sábado, 21 de junio de 2025

500

Lo que empezó con una pequeña lista de corresponsales a los que enviaba mis artículos a partir de noviembre de 2007, ¡hace diecisiete años y medio!, está compuesta hoy en día por 157 correos que ven “engalanada” su bandeja de spam con mi basura. Y, sí, éste es ni más ni menos que el escrito número 500 que les envío desde entonces. Ignoro cuántos de esos 157 potenciales lectores vivirán aún, pero incluso en el más allá sigo atosigándolos con mis impertinencias una vez cada quince días, en promedio.

Habrá quien diga, no sin razón, que es muy poco para tan largo tiempo, pero cómo me cuesta trabajo imaginar las de Caín que han de pasar quienes escriben diariamente, cinco días a la semana, y que en un solo año acumulan la friolera de más de 250 sesudos análisis, la mitad de los que yo llevo en diecisiete. Y más trabajo me cuesta a mí escribir únicamente uno, como el que ahora pergeño, pues en ocasiones me toma varias horas de febril actividad “intelectual” completarlo.

Si a lo anterior agregamos que jamás he cobrado un centavo por ellos, se me tratará con mayor indulgencia.

Porque además, la verdadera paga viene con la satisfacción de escribir, que lo deja a uno orgásmicamente satisfecho. De veras, inténtenlo, y olvídense de “manuela”, o de la viejita aquella que, temblorosa de pies a cabeza, llega a un sex shop preguntando por un vibrador, y el empleado que la recibe, todo nervioso, la invita a que se retire, que ese sitio no es para ella, pero la ancianita insiste: sólo dígame si tiene vibradores. Señora, por favor, le responde su interlocutor en el paroxismo de la desesperación, ¿para qué habría de querer usted un vibrador? “¡No!, si no quiero uno -le responde candorosamente la viejecita y sin dejar de temblar rítmicamente-, sólo quiero saber cómo se le apaga”.

Así que ya saben: olvídense de “manuelas” y vibradores y a escribir frenéticamente, sin llegar al onanismo de quienes lo hacen diariamente, pues no les fuera a pasar lo que al famoso y legendario Tiberius, que en el circo romano tenía  que dar cuenta de un centenar de hermosas damiselas en fila: no tiene ningún problema con las cincuenta primeras, a las cuales despacha con facilidad, ante la gritería de la gente que, entusiasta, corea su nombre: ¡Ti-be-rius!... ¡Ti-be-rius!... Cuando llega a la 80, empieza a dar ligeros síntomas de agotamiento, y el público: ¡Ti-be-rius!… ¡Ti-be-rius!..., pero la 98 lo encuentra definitivamente exhausto, bajo el alarido de la multitud: ¡Ti-be-rius!... ¡Ti-be-rius!..., de tal forma que da cuenta de la 99 ya nada más por puro orgullo y, desfallecido, cae inmediatamente después, ante los aullidos del respetable: ¡Pu-to!... ¡Pu-to!...

Yo, por ejemplo, ahorita me siento felizmente realizado y satisfecho, ¡aunque “apenas” lleve 500 en más de una década!

¡Pero felicítenme, pues!

lunes, 16 de junio de 2025

La Princesa Caramelo

En recuerdo de mi progenitor en su día, un refrito compartido con ustedes hace muchos años.

Como ya he dicho en ocasiones anteriores, mi padre vivió su infancia como “mojado” en California en el primer tercio del siglo pasado, donde aprendió a hablar el inglés sin acento, lo que le fue de enorme utilidad a su regreso a México para ejercer de guía de turistas en su primera juventud y hasta bien entrada su madurez, hacia los 46 años de su vida adulta, cuando se unió a la embajada americana en nuestro país. Como también he señalado, la compañía privada de turismo para la que trabajaba conduciendo su propio auto, frecuentemente recibía solicitudes para prestar sus servicios a personalidades del mundo de la diplomacia tanto nacional como internacional.

Fue así como en una ocasión fue asignado para el traslado de una Princesa de la monarquía británica de Cuernavaca, Morelos, a la Ciudad de México. Viajaba ésta acompañada por una asistente y mi padre tenía que recogerlas en una mansión privada de la capital del estado y dejarlas en un hotel de lujo del entonces Distrito Federal. La princesa y su acompañante se imaginaron que les habían contratado un taxi de lujo y en consecuencia abordaron el suntuoso Buick negro último modelo sin apenas prestarle atención a mi progenitor, y la misma actitud tomaron durante todo el viaje. Y ahí empezó el problema, pues la desbozalada Princesa comenzó a dar puntual cuenta a su empleada de confianza de todo lo vivido desde la noche anterior y hasta poco antes de subir a este ancestro de Uber.

