miércoles, 22 de febrero de 2023

Tres lecturas

Después de La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, comentada con anterioridad, he realizado otras dos lecturas y una relectura en días pasados: El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Gimpel, el tonto, de Isaac Bashevis Singer, y Dublineses, del insuperable James Joyce, respectivamente.

El primer libro, El maestro y Margarita, consta de tres partes entremezcladas: la aparición del diablo, Vóland, en Moscú; la historia de Pilatos, narrada por el maestro, recluido en un hospital siquiátrico, a donde va a parar uno de los protagonistas principales de la obra, Iván, involucrado en los prodigios de Satán; y, finalmente, el propio relato fantástico del maestro y Margarita. Muchos de los prodigios en que incurren el demonio y sus ayudantes resultan entretenidos en la prosa de Bulgákov, pero muchos otros, a pesar de ser considerada ésta una obra maestra, me parecieron a mí francamente necios, al punto de sentirme tentado a abandonar la lectura. Afortunadamente esta tentación se ve frustrada por la magnífica historia de Pilatos, narrada magistralmente por el autor con nombres ficticios para Jesús, Jerusalén, Judas, Mateo y demás. Que otros especulen con las implicaciones políticas y segundas intenciones de la obra, yo no, pues es una tarea para la cual me declaro incompetente. El libro se deja leer con gusto.

Los otros dos volúmenes son libros de cuentos, o más bien relatos, muchísimo más disfrutables y entrañables. En particular, me fascinó Alegría, en la obra de Bashevis, y Los muertos, en la de mi admirado Joyce.

En Alegría se relata la historia de un rabino que tiene un discípulo preferido y al que aquel pone a prueba con filosóficos diálogos inteligentes y comprometedores. Paulatinamente, la vida del rabino se va extinguiendo, y primero es su querida hija muerta, Rebeca, que se le aparece y le dice que ya es hora, y en su lecho de muerte el resto de la familia ya fallecida, que hace pensar al rabino: “De modo que así es. Bien, ahora todo está claro.” Al oír sollozar a su mujer, quiere decirle algo, pero ya no tiene las fuerzas, sólo alcanza a decir a su amado discípulo que se ha acercado al intuir que algo quiere expresar: “Se debería estar siempre alegre”, sus palabras postreras. Sublime.

En Los muertos, de James Joyce, todo transcurre al final de una animada cena familiar de fin de año, cuando la pareja protagonista de la novelita, Gabriel y Gretta, que han dejado en casa a los hijos al cuidado de una nana, abandonan la morada de sus tías para ir a recluirse a su posada. Él, con la pasión por su esposa a flor de piel, esperando nada más estar a solas con ella, pero ésta, melancólica por la última pieza musical que escuchó en la reunión, La muchacha de Augbrim, y que hace temer al marido que se esté enfermando por la fuerte nevada, pero no, es sólo que la melodía le hizo recordar un amor de adolescencia, Michael Furey, cuando ella apenas tenía diecisiete años; cómo el joven, estando muy enfermo, se levantó del lecho para ir a buscarla bajo la lluvia a su casa y decirle que ya no deseaba vivir, sabiendo que se iba lejos como interna a un convento, a pesar de la promesa de que en el verano se volverían a ver. Ya en el convento, se enteró que el joven murió a los pocos días, literalmente por ella.

Cuando Gretta terminó su relato, desfalleciente y llorosa cayó en la cama y al instante se durmió, lo que permitió a Gabriel cavilar: “Era mejor pasar valientemente al otro mundo, en la gloria total de alguna pasión, que desvanecerse y marchitarse despaciosamente con los años.” Y se puso a contemplar por la ventana la nevada que nuevamente arreciaba y “caía sobre el universo. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final, sobre los vivos y los muertos.”

