sábado, 21 de junio de 2025

500

Lo que empezó con una pequeña lista de corresponsales a los que enviaba mis artículos a partir de noviembre de 2007, ¡hace diecisiete años y medio!, está compuesta hoy en día por 157 correos que ven “engalanada” su bandeja de spam con mi basura. Y, sí, éste es ni más ni menos que el escrito número 500 que les envío desde entonces. Ignoro cuántos de esos 157 potenciales lectores vivirán aún, pero incluso en el más allá sigo atosigándolos con mis impertinencias una vez cada quince días, en promedio.

Habrá quien diga, no sin razón, que es muy poco para tan largo tiempo, pero cómo me cuesta trabajo imaginar las de Caín que han de pasar quienes escriben diariamente, cinco días a la semana, y que en un solo año acumulan la friolera de más de 250 sesudos análisis, la mitad de los que yo llevo en diecisiete. Y más trabajo me cuesta a mí escribir únicamente uno, como el que ahora pergeño, pues en ocasiones me toma varias horas de febril actividad “intelectual” completarlo.

Si a lo anterior agregamos que jamás he cobrado un centavo por ellos, se me tratará con mayor indulgencia.

Porque además, la verdadera paga viene con la satisfacción de escribir, que lo deja a uno orgásmicamente satisfecho. De veras, inténtenlo, y olvídense de “manuela”, o de la viejita aquella que, temblorosa de pies a cabeza, llega a un sex shop preguntando por un vibrador, y el empleado que la recibe, todo nervioso, la invita a que se retire, que ese sitio no es para ella, pero la ancianita insiste: sólo dígame si tiene vibradores. Señora, por favor, le responde su interlocutor en el paroxismo de la desesperación, ¿para qué habría de querer usted un vibrador? “¡No!, si no quiero uno -le responde candorosamente la viejecita y sin dejar de temblar rítmicamente-, sólo quiero saber cómo se le apaga”.

Así que ya saben: olvídense de “manuelas” y vibradores y a escribir frenéticamente, sin llegar al onanismo de quienes lo hacen diariamente, pues no les fuera a pasar lo que al famoso y legendario Tiberius, que en el circo romano tenía  que dar cuenta de un centenar de hermosas damiselas en fila: no tiene ningún problema con las cincuenta primeras, a las cuales despacha con facilidad, ante la gritería de la gente que, entusiasta, corea su nombre: ¡Ti-be-rius!... ¡Ti-be-rius!... Cuando llega a la 80, empieza a dar ligeros síntomas de agotamiento, y el público: ¡Ti-be-rius!… ¡Ti-be-rius!..., pero la 98 lo encuentra definitivamente exhausto, bajo el alarido de la multitud: ¡Ti-be-rius!... ¡Ti-be-rius!..., de tal forma que da cuenta de la 99 ya nada más por puro orgullo y, desfallecido, cae inmediatamente después, ante los aullidos del respetable: ¡Pu-to!... ¡Pu-to!...

Yo, por ejemplo, ahorita me siento felizmente realizado y satisfecho, ¡aunque “apenas” lleve 500 en más de una década!

¡Pero felicítenme, pues!

lunes, 16 de junio de 2025

La Princesa Caramelo

En recuerdo de mi progenitor en su día, un refrito compartido con ustedes hace muchos años.

Como ya he dicho en ocasiones anteriores, mi padre vivió su infancia como “mojado” en California en el primer tercio del siglo pasado, donde aprendió a hablar el inglés sin acento, lo que le fue de enorme utilidad a su regreso a México para ejercer de guía de turistas en su primera juventud y hasta bien entrada su madurez, hacia los 46 años de su vida adulta, cuando se unió a la embajada americana en nuestro país. Como también he señalado, la compañía privada de turismo para la que trabajaba conduciendo su propio auto, frecuentemente recibía solicitudes para prestar sus servicios a personalidades del mundo de la diplomacia tanto nacional como internacional.

Fue así como en una ocasión fue asignado para el traslado de una Princesa de la monarquía británica de Cuernavaca, Morelos, a la Ciudad de México. Viajaba ésta acompañada por una asistente y mi padre tenía que recogerlas en una mansión privada de la capital del estado y dejarlas en un hotel de lujo del entonces Distrito Federal. La princesa y su acompañante se imaginaron que les habían contratado un taxi de lujo y en consecuencia abordaron el suntuoso Buick negro último modelo sin apenas prestarle atención a mi progenitor, y la misma actitud tomaron durante todo el viaje. Y ahí empezó el problema, pues la desbozalada Princesa comenzó a dar puntual cuenta a su empleada de confianza de todo lo vivido desde la noche anterior y hasta poco antes de subir a este ancestro de Uber.