La Princesa inició dando cuenta a su asistente-amiga de la fenomenal borrachera que había agarrado la noche anterior, pero sobre todo, del bellísimo ejemplar de macho mexicano que conoció durante la velada y lo mucho que éste la hizo gozar con posterioridad ya en un ambiente más íntimo, fuera del alcance de toda esa “gente estúpida” con que trató durante la velada. “Te lo juro –concluía la Princesa esta parte de su relato-, durante todos estos años con el Príncipe, nunca me ha hecho sentir como este ejemplar ¡en una sola noche!”.

“Los problemas empezaron esta madrugada –continuó la Princesa-, una vez que ‘mi’ hombre me hubo abandonado y yo comencé a sentir los malestares producto de eso que esta gente incivilizada llama comida típica y que no es más que porquería que te descompone el estómago más que el alcohol, por lo que no me quedó más remedio que vomitar todo lo que había tragado. Para empeorarla, producto de esa misma basura que comí, ya son varias las veces que he tenido que aliviarme en el retrete. A ver si la píldora que me acabo de echar antes de salir sirve de algo, si no, ya me estarás cambiando de pañal, querida amiga”.

Ante los gestos de complicidad de la amiga, la princesita concluyó: “Pero más vale tener cuidado, no vaya a ser que las piedras oigan”. Las estentóreas risotadas de las amigas hicieron que mi padre dibujara apenas un remedo de sonrisa de compromiso en sus labios, tan natural, que la Princesa se le quedó viendo como quien piensa “este idiota no entiende ni jota de lo que oye y no tiene más remedio que esbozar una estúpida mueca de diplomacia, es su trabajo”. Pero las damas no se recataron, ¡qué va!, siguieron hablando durante todo el trayecto con un lenguaje más propio de un pub de los arrabales de Londres que de la realeza británica.

Una vez que el traslado hubo concluido, mi padre se apeó del auto y entró al magnificente hotel. Cuando estuvo de regreso, se dispuso a abrirles la puerta del coche a la Princesa y su acompañante, pero aquélla se encontraba todavía tan embebida en la plática que, una vez que hubo salido del vehículo, intentó distraídamente dirigirse en automático a mi progenitor, para de inmediato disculparse: “Oh, no, no, I’m sorry, forget it”, a lo que mi padre respondió a su vez, simulando el acento británico que tan bien le sentaba:

No problem, Your Majesty. I already asked the bellboy to please take your luggage to your rooms. He is now waiting in the lobby to show you the way. Your Royal Highness –continuó él imperturbable-, it’s been a real pleasure to have served you during this short trip and I would certainly have liked it to be a little longer to plainly enjoy your company.Y, tras una leve y discreta reverencia, se las quedó mirando a las dos.

La dulce princesita no acertaba a adivinar lo que estaba ocurriendo, se asemejaba a uno de aquellos enormes caramelos de las barberías de antaño que pasaban alternativamente de un color rojo grana, al blanco cadavérico y a un azul intenso producto de un sofocamiento, y vuelta a empezar. Y frente a ellas, mi padre, la piedra, sobre quien Dios edificó mi familia, y que no sólo oía, sino que escuchaba, veía y, sobre todo, hablaba fluidamente su idioma. La Princesa Caramelo, después de buscar desesperadamente en su delicado bolso, puso un billete de cien libras en manos de mi padre, dio media vuelta y huyó despavorida, olvidándose hasta de su amiga, quien, corriendo, salió tras de ella.

Don Nicolás, mi padre, subió de nuevo a su auto y no pudo evitar dibujar en el vacío una señal que décadas más tarde inmortalizaría un diputado y el vulgo bautizaría como la roqueseñal, en “honor” de aquel deleznable político (¿hay de otros?) todavía en funciones hasta hace poco. Señal más conocida hoy en día por el anglicismo Yes!, y por lo tanto más apropiada en el caso del querido don Nico, que San Roque, ¡patrono de los peregrinos!, proteja en el más allá.