¡Doblemente sublime!

sábado, 18 de febrero de 2023

Crónica de un despido

El pasado viernes 10 de febrero de 2023 se cumplieron exactamente 28 años de que me “corrieron” de la compañía más grande de computadores del mundo en aquel entonces -a quien adelante denominaremos como la Cía.-, pues ello ocurrió el viernes 10 de febrero de 1995. Escribí “corrieron” porque en realidad yo lo pedí: me presenté en la oficina del director de mi área y le expliqué que corría el runrún de que pronto habría un programa de retiro voluntario, de esos con una suculenta indemnización que la Cía. ya había tenido con anterioridad en épocas difíciles para el país, en 1982, por ejemplo. El jefe de mi jefe, sorprendido, negó enfáticamente que fuera a haber tal plan de retiro y que, en todo caso, la Cía. tenía otros planes para mí. Bueno, le dije, lo único que deseaba plantearte es que de haber dicho programa, me tomes en cuenta. Muy bien, me atajó, mensaje recibido.

Un par de semanas después, un jueves, me llamó la secretaria del referido director para informarme que al día siguiente -aquel fatídico viernes- me esperaba éste en su oficina del cuarto piso. Por lo platicado con él, yo estaba convencido de que me propondrían algo para que continuara mi desarrollo en la empresa y desistiera de mi idea del retiro. Ese jueves en la noche, por cierto, personal de seguridad externa con fieros perros sabuesos en correa recorría los pisos del edificio husmeando no sé qué coños. Uno de ellos pasó fugazmente frente a mi oficina.

El viernes, el director me recibió en su despacho con una firmeza mal disimulada, me dio un fuerte apretón de manos y me dijo: bueno, como lo solicitaste, aquí está tu chequesote, mucha suerte en tus planes futuros, me volvió a tender la mano, y yo, atónito, le ofrecí la mía, si más. ¡Tenga para que aprenda! Cuando regresé a “mi” oficina, el acceso a la computadora me había sido revocado y los mismos guardias de la noche anterior olfateaban por ahí cerca: me impidieron incluso que recogiera mi cepillo de dientes y me urgían con su presencia a que me largara de ahí cuanto antes. Lo mismo ocurrió con decenas más que corrieron ese día, la mayoría felices con sus “chequesotes”; otros, indiferentes. Yo no, yo estaba profundamente indignado, pues era una afrenta humillante después de haber servido durante veinte años a la Cía. con mi mejor empeño, que incluían más de dos años de excelencia en los Estados Unidos, donde inclusive me distinguieron como el mejor asignado entre muchos otros extranjeros dentro de un centro internacional de soporte técnico, en Raleigh, Carolina del Norte, donde nació mi adorada primogénita, Carolina.

La semana siguiente fue frenética para mí. En primer lugar, llamé a la oficina de personal de la matriz de la Cía. en la Unión Americana, indicándoles que al día siguiente pensaba embarcarme a ese país para denunciar formalmente y de frente lo que me había ocurrido, que era degradante. Mira, me dijo la atenta ejecutiva que me atendió, no malgastes tu dinero, mejor dame tu número telefónico, cuelga, yo te marco enseguida y me platicas cuanto te aqueja. Y así fue, me llamó de inmediato, y yo le di rienda suelta a mi ronco pecho. Le relaté todo lo que aquí llevo dicho y muchas cosas más, que le enfaticé que eran como secretos de confesión, y concluí observando que no era posible que el Presidente y Director General de la Cía. llevara más de catorce años (octubre de 1980 a febrero de 1995) en el puesto con los resultados que estábamos viendo y con un trato tan irrespetuoso; la Cía., que se vanagloriaba de haber acuñado el lema Respeto por el individuo. Añadí que para mí no había dictaduras buenas y dictaduras malas, que para mí sólo existían dictaduras que llevan a resultados desastrosos. Esto fue el lunes, mismo día que me entrevisté con uno de los columnistas especializados de El Financiero, que ahora ha vuelto a él, después de haber pasado sucesivamente por Reforma y Excélsior. Y vuelta a empezar: le relaté todo lo que ahora llevo dicho, incluida la llamada que recién referí.