La Princesa inició dando cuenta a su asistente-amiga de la fenomenal borrachera que había agarrado la noche anterior, pero sobre todo, del bellísimo ejemplar de macho mexicano que conoció durante la velada y lo mucho que éste la hizo gozar con posterioridad ya en un ambiente más íntimo, fuera del alcance de toda esa “gente estúpida” con que trató durante la velada. “Te lo juro –concluía la Princesa esta parte de su relato-, durante todos estos años con el Príncipe, nunca me ha hecho sentir como este ejemplar ¡en una sola noche!”.

“Los problemas empezaron esta madrugada –continuó la Princesa-, una vez que ‘mi’ hombre me hubo abandonado y yo comencé a sentir los malestares producto de eso que esta gente incivilizada llama comida típica y que no es más que porquería que te descompone el estómago más que el alcohol, por lo que no me quedó más remedio que vomitar todo lo que había tragado. Para empeorarla, producto de esa misma basura que comí, ya son varias las veces que he tenido que aliviarme en el retrete. A ver si la píldora que me acabo de echar antes de salir sirve de algo, si no, ya me estarás cambiando de pañal, querida amiga”.

Ante los gestos de complicidad de la amiga, la princesita concluyó: “Pero más vale tener cuidado, no vaya a ser que las piedras oigan”. Las estentóreas risotadas de las amigas hicieron que mi padre dibujara apenas un remedo de sonrisa de compromiso en sus labios, tan natural, que la Princesa se le quedó viendo como quien piensa “este idiota no entiende ni jota de lo que oye y no tiene más remedio que esbozar una estúpida mueca de diplomacia, es su trabajo”. Pero las damas no se recataron, ¡qué va!, siguieron hablando durante todo el trayecto con un lenguaje más propio de un pub de los arrabales de Londres que de la realeza británica.

Una vez que el traslado hubo concluido, mi padre se apeó del auto y entró al magnificente hotel. Cuando estuvo de regreso, se dispuso a abrirles la puerta del coche a la Princesa y su acompañante, pero aquélla se encontraba todavía tan embebida en la plática que, una vez que hubo salido del vehículo, intentó distraídamente dirigirse en automático a mi progenitor, para de inmediato disculparse: “Oh, no, no, I’m sorry, forget it”, a lo que mi padre respondió a su vez, simulando el acento británico que tan bien le sentaba:

No problem, Your Majesty. I already asked the bellboy to please take your luggage to your rooms. He is now waiting in the lobby to show you the way. Your Royal Highness –continuó él imperturbable-, it’s been a real pleasure to have served you during this short trip and I would certainly have liked it to be a little longer to plainly enjoy your company.Y, tras una leve y discreta reverencia, se las quedó mirando a las dos.

La dulce princesita no acertaba a adivinar lo que estaba ocurriendo, se asemejaba a uno de aquellos enormes caramelos de las barberías de antaño que pasaban alternativamente de un color rojo grana, al blanco cadavérico y a un azul intenso producto de un sofocamiento, y vuelta a empezar. Y frente a ellas, mi padre, la piedra, sobre quien Dios edificó mi familia, y que no sólo oía, sino que escuchaba, veía y, sobre todo, hablaba fluidamente su idioma. La Princesa Caramelo, después de buscar desesperadamente en su delicado bolso, puso un billete de cien libras en manos de mi padre, dio media vuelta y huyó despavorida, olvidándose hasta de su amiga, quien, corriendo, salió tras de ella.

Don Nicolás, mi padre, subió de nuevo a su auto y no pudo evitar dibujar en el vacío una señal que décadas más tarde inmortalizaría un diputado y el vulgo bautizaría como la roqueseñal, en “honor” de aquel deleznable político (¿hay de otros?) todavía en funciones hasta hace poco. Señal más conocida hoy en día por el anglicismo Yes!, y por lo tanto más apropiada en el caso del querido don Nico, que San Roque, ¡patrono de los peregrinos!, proteja en el más allá.

Mi padre nunca supo si las cien libras que le dio la Princesa Caramelo fueron en agradecimiento por sus buenos afanes o para comprar su silencio. Él supuso que lo primero, y quedó entonces en absoluta libertad de conciencia de relatarme lo sucedido con todo lujo de detalles muchísimos años después.

La verdadera identidad de la Princesa Caramelo la guardo para mí al todavía formar parte ésta de la vetusta y centenaria corte inglesa.