Mi padre nunca supo si las cien libras que le dio la Princesa Caramelo fueron en agradecimiento por sus buenos afanes o para comprar su silencio. Él supuso que lo primero, y quedó entonces en absoluta libertad de conciencia de relatarme lo sucedido con todo lujo de detalles muchísimos años después.

La verdadera identidad de la Princesa Caramelo la guardo para mí al todavía formar parte ésta de la vetusta y centenaria corte inglesa.

viernes, 30 de mayo de 2025

¡Reprobados!

El otro día Elena me invitó a la plática Más rápido que la luz que impartiría el físico mexicano Miguel Alcubierre en la sala Mateo Herrera del Foro Cultural Guanajuato, situado en León. El local se llenó a reventar, prácticamente de puros chavos deseosos de aprender y satisfacer su curiosidad.

Independientemente de lo tratado durante la charla, no siempre fácil de seguir, fueron dos las ocasiones en que el expositor llamó mi atención. Primero, cuando preguntó a la audiencia, recordando al inmortal Galileo y haciendo escarnio de Aristóteles, que si soltáramos al mismo tiempo desde lo alto de una torre una bola de boliche y una pluma de pájaro e ignorando la influencia del aire -en condiciones ideales, dirían los clásicos-, ¿cuál de los dos objetos llegaría primero al suelo?

Si me responden ustedes que la bola, sentenció, ¡están reprobados!, pues llegarían los dos al mismo tiempo. De los experimentos de Galileo con planos inclinados -ya que lo de la torre de Pisa es más bien parte del imaginario popular- derivó Newton su ley de la gravitación universal.

Pero lo segundo que capturó poderosamente mi atención, pues de lo anterior ya había leído yo un poco, fue cuando inquirió a la audiencia por qué los objetos y los mismos tripulantes de la Estación Espacial Internacional (EEI) flotaban en el ambiente, de nuevo advirtió: si me dicen ustedes que por la ingravidez, ¡están reprobados! Y aquí sí me sentí aludido.

Se necesita algo más que los 400 kilómetros de altitud a los que se encuentra la EEI de la superficie de la Tierra para sustraerse a su fuerza de gravedad. Hagan de cuenta que se encuentran ustedes en el elevador de un edificio en el piso once y aquél se desploma súbitamente, ya quisiera yo ver, nos dijo, si no iban a flotar.

Entonces eso es lo que pasa con la EEI: está cayendo continuamente atraída por la fuerza de gravedad y por eso es que sus ocupantes y cuantos objetos ellos manipulan flotan. ¿Y cómo es que la estación no termina estrellándose contra la superficie del planeta? Ah, pues porque se mueve a una velocidad de 28 mil kilómetros por hora que la hacen seguir una trayectoria curva alrededor de la Tierra, pero, insisto ahora yo, la EEI está permanentemente cayendo.

¡Cuánta belleza, carajo!

Ya más con el tema de la plática, se me ocurrió a mí la siguiente pregunta: Einstein no era muy partidario de la mecánica cuántica, entre otras cosas porque no creía en la "escalofriante" acción a distancia entre partículas entrelazadas, ya que esto contravendría el principio de que nada hay más rápido que la velocidad de la luz, y aquí estaríamos hablando de instantaneidad, es decir, una velocidad infinita. Sin embargo, los Nobel de Física 2022 probaron esa "escalofriante" acción a distancia, ¿qué me podrías comentar tú? (https://blograulgutierrezym.blogspot.com/2024/03/escalofriante-accion-distancia.html).

Desgraciadamente, ya no alcancé a que me dieran el micrófono y la pregunta se quedó en el limbo, pero, no conforme, se la planteé a ChatGPT, que esto me respondió: Efectivamente, planteas una de las paradojas más profundas y fascinantes de la física moderna: el entrelazamiento cuántico y la aparente "acción fantasmagórica a distancia" que tanto incomodaba a Albert Einstein.

Ojalá este tipo de eventos tuvieran lugar más frecuentemente en mi querido rancho, para hacer mucho más cosmopolita a esta ciudad.

sábado, 17 de mayo de 2025

Un mundo muy particular

Algunos autores gustan de complicar su escritura hasta extremos incomprensibles, como Joyce, Faulkner, Proust, Woolf, Musil et al, lo que ocasiona que muchos abandonen el empeño de leerlos por más buena voluntad que se ponga en ello.