El reportero estaba sinceramente apenado por tener  que saltarse a su amiga de Relaciones Externas de la Cía. -también amiga mía-, pero yo lo tranquilicé diciendo: mira, ¿tú no crees que ella muy bien sabe que cuando ustedes buscan la nota no acuden a los boletines de prensa de las empresas sino a sus propias fuentes?, así que dime cuándo publicarás algo sobre lo que te cuento y te entrego por escrito, y dejémonos de remilgos; incluso siéntete libre de publicar mi nombre como tu fuente, ya que nada temo. Esto último le molestó, ya que, dijo, el no tenía por qué revelar sus fuentes, y que al día siguiente -tornaboda del Día del Amor y la Amistad de 1995, por cierto- publicaría sin falta su nota, que, después de puntualizar lo hasta aquí dicho, finaliza con parte de lo que le pasé al periodista por escrito: “Este es el punto al que han llevado a la empresa un puñado de jóvenes y arrogantes directores, un vicepresidente de Operaciones sin carácter y un despótico, prepotente y soberbio presidente con más de 14 años al frente de la Cía.”. Quede esto como testimonio -concluye el periodista- de un Cíaista, que a pesar de sus años en la empresa no ha perdido la capacidad de asombro. Pero como también nos dice, “como testimonio de la reconocida y profunda descomposición y decadencia de la Cía.”.

El periódico se vendió como nunca entre empleados y clientes de la Cía., y reunidos en petit comité, los directores y el presidente de la empresa determinaron que un servidor era el autor del “atentado”, pero entró en mi defensa el vicepresidente de Operaciones señalando que, si tal fuera el caso, yo hubiera dado mi nombre y dos apellidos, algo que de hecho hice.

El Presidente y Gerente General “se retiró” de la Cía. dieciocho días después de mí, el 28 de febrero de 1995. Sin embargo, con la fiebre de las punto.com a finales de los 90, yo volví a trabajar para la Cía. en Estados Unidos (en la Network Hardware Division) vía un contractor en Denver, Colorado, pues como ex empleado liquidado era la única forma de hacerlo. Es decir, no hubo represalias y se reconoció mi trayectoria, especialmente los años trabajados allá (1990-1992).

miércoles, 8 de febrero de 2023

Gracias a la viiida...

Tan importante cómo contar bien las cosas es tener cosas que contar. Quizá a ello se deba que invente cualquier pretexto para ya no seguirlo haciendo, como haber sido olímpicamente ignorado por el jurado de un concurso literario pedorro. Para suplir esa carencia argumental, le propuse a Elena que nos fuéramos de “luna de miel” a la Ciudad de México de lunes a viernes, lo que hicimos a finales de enero. Yo, a mis otoñales 73, y ella, a sus primaverales 57. Nos fuimos en uno de esos transportes privados que ahora pululan en León.

Apenas llegar, nos desplazamos a pie del hotel que acostumbramos, justo a espaldas de la embajada americana, al Templo Mayor, recorriendo Paseo de la Reforma, Avenida Juárez y Madero hasta el Zócalo capitalino, y de ahí, a tiro de piedra, al referido templo, cuyo museo se encontraba cerrado por ser lunes. Ni tardos ni perezosos, nos encaramamos a la terraza de la librería Porrúa que se encuentra a un lado, en el restaurante bar El Mayor, y al calor de unas chelas, tequilas y un ambigú de guacamole con totopos contemplar la espléndida vista que desde ahí se tiene del templo y, un poco más allá, de Palacio Nacional. Y de regreso al hotel por la misma ruta. Nos asignaron habitación, descasamos un poco y nos encaminas sobre Reforma, pero en dirección opuesta, a uno de los restaurantes sensación actualmente en la Ciudad de México: el Ling Ling, de comida oriental, en el piso 56 de la torre del Ritz-Carlton, en Reforma 509, justo enfrente de la Estela de Luz y de la torre BBVA.

A pesar de ser lunes en la noche, el Ling Ling se encontraba abarrotado de comensales, tanto nacionales como extranjeros. Resulta ocioso decir que la vista nocturna de la ciudad desde lo alto es soberbia, y la comida no la desmerece en nada: Elenita pidió un arroz frito con pato y yo un salmón glaseado con arenques, para terminar con una generosa y suculenta tajada de pastel de chocolate que compartimos y que nos adornaron con una de esas luces cometa que ahora se acostumbran y con la leyenda ¡Felicidades!, quesque nomás porque les habíamos caído bien, pues nada celebrábamos.

