Hace unos días soñé que durante un
cónclave parecido al de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la
Nación sus miembros estaban seleccionando, de entre ellos mismos, a quien sería
el próximo gobernador del estado de Guanajuato, en sustitución del inane Diego,
proceso en el que ¡yo participaba! Por supuesto, no me otorgaba a mí mismo
ninguna posibilidad, pero cuando me vi encima con cuatro de los once votos en
disputa, empecé a abrigar “esperanzas” y, a la vez, llenarme de terror, pues a
la par de un gusto masoquista, me asaltaban el temor y la duda de qué coños
podría hacer yo en el cargo, para el que con toda generosidad me consideraba inapto,
por decir lo menos.
Entre los presentes estaba Miguel
Márquez Márquez, predecesor de Sinhue y su incuestionable padrino (en la tétrica
jerarquía del abominable Yunque, presidido por su miembro más conspicuo, el
siniestro Elías Villegas), lo cual era indicativo de que tendría que ser yo un
gobernador panista. Cuando hube asegurado siete votos, ya que al parecer se
habían ido todos con la cargada, me repetí: “Heme aquí, sin ninguna experiencia
administrativa ni política, y próximo a gobernar Guanajuato”. Cuando estaba a
punto de tirar el harpa, aun antes de empezar, alguna alma generosa ponía
enfrente de mí a Cuauhtémoc Blanco, gobernador de Morelos, que quién sabe por
qué extraña razón también deambulaba por ahí, y me quedaba claro que yo estaba
más que capacitado para no únicamente ser gobernador del estado, sino
Presidente de la República, donde también contaba con un ejemplo, quizá aún más
dramático que el Cuau, para sentirme súper capacitado para dicho cargo.
En fin, tomaba yo posesión de la más
alta investidura del estado y dentro de las primeras acciones de gobierno que dictaba
destacó la que el clamor popular solicitaba incluso desde el sexenio anterior:
prescindir de los hermanos lelos, tanto del “independiente” como del “otro”, y
que llevaban años de mostrar su total incompetencia (parecían siameses, pues
siempre aparecían en la prensa muy juntos el huno del hotro -diría Unamuno-
adondequiera que iban) y tenían hundido a Guanajuato bajo una ola de terror
jamás antes vista, y todavía hubiéramos tenido que tolerarlos varios años más.
En lugar del “otro”, nombraba yo a José
Arturo Sánchez Castellanos, lo que provocaba los estentóreos berridos del
primero, que a grito pelado clamaba que qué podría hacer en el ámbito de la
seguridad un empresario renegado, sin darse cuenta de la propia ineptitud que
durante tantos años había mostrado él en el puesto.
Y en vez del “independiente”, le
otorgaba yo el nombramiento a ¡Sophia Huett!, para que concluyera el periodo
transexenal que se le había concedido generosamente a aquel.
Pues bien, ambos personajes, Sophía y
José Arturo, abatían los índices de criminalidad a niveles tan bajos como no
los habíamos experimentado antes los guanajuatenses, nativos y por adopción.