Perdón que me repita, pero la temporada
lo reclama:
El crudelísimo invierno de 1983-84 fui
asignado por IBM de México, donde trabajaba, al centro de soporte que la corporación
tenía en Boëblingen, Alemania, cerca de Stuttgart, durante tres meses
(diciembre a febrero). Las fiestas navideñas iniciaron el viernes 23, después
del horario de oficina, y terminaron el lunes 26, pues la empresa en aquel país
acostumbraba dar el día siguiente a la Navidad.
Los momios no me favorecían, ya que al
no ser yo europeo, como la mayoría de los compañeros que ahí tenía y que podían
regresar a sus países de origen cada dos semanas, no debía ausentarme del lugar
sino hasta el fin de mi asignación, o bien los fines de semana o días feriados
con el compromiso de regresar a la oficina al día hábil siguiente, de tal suerte
que aquel viernes 23 en la tarde-noche fue de condolencias para mí por parte de
todos mis colegas porque iba a permanecer solo, si así lo decidía, tres largos
días en el pueblecito de Schönaich, donde residíamos. Yo no me sentía triste,
pues pensaba tomar el coche que nos asignaban para nuestro desplazamiento e ir
a Berna, Suiza, muy de mañana el sábado 24, sin embargo, un oriundo se me
acercó y me dijo que tuviera valor y que tratara de pasármela lo mejor posible.
Para cuando regresé al acogedor hotel
administrado por una simpática familia ese mismo viernes en la noche, ya todos
mis compañeros habían literalmente emprendido el vuelo y el administrador me
entregó las llaves del acceso principal del recinto diciéndome que también
ellos abandonaban el pueblo y que me quedaría solo en el lugar, rogándome que
me asegurara, únicamente por precaución, de cerrar bien la puerta. Tragué
saliva con dificultad y tomé las llaves deseándoles felices fiestas.
Según lo planeado, emprendí la marcha al
día siguiente y me encaminé a mi destino a través de Zúrich y Lucerna, pero
para cuando llegué a Berna la noche ya era cerrada, a pesar de ser solamente
las 6 y media de la tarde, y con un hambre voraz, pues no me había detenido
para nada en el camino, excepto para poner gasolina. Obviamente, la mayoría de
los negocios ya había cerrado, no así una pequeña fonda que apenas había
iniciado el proceso, pero cuando quise ingresar, me topé con la puerta de
cristal en las narices y una empleada enternecida que sólo me miraba cómo
rasguñaba yo con una mano el vidrio como un perrillo que pide clemencia. La
dama, visiblemente conmovida, me abrió y me puso en la mano una carta enmicada
de la que seleccioné con el dedo lo primero que se me ocurrió.
Unos minutos después me fueron
presentados un par de huevos fritos sobre sendas rebanadas de pan bimbo. ¡Qué
huevos! Juro por mi madre que ha sido el más suculento manjar que haya probado
nunca, de veras.
Terminada mi opípara cena, a buscar
hotel. Conseguí uno buscando en el tablero que para tal propósito suelen tener
en las estaciones de tren, no lejos de ahí. ¡Y a disfrutar la maravillosa
ciudad! Pero cómo, con una noche tan oscura y con un frío que literalmente
cortaba el rostro. Apenas recorridas unas cuantas calles, decidí, mejor,
regresar al hotel, donde la familia que lo administraba y que ahí celebraba la
Nochebuena se me quedó mirando de lo más extrañada y hasta temerosa mientras me
dirigía a mi habitación ascendiendo las escaleras. Me deseé una Feliz Navidad y
me acurruqué en la cama justo a las ¡nueve y media de la noche!
Pero al día siguiente, domingo 25,
después del magnífico desayuno que suelen disponer en esos hoteles, a base de
quesos, embutidos, pan fresquecito y crujiente, jugos, mermeladas, mantequilla
y el mejor expreso del mundo, entré en euforia y, ahora sí, aunque el frío era
igualmente intenso que la noche anterior, me puse a recorrer Berna, pero
especialmente su calle principal, la del tranvía y el reloj, y el “pozo” de los
osos, símbolo de la ciudad, al final de la avenida, esos que uno alimenta con
lo que ahí venden para tal propósito, y que con sus manazas piden más agitándolas
rítmicamente hacia sus pechos cuando uno cesa de aventarles. Muy simpáticos y tiernos,
ciertamente.
Y el camino de regreso a “casa”, con una
pernocta la noche del 25 en Lucerna, ¡maravillosa!, y la mañana del 26 de nuevo
a Boëblingen, vía Zúrich, previo abastecimiento de gasolina en una vereda
vecinal, donde la esposa del despachador, una encantadora joven con bebé en
brazos, que dice hablar inglés, me sugiere una ruta alterna y, dice, muy
hermosa, ante la mirada recelosa del marido, que no nos despega la vista
mientras despacha. Sigo sus consejos. ¡Craso error! Se suelta una nevada como
nunca y la hermosísima ruta alterna resulta de lo más peligrosa, y yo con las
cadenas de las llantas para manejar en esas condiciones bien guardadas en la
cajuela del carro y sin saber cómo colocarlas. Muchos accidentes en el camino,
pero afortunadamente ninguno que me involucre, a pesar de haber prescindido
todo el trayecto de las mentadas cadenas. Y una nueva noche solo en el hotel,
todo mío, ya que mis compañeros no llegarán sino hasta la mañana siguiente.
Treinta y cuatro años
había vivido hasta aquella época, otros 41 han transcurrido desde entonces e,
insisto, ¡qué huevos aquéllos! Es que yo creo que eran de granja y los de hoy
son ya muy artificiales… o así los siento.