El martes temprano, después de desayunar, nos encaminamos -siempre a pie- rumbo al Castillo de Chapultepec, pasando antes frente a la torre BBVA. Elena llevaba en su bolso una navaja Victorinox y una Swiss Card, navaja en forma de tarjeta de crédito preferida de las damas, ambas comercializadas por esta experta en su tienda de regalos. Pensábamos pasarlas a entregar en la recepción de la torre. Eran para mi amigo, el director general de BBVA, Eduardo Osuna Osuna, y su atenta asistente Rocío García, respectivamente, pero a la mera hora nos arrepentimos, no fueran a pensar que algo tratábamos de conseguir, cuando solo eran muestras de agradecimiento por favores recibidos con anterioridad, simples exvotos, pues. Después se las envío por mensajería.

De ahí nos encaminamos rumbo a las Puertas de Chapultepec, el monumento a los Niños Héroes y el mentado Castillo. Haría un cuarto de siglo que no nos parábamos por esos lares, desde que lo hicimos con los hijos cuando eran Niños anti-Héroes. ¡Qué maravilla! Los salones, los carruajes -tanto de Juárez como de Maximiliano-, la esplendorosa terraza, los aposentos de la emperatriz, los candiles, los jardines y el maravilloso museo que alberga el Castillo todo. Elena entró en éxtasis cuando divisó una navaja con cachas de madera perteneciente a Vicente Guerrero, su mero mole en nuestro negocio. Pero más nos extasió la maravillosa vista en 360 grados del Bosque de Chapultepec y la ciudad que lo circunda. Desde ahí contemplamos el restaurante de la noche anterior y desde ahí oteamos el Camino Real, adonde poco después nos encaminamos para echarnos tres cervezas, yo, y dos banderas (caballitos de limón, sangrita y tequila), mi media naranja, acompañados de una frugal botana.

Al día siguiente, miércoles, enfilamos con mi amigo Moreyra (ex IBMista) hacia el restaurante San Ángel Inn en el sur de la ciudad, donde nos reuniríamos con una mutua amiga, Patricia. El alcohol corrió a raudales (dos botellas de vino tinto, cervezas y tequila) y una reunión inolvidable que culminó en casa de Patricia y un par de carajillos por cabeza para cerrar la jornada. Moreyra y yo siempre nos hemos llevado fuerte, y en una de esas me dijo que me he jorobado mucho, que parezco viejito, a lo que le respondí que mientras la joroba sea por atrás no hay problema, pero que qué razón me daba él de la tremenda joroba que le salió por delante, esa tremenda panza de chelero, que su altura, que sobrepasa los dos metros, hace aún más evidente. Moreyra rió de buena gana y nos condujo de vuelta al hotel.

El jueves, después de desayunar en Le pain quotidien, nos fuimos a recorrer la milla a Masarik, huelga decir que a pie, y terminamos comiendo en Campomar, por recomendación de Moreyra. Restaurante, por cierto, ya presente también en León. Nos sirvieron un opíparo platón de suculentos camarones que nos dejó satisfechos hasta la noche, en que ya únicamente nos apersonamos en el lobby bar del María Isabel para refinarnos un par de margaritas por piocha y un delicioso platito de cacahuates garapiñados. Las bebidas nos pusieron de verdad muy contentos  y nos retiramos de ahí felices rumbo al hotel.

Fuera de la ida al San Ángel Inn con Moreyra, todo lo demás fue a pie, ¿no es maravilloso?

El último día, viernes, ya había acordado con Elena que iríamos a comer al Alfredo di Roma, poco antes de que abordáramos nuestro transporte privado de regreso a León a las puertas de Presidente InterContinental, donde precisamente se encuentra ubicado el comedero. Aderezamos la pasta Alfredo de ella y mi filete a la sal con media botella de Protos, de Ribera del Duero. ¡Un festín!

