vía la misma agencia de viajes e invitándola a visitar Cuba. Nunca supe si la recibió, ya que jamás obtuve respuesta. Tiempo después, ya casado con Elenita y durante nuestra luna de miel, conocimos a otro guía magnífico, pero esta vez para Toledo, Madrid y Las Ventas. Sin embargo, le faltaba algo, ese entusiasmo contagioso de Valentina, y así se lo hice saber a Elena, la cual estuvo de acuerdo conmigo en que el guía era estupendo. Y le dije, lástima que no hayas conocido a Valentina.

Ese día, por la tarde, nos fuimos al Museo del Prado. Tengo muy presente que un monumental cuadro de Goya llamó mi atención y me acerqué a ver la nota explicativa. De repente, me vi "mejilla con mejilla", leyendo el mismo recuadro, a diez centímetros de... ¡Valentina! Le dije: "¡¿Valentina?!", y ella, roja de pena hasta la punta del pelo, asintió tímidamente bajando la mirada. Elena, que contemplaba el descarado rubor de ambos, no entendió hasta que la presenté. Se emocionó casi tanto como nosotros, pues hacía un par de horas apenas que había hecho su encomio.

Resulta increíble, pero lo único que acerté a hacer fue despedirme de ella. Ya fuera del museo, Elena me recriminó: "imbécil, ¿por qué no la invitamos a cenar?", pero era ya demasiado tarde... Valentina había desaparecido para siempre.

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