En recuerdo de mi progenitor en su día, un refrito compartido con ustedes hace muchos años.
Como ya he dicho en ocasiones
anteriores, mi padre vivió su infancia como “mojado” en California en el primer
tercio del siglo pasado, donde aprendió a hablar el inglés sin acento, lo que
le fue de enorme utilidad a su regreso a México para ejercer de guía de
turistas en su primera juventud y hasta bien entrada su madurez, hacia los 46
años de su vida adulta, cuando se unió a la embajada americana en nuestro país.
Como también he señalado, la compañía privada de turismo para la que trabajaba
conduciendo su propio auto, frecuentemente recibía solicitudes para prestar sus
servicios a personalidades del mundo de la diplomacia tanto nacional como
internacional.
Fue así como en una ocasión fue asignado
para el traslado de una Princesa de la monarquía británica de Cuernavaca,
Morelos, a la Ciudad de México. Viajaba ésta acompañada por una asistente y mi
padre tenía que recogerlas en una mansión privada de la capital del estado y
dejarlas en un hotel de lujo del entonces Distrito Federal. La princesa y su
acompañante se imaginaron que les habían contratado un taxi de lujo y en
consecuencia abordaron el suntuoso Buick
negro último modelo sin apenas prestarle atención a mi progenitor, y la misma
actitud tomaron durante todo el viaje. Y ahí empezó el problema, pues la
desbozalada Princesa comenzó a dar puntual cuenta a su empleada de confianza de
todo lo vivido desde la noche anterior y hasta poco antes de subir a este
ancestro de Uber.
La Princesa inició dando cuenta a su
asistente-amiga de la fenomenal borrachera que había agarrado la noche
anterior, pero sobre todo, del bellísimo ejemplar de macho mexicano que conoció
durante la velada y lo mucho que éste la hizo gozar con posterioridad ya en un
ambiente más íntimo, fuera del alcance de toda esa “gente estúpida” con que
trató durante la velada. “Te lo juro –concluía la Princesa esta parte de su
relato-, durante todos estos años con el Príncipe, nunca me ha hecho sentir
como este ejemplar ¡en una sola noche!”.
“Los problemas empezaron esta madrugada
–continuó la Princesa-, una vez que ‘mi’ hombre me hubo abandonado y yo comencé
a sentir los malestares producto de eso que esta gente incivilizada llama
comida típica y que no es más que porquería que te descompone el estómago más
que el alcohol, por lo que no me quedó más remedio que vomitar todo lo que
había tragado. Para empeorarla, producto de esa misma basura que comí, ya son
varias las veces que he tenido que aliviarme en el retrete. A ver si la píldora
que me acabo de echar antes de salir sirve de algo, si no, ya me estarás
cambiando de pañal, querida amiga”.

Ante los gestos de complicidad de la
amiga, la princesita concluyó: “Pero más vale tener cuidado, no vaya a ser que
las piedras oigan”. Las estentóreas risotadas de las amigas hicieron que mi
padre dibujara apenas un remedo de sonrisa de compromiso en sus labios, tan
natural, que la Princesa se le quedó viendo como quien piensa “este idiota no
entiende ni jota de lo que oye y no tiene más remedio que esbozar una estúpida
mueca de diplomacia, es su trabajo”. Pero las damas no se recataron, ¡qué va!,
siguieron hablando durante todo el trayecto con un lenguaje más propio de un
pub de los arrabales de Londres que de la realeza británica.
Una vez que el traslado hubo concluido,
mi padre se apeó del auto y entró al magnificente hotel. Cuando estuvo de
regreso, se dispuso a abrirles la puerta del coche a la Princesa y su
acompañante, pero aquélla se encontraba todavía tan embebida en la plática que,
una vez que hubo salido del vehículo, intentó distraídamente dirigirse en
automático a mi progenitor, para de inmediato disculparse: “Oh, no, no, I’m sorry, forget it”, a lo
que mi padre respondió a su vez, simulando el acento británico que tan bien le
sentaba:
“No problem, Your Majesty. I already asked
the bellboy to please take your luggage to your rooms. He is now waiting in the
lobby to show you the way. Your Royal Highness –continuó él imperturbable-,
it’s been a real pleasure to have served
you during this short trip and I would certainly have liked it to be a little
longer to plainly enjoy your company.” Y, tras una leve y
discreta reverencia, se las quedó mirando a las dos.
La dulce princesita no acertaba a
adivinar lo que estaba ocurriendo, se asemejaba a uno de aquellos enormes
caramelos de las barberías de antaño que pasaban alternativamente de un color
rojo grana, al blanco cadavérico y a un azul intenso producto de un
sofocamiento, y vuelta a empezar. Y frente a ellas, mi padre, la piedra, sobre
quien Dios edificó mi familia, y que no sólo oía, sino que escuchaba, veía y,
sobre todo, hablaba fluidamente su idioma. La Princesa Caramelo, después de
buscar desesperadamente en su delicado bolso, puso un billete de cien libras en
manos de mi padre, dio media vuelta y huyó despavorida, olvidándose hasta de su
amiga, quien, corriendo, salió tras de ella.
Don Nicolás, mi padre, subió de nuevo a
su auto y no pudo evitar dibujar en el vacío una señal que décadas más tarde
inmortalizaría un diputado y el vulgo bautizaría como la roqueseñal, en “honor”
de aquel deleznable político (¿hay de otros?) todavía en funciones hasta hace poco.
Señal más conocida hoy en día por el anglicismo Yes!, y por lo tanto más apropiada en el caso del querido don Nico,
que San Roque, ¡patrono de los peregrinos!, proteja en el más allá.
Mi padre nunca supo si las cien libras
que le dio la Princesa Caramelo fueron en agradecimiento por sus buenos afanes
o para comprar su silencio. Él supuso que lo primero, y quedó entonces en
absoluta libertad de conciencia de relatarme lo sucedido con todo lujo de
detalles muchísimos años después.
La verdadera
identidad de la Princesa Caramelo la guardo para mí al todavía formar parte
ésta de la vetusta y centenaria corte inglesa.