Me cae que no hace falta más que buena voluntad para pasársela uno bien. ¡Gracias a la viiida, que me ha dado taaanto...! (Violeta Parra dixit).

sábado, 4 de febrero de 2023

Más pronto cojo que un hablador

No recuerdo si así rece exactamente el dicho, pero la idea es la misma: vuelvo de mi “retiro” para seguir jodiendo. No diré que de las 136 personas a las que suelo enviar estos escritos una abrumadora mayoría se haya manifestado por que no me fuera. No, para nada, fueron solo siete, es decir, apenas el cinco por ciento, pero lo hicieron de una manera tan vehemente y conmovedora que no me quedó de otra, y aquí me tienen, de “regreso”.

Elena, mi esposa, me dijo que era un pusilánime, que el haber perdido en el concurso en que participé no era razón suficiente para dejar de escribir las sandeces que acostumbro. Y sí, por qué dramatizar al extremo mi derrota en un certamen literario de medio pelo en una de las rancherías del interior de la República (el imbécil de Palacio ya me estaría prescribiendo Vitacilina para el ardor) y así, sin más, tirar el arpa.

Ya tienes un público garantizado de fieles lectores, continuó la sabia Elena, que no es bueno que tires por la borda, lo que trajo a mi mente otro refrán popular que a la letra dice: Más vale pájaro en mano y siento bonito, ¿o cómo era?

Así que -aunque quizá no con tanta frecuencia- aquí seguiremos departiendo.

jueves, 2 de febrero de 2023

Perseverancia

Desde siempre, Carolina le había insistido a su padre que la llevara al Bolshoi, “aunque sea a Rusia”,  le había dicho.

Todo empezó años atrás cuando el señor se llevó a toda la familia de vacaciones a Guanajuato para disfrutar del Festival Internacional Cervantino, a mediados de la década de los 80. Carolina, que tendría entonces unos cinco años, quedó fascinada con los espectáculos dancísticos que se montaron en aquella ocasión. Y todo contribuyó a este fin: la belleza de aquella ciudad colonial, la majestuosidad del Teatro Juárez y el soberbio ambiente que el escenógrafo instaló en ese recinto sin par. La fama del festival, por cierto, ya había trascendido fronteras.

A partir de aquel momento, la tierna mente de la niña fue indeleblemente marcada por este bello arte, a tal grado que Carolina insistía año con año en regresar a Guanajuato para que la llevaran “al Cervantino”. Sin embargo, la empresa se fue tornando más y más difícil, toda vez que los hermanos de Caro, menores los dos, preferían el futbol y la playa, y aunque disfrutaban igualmente de la ciudad colonial y los espectáculos que para ellos se daban, su deleite estaba más al aire libre.

Carolina, por otro lado, obsesiva como era, se había vuelto una fanática de la danza, igual o más que los niños del futbol. Y así como éstos se declaraban fieles seguidores de los mejores equipos de España, Inglaterra, Francia e Italia, aquélla quiso averiguar dónde se practicaba el mejor ballet del mundo, y quedó particularmente satisfecha al saber que no era en ninguno de los países “de” sus hermanos, sino uno más lejano, que curiosamente hacía muy poco se había separado también de sus “hermanos”, y en donde desde siempre habían florecido la música, la ciencia, la literatura y... la danza. La mamá, una apasionada de las letras, le contó que Rusia era, además, la tierra de grandes artistas como Dostoievsky, Tolstoi, Chejov, Turgueniev, autores de obras tan famosas como Crimen y Castigo y Ana Karenina, de las que la niña ya sabía por películas y libros infantiles. 

Melómana, la señora también le recordó a otro ilustre ruso: Tchaikovsky, autor del Cascanueces y El Lago de los Cisnes, tan conocidas, queridas y ejecutadas por la hija desde que ésta era pequeña. Por no quedarse atrás, su esposo, matemático, le dijo que Rusia era también el país de Tchebychev, un genio en la teoría de números. 

Por extensión de sus padres, Carolina se volvió, pues, una entusiasta de Rusia, aunque por un motivo diferente: el Ballet Bolshoi, del que quiso saber todo lo que aquéllos pudieran platicarle.

