Después de La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, comentada con anterioridad, he realizado otras dos lecturas y una relectura en días pasados: El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Gimpel, el tonto, de Isaac Bashevis Singer, y Dublineses, del insuperable James Joyce, respectivamente.
El primer libro, El maestro y Margarita, consta de tres partes entremezcladas: la aparición del diablo, Vóland, en Moscú; la historia de Pilatos, narrada por el maestro, recluido en un hospital siquiátrico, a donde va a parar uno de los protagonistas principales de la obra, Iván, involucrado en los prodigios de Satán; y, finalmente, el propio relato fantástico del maestro y Margarita. Muchos de los prodigios en que incurren el demonio y sus ayudantes resultan entretenidos en la prosa de Bulgákov, pero muchos otros, a pesar de ser considerada ésta una obra maestra, me parecieron a mí francamente necios, al punto de sentirme tentado a abandonar la lectura. Afortunadamente esta tentación se ve frustrada por la magnífica historia de Pilatos, narrada magistralmente por el autor con nombres ficticios para Jesús, Jerusalén, Judas, Mateo y demás. Que otros especulen con las implicaciones políticas y segundas intenciones de la obra, yo no, pues es una tarea para la cual me declaro incompetente. El libro se deja leer con gusto.
Los otros dos volúmenes son libros de cuentos, o más bien relatos, muchísimo más disfrutables y entrañables. En particular, me fascinó Alegría, en la obra de Bashevis, y Los muertos, en la de mi admirado Joyce.
En Alegría se relata la historia de un rabino que tiene un discípulo preferido y al que aquel pone a prueba con filosóficos diálogos inteligentes y comprometedores. Paulatinamente, la vida del rabino se va extinguiendo, y primero es su querida hija muerta, Rebeca, que se le aparece y le dice que ya es hora, y en su lecho de muerte el resto de la familia ya fallecida, que hace pensar al rabino: “De modo que así es. Bien, ahora todo está claro.” Al oír sollozar a su mujer, quiere decirle algo, pero ya no tiene las fuerzas, sólo alcanza a decir a su amado discípulo que se ha acercado al intuir que algo quiere expresar: “Se debería estar siempre alegre”, sus palabras postreras. Sublime.
En Los muertos, de James Joyce, todo transcurre al final de una animada cena familiar de fin de año, cuando la pareja protagonista de la novelita, Gabriel y Gretta, que han dejado en casa a los hijos al cuidado de una nana, abandonan la morada de sus tías para ir a recluirse a su posada. Él, con la pasión por su esposa a flor de piel, esperando nada más estar a solas con ella, pero ésta, melancólica por la última pieza musical que escuchó en la reunión, La muchacha de Augbrim, y que hace temer al marido que se esté enfermando por la fuerte nevada, pero no, es sólo que la melodía le hizo recordar un amor de adolescencia, Michael Furey, cuando ella apenas tenía diecisiete años; cómo el joven, estando muy enfermo, se levantó del lecho para ir a buscarla bajo la lluvia a su casa y decirle que ya no deseaba vivir, sabiendo que se iba lejos como interna a un convento, a pesar de la promesa de que en el verano se volverían a ver. Ya en el convento, se enteró que el joven murió a los pocos días, literalmente por ella.
Cuando Gretta terminó su relato, desfalleciente y llorosa cayó en la cama y al instante se durmió, lo que permitió a Gabriel cavilar: “Era mejor pasar valientemente al otro mundo, en la gloria total de alguna pasión, que desvanecerse y marchitarse despaciosamente con los años.” Y se puso a contemplar por la ventana la nevada que nuevamente arreciaba y “caía sobre el universo. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final, sobre los vivos y los muertos.”
¡Doblemente sublime!