No obstante, existe otro tipo de literatura, complicadísima en sí misma, en la que ocurre todo lo contrario: el autor trata de ponerse a la altura del público en general y, sin complicaciones matemáticas o técnicas, hacer accesibles a todos los arcanos privilegios de unos cuantos. Me refiero, obviamente, a la literatura de divulgación científica, que, por más ardua y abstrusa que se vuelva, uno se niega a abandonar, pues siente el entusiasmo contagioso del que escribe, a la vez que disfruta del aprendizaje de conceptos harto abstractos.

Lo anterior me acaba de ocurrir con el libro nada reciente (1996) de Leon M. Lederman (Premio Nobel de Física 1988) y Dick Teresi La partícula divina / Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?, pero tan actual en sus conceptos que su edición más reciente data del 19 de septiembre de 2019, que fue la que leí en su formato digital, y no paré sino hasta la página 629, la última, muy a pesar de que los ingentes experimentos que reseña Lederman con todo detalle a lo largo del texto resultaron incomprensibles para un neófito como yo, pero, insisto, el entusiasmo del autor (ignoro por qué le dan a Teresi crédito también cuando es Lederman quien se encarga del relato en primera persona) y la belleza de los conceptos por uno aprendidos resultan enriquecedores e irrenunciables.

Todo esto tiene que ver con la física de partículas elementales, esto es, con lo que hay más allá del “indivisible” e “invisible” átomo y sus componentes fundamentales por todos ustedes conocidas: protones, electrones y neutrones. Fue así como aprendí que un protón está conformado por tres quarks, dos hacia arriba (up) y uno hacia abajo (down), a diferencia del electrón, que lo está por dos hacia abajo y uno hacia arriba, y a los cuales los gluones les sirven como una especie de “pegamento” entre ellos, tanto en uno como en otro caso. Lo impresionante radica en el hecho de que se haya llegado a tal grado de conocimiento de la materia.

También aprendí que lo que antaño se conocía como éter, es decir, el “vacío” que nos envuelve y en el que hasta Newton creía, no así Einstein, ha sido sustituido por el campo de Higgs y otra partícula elemental, el bosón del mismo nombre, la archifamosa partícula divina, y que le valió a Peter Higgs el Nobel de Física 2013 por haberla detectado en el Large Hadron Collider (LHC), Gran Colisionador de Hadrones, del Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN, por sus siglas en francés).

En realidad, Lederman quiso titular su libro La partícula maldita sea (The Goddamn Particle) por su dificultad para encontrarla, pero presiones editoriales lo llevaron a cambiar dicho título a The God Particle (La partícula divina).

Sin embargo, yo estaría de acuerdo en que se le llamase partícula divina, ya que al ser la responsable, junto con el campo de Higgs, de dar masa a las partículas fundamentales, dicha masa permite la formación de átomos, moléculas y, en suma, del mundo tangible.

¡Vaya un entusiasta aplauso para tan transcendental logro del Homo sapiens y su embelesadora belleza!

miércoles, 30 de abril de 2025

Quintana, el privilegio de su amistad

Una de las víctimas, entre muchos otros, de estos escritos míos es el reputado periodista de negocios, finanzas, economía y política Enrique Quintana, al cual sigo desde su primera época en El Financiero, luego en Reforma y en su vuelta al primero bajo una nueva administración, donde es Vicepresidente y Director General Editorial. Son ya más de 30 años de leerlo, verlo y escucharlo, pues además de su columna diaria en el periódico, disfruto su programa dominical La Silla Roja (que no Rota, ya que ésta resultó una inaceptable vacilada) a las nueve de la noche en El Financiero Televisión, y su cotidiano Al Cierre de lunes a jueves a la misma hora y por el mismo medio.

Por ello, cuando me enteré que venía invitado por la inmobiliaria que maneja el fraccionamiento donde vivo a impartir la conferencia México hoy: en lo político, en lo económico y en lo social el martes 29 a las siete de la noche, me apresuré a inscribirme junto con Elena. A los cientos de personas que asistieron hubo que acomodarlos en un extenso espacio aledaño al campo de golf.