El padre, harto ya de la ciudad de México, donde siempre habían radicado, y de las disputas de los hijos sobre el mejor lugar para pasar unas cortas vacaciones, se dejó influir por Caro para irse a vivir “cerca de Guanajuato”. Así, le dijo, me podrías llevar junto con mamá “al Cervantino” y disfrutar los tres del ballet, perdón, añadió,  del festival, sin necesidad de tener que dormir fuera de casa.

No fue difícil escoger León como el lugar ideal para tal propósito, y en menos de tres meses la familia estaba ya totalmente instalada en esa cosmopolita ciudad.

Los niños entraron a la escuela y escogieron, obviamente, las academias de futbol y danza, pero la obsesión de la niña la llevó a tomar tres días adicionales a la semana de ballet por las tardes. La modesta escuela donde tomaba sus clases le brindó incluso la oportunidad, tiempo después, de obtener su certificado de la Academia Real de Bellas Artes de Londres.

Mientras estos años pasaban, madre e hija siguieron disfrutando  del Festival Internacional Cervantino. Es increíble hasta qué punto las obsesiones, la tenacidad, un sueño de vida y el escenario adecuado pueden contribuir a moldear el carácter y la personalidad. Y el festival había sido eso, el catalizador que Caro necesitaba para dar cauce a su energía y ansia de vivir desbordantes.

Entre tanto, el padre, que comenzó tomando como pretexto el cuidado de los niños mientras las mujeres de la casa disfrutaban del arte, empezó a encerrarse más y más en sí mismo, hasta que el pretexto se agotó: los niños crecieron y preferían, por supuesto, a los amigos. El gusto por lo bello, que él mismo había fomentado, terminó por desaparecer.

Es difícil determinar las causas de la melancolía. Puede que ésta venga dada por una carga genética o que sea provocada por factores externos, pero lo cierto es que ahí estaba este señor, rodeado de una familia feliz llena de energía vital, a punto de desfallecer sin causa aparente. La depresión clínica no fue más que un resultado natural de este proceso.

Luego vinieron los medicamentos, esos que se venden y comercializan como una panacea y que resultan en beneficio mayormente de los laboratorios que los producen y que les reditúan miles de millones de dólares al año en todo el mundo. La reclusión temporal fue lo que le siguió. Quizá haya sido esta vuelta a un ambiente de párvulos, ajeno por completo al mundo que él y sólo él se había creado y que sirvió de caldo de cultivo ideal para su desquiciamiento, la que lo llevó a reaccionar.

Unas pocas semanas después, el papá volvía a correr  todos los días alrededor de la presa El Palote en el Parque Metropolitano, y disfrutaba de nuevo del hermoso paisaje que circunda ese enorme espejo de agua. Adicionalmente, tomó el gusto una vez más por las matemáticas y se inscribió en la maestría que imparte el Centro de Investigación en Matemáticas en La Valenciana.

Y llegó octubre, y con él “el Cervantino”. Y con el festival, por primera vez en Guanajuato, el Ballet Bolshoi, el auténtico, no una réplica, como esas esculturas de artistas famosos que hay una en veinte países distintos a la vez.

El sueño, tantos años acariciado por Caro, se hacía realidad. Su padre se preguntaba cómo transmitirle, cómo hacerle sentir que le importaba, y mucho. Que el distanciamiento que se había dado entre ellos era necesario para mejor disfrutarlo, y que ese sueño era igualmente suyo y de toda la familia, vamos, hasta de sus hermanos.

El escenario, el imponente y majestuoso Teatro Juárez, otra vez, como hacía ya casi veinte años, lucía esplendoroso y maduro, fruto de la experiencia que el tiempo y tantos festivales le han brindado a la hermosa ciudad de Guanajuato.

La danza transcurría de una manera sincronizada y perfecta, y el padre no pudo evitar que se le rasgaran los ojos cuando Carolina ejecutó el último movimiento en el proscenio, a unos pocos metros de donde él se encontraba. La multitud, exultante, desgranó una atronadora ovación en honor de la joven artista consagrada, mientras su papá le arrojaba el ramo de rosas que su emoción no dejó de estrujar durante toda la obra.