Puntual que soy, conminé a mi esposa a que nos presentáramos una media hora antes para así tener además la oportunidad de saludar al expositor previo a su plática. Y sí, ahí estaba a la entrada del complejo acompañado de cerca por sus anfitriones. Le comenté a Elena que lo sondearía para ver si sabía de mí. Nos acercamos, le extendí la mano y le dije: “Hola, Enrique, soy Raúl Gutiérrez, no sé si me ubiques, a cada rato te envío mis escritos o te ando importunando con comentarios sobre los tuyos”. Me sorprendió su reacción inmediata y su expresión de asombro: “¡Cómo no, Raúl, por supuesto que te ubico perfectamente, pues ya son años de ‘tratarnos’ regularmente!”, lo cual me dio un gusto enorme y procedí a presentarle a Elena.

Esto fue lo anecdótico. En cuanto a la plática, ¡qué barbaridad!, qué manera de dominar el nervio frente a esa muchedumbre, sin tropiezos y con un conocimiento de los temas tratados envidiable. Una presentación en verdad soberbia.

Por lo que apunto líneas arriba, se podría decir que yo fui nada más a un repaso sobre lo que maestro tan insigne me instruye todos los días.

¡Muchas gracias, querido amigo Enrique!

miércoles, 23 de abril de 2025

Paternal rebuzno

En la primaria yo “aprendí” que la luna siempre le mostraba la misma cara a la Tierra y que esto era –bien lo memoricé- porque el movimiento de rotación de nuestro satélite sobre su propio eje y el de traslación alrededor de nuestro planeta son de la misma duración: 27 días y un tercio. Con esto me bastó para obtener un 10 redondo en mi clase de geografía y consolidó más mi fama de alumno ejemplar en el colegio privado donde estudiaba. ¿Que por qué Selene mostraba siempre el mismo hemisferio a los terrícolas? Obvio, porque la duración del movimiento de rotación y traslación de la luna duran lo mismo, no hay más, memorízatelo bien.

Así lo “aprendí” y mejor lo memoricé y no me hizo falta más… hasta que un día mi hija Caro me hizo rebuznar 41 años después, cuando ésta cursaba el tercer año de primaria en el año 2000.

- Papi –me preguntó-, ¿me podrías explicar por qué sólo le podemos ver una cara a la luna?

- Obvio, Caro –le respondí, inflamando el pecho con orgullo y autosuficiencia-, porque los movimientos de rotación de la luna sobre su propio eje y el de traslación alrededor de nuestro planeta tienen la misma duración: ¡27 días y un tercio!

Mas la condenada escuincla no se detuvo ahí, sino que, no conforme, me inquirió:

- Pero si la luna gira sobre su propio eje, se tiene que mostrar toda ella a nosotros, ¿no es cierto?

- Bueno, ¿qué no entiendes? –respondí yo más aterrorizado que convencido-, la duración de los movimientos de rotación y traslación de la luna son los mismos, y ¡ya estuvo!, no hay de otra, la luna termina mostrándonos sólo una de sus caras, es elemental –concluí yo con voz trémula y deseando que me tragara la tierra.

¡Pero, ah, no!, como Carolina ha sido siempre muy obstinada e inteligente, y sobre todo  muy dramática, empezó a gimotear y patalear, a la vez que con un nudo en la garganta y ahogada en llanto, me recriminaba:

- ¿Cómo una niña tan chiquita puede tener un papá tan tonto? Si la luna da vueltas, la tenemos que ver toda…

- ¡Bueno, ya, ya, basta, cálmate! –le respondió su abnegado padre, que tuvo que lidiar buena parte de la infancia de los hijos con estas labores propias de su sexo-, te propongo que tratemos de explicárnoslo, pero deja ya de llorar y patalear, ¿ok?

- Está bien –respondió la niña aún sollozando y respirando espasmódicamente-, ¿qué?

- A ver, yo voy a ser la luna girando a tu alrededor y tú, ahí en el centro, la Tierra, pero sin dejar de verme, aunque teóricamente debieras estar girando 27.3 veces más rápido que yo. Hagámoslo lentamente y yo mostrándote siempre la cara.

- Ok –respondió Caro ya un poco más tranquila y sus ojillos ávidos por aprender, repito, a-pren-der, sin las comillas aplicables sólo a su estúpido padre-.

Juro por mi madre que era toda mi intención, después de más de cuatro décadas, aprender, finalmente, junto con mi hija.

Una vez que hube terminado de darle totalmente la vuelta a Carolina, no sé de quién era el gozo mayor, si de la niña o del ex atribulado padre.

- ¡¿Te fijaste, Carito?! –exclamé henchido de emoción-. No sólo me he desplazado alrededor tuyo, sino que al hacerlo sin dejar de verte, he girado completamente sobre mi propio eje, ¿viste?

- ¡Sí, papito, eres un mago! –me dijo la mocosa, llorando ahora de felicidad y colmándome de besos-. Mañana mismo se lo explico a la miss, que hoy no me lo quiso decir. (Pobre maestra, yo creo que estaba tan confundida como el progenitor.)

Vuelvo a jurar por mi madre que hasta entonces me quedó claro lo que antes sólo repetía como tarabilla: la luna siempre le muestra la misma cara a la Tierra porque su tiempo de traslación alrededor de ésta es el mismo que el de rotación sobre su propio eje. Ahí estaban, un lamentable adulto de más de 50 años y su encantadora hija de apenas 8, descubriendo el universo.

Por todo lo anterior, nunca más de acuerdo con aquello de aprender a aprender… y memorizar sólo las tablas de multiplicar.

martes, 15 de abril de 2025

¡Peligro: es vigilia!

Cursé mi educación básica e intermedia en la Ciudad de México en escuelas católicas a ultranza en las décadas de los 50/60 del siglo pasado, y todavía recuerdo cómo durante la Cuaresma, mientras formábamos filas los viernes al mediodía en el patio del plantel antes de romper la formación para el inicio del recreo, se nos recordaba que ese día era vigilia y se nos conminaba a deshacernos de nuestros lonches si éstos contenían cualquier tipo de carne. Y ahí tienen a los dóciles estudiantes arrojando sus tortas a un inmenso tambo de basura hasta desbordarlo tan pronto sonaba la campana indicando el comienzo del esparcimiento, parte del cual lo constituía la disposición de nuestros itacates, pues los niños verdaderamente gozaban arrojando jocosamente su alimento al barril, a sabiendas de que tenían la aquiescencia de sus mentores para cometer tal villanía que en otras circunstancias hubiera sido imperdonable. Mi madre, siempre previsora y estricta observante de la vigilia, aunque nunca pusiera un pie en los templos los domingos y fiestas de guardar ni jamás confesara sus pecados ni mucho menos comulgara, me preparaba un bolillo con frijoles, auténtico precursor de los molletes de hoy en día.

Lo anterior me recordaba las orgías romanas que tanto criticaban los hermanos de las escuelas cristianas bajo cuya férula estudiábamos, sólo que aquí en vez de devolver los alimentos después de ingerirlos para poder seguir comiendo, nos deshacíamos de ellos antes de deglutirlos, con la consecuente inanición.

Yo pienso que un término medio a todo lo anterior lo constituiría lo que un buen amigo leonés ha practicado desde siempre: los viernes de Cuaresma se detiene en la primera taquería que se le cruza en el camino y ordena un par de tacos de pescado, y ya después de esto, una vez cumplido el católico precepto, se refina tres más de carnitas: nana, buche y nenepil. A eso se le llama gozar de un amplio criterio.

Hace casi sesenta años que abandoné prácticas tan salvajes, pero en aquella época era yo un muchachito imberbe de 9-10 años de edad que no tenía de otra más que observar todas las deposiciones, digo, perdón, disposiciones eclesiales. Me faltaba aún una década para declarar mi independencia total de pensamiento, algo que aprecio más que ninguna otra cosa en la vida, esto es, ¡mi libertad!, lo cual coincidió con mi ingreso a la bendita universidad.

Todo esto viene a cuento porque el otro día acompañé a Elena al súper, pues no daba yo crédito a que la carnicería del barrio cerrara los viernes de Cuaresma, no sé si por cuestiones económicas o para evitar que la ciudadanía cayera en pecado, pero sí, en efecto, ¡cierra esos días!

En todo caso, permanece cerrada por cuestiones religiosas, ya sea porque los leoneses son muy mochos y no compran ni comen carne ese día o porque los tablajeros de marras están muy preocupados por la “moral” pública. Ignoro si se trate de un caso más generalizado, pero imaginen un restaurante que no ofreciera platillos cárnicos a sus clientes los viernes de Cuaresma o que advirtiera a sus comensales que no fueran a pecar en tan sacrosanta ocasión devorando una chuleta. ¡Qué bizarría!

¡Lo bueno es que a partir de este Sábado de Gloria ya no obliga la vigilia!