En este día de muertos, “desenterré” la siguiente
carta publicada íntegramente en Palabra
de lector de la revista Proceso
(número 858) el sábado 10 de abril de 1993. ¿Habrá avanzado en algo el
humanitarismo en la procuración de salud en nuestras instituciones públicas y
privadas en estos más de 26 años? Me aterra pensar que probablemente no mucho.
Los mercaderes de la salud
Señor director:
Quiero denunciar ante usted los desmedidos afanes de lucro y otras irregularidades “menores” que tienen lugar en el hospital Médica Sur.
El sábado 13 de marzo, mi madre, una señora mayor de más de 70 años de edad, se despertó sintiéndose muy mal y con dolores insoportables en la parte baja del vientre. Este parecía ser otro más de los innumerables y penosos padecimientos por ella sufridos a lo largo de los últimos 20 años de su vida: asma crónica, embolia cerebral, pérdida de un ojo por operación de cataratas mal practicada, fractura de cadera por una caída de las escaleras, múltiples otros males asociados con el uso frecuente, los últimos 18 años, de cortico-esteroides, único medicamento (veneno, debiera decir yo) capaz de controlar su asma; y apenas hacía menos de tres semanas, fractura de la cabeza del húmero del brazo izquierdo por caída de las escaleras nuevamente.
Esta larga serie de padecimientos y las incontables visitas a hospitales, sanatorios y médicos a ella asociadas, le hacían ordenarnos a mi padre, mis hermanos y a mí, en ese lenguaje dislálico secuela de la embolia cerebral padecida cuatro años atrás, que no la lleváramos a ningún médico, que la dejáramos morir en paz. Sin embargo, el cuadro clínico esa noche era insoportable: 39.5 de temperatura, vómito que no cesó durante todo el día y la imposibilidad de moverse, producto de terribles dolores en el vientre y la obesidad y flacidez de músculos causadas por los 18 años de cortisona.
Ante panorama tan negro, logramos convencer a mi madre que nos permitiera hacer una consulta telefónica a un médico amigo de mi hermano para tratar de arriesgar un diagnóstico. El médico sugirió hospitalización inmediata: nos esperaría en Médica Sur. Ante la urgencia, a nadie se le ocurrió plantear si esto era lo más conveniente para unos y para otros. Simplemente se ordenó una ambulancia y se emprendió el “vuelo” de los más de 30 kilómetros que separan la casa de mi padre del hospital.
Mi madre fue hospitalizada en urgencias del mencionado nosocomio a los pocos minutos de iniciado el domingo 14 de marzo. Le insistimos al médico sobre los deseos de mi madre de no sufrir más y la orden expresa que ella nos había dado poco antes de abordar la ambulancia de no ser intervenida quirúrgicamente como condición única para acceder a la hospitalización. Años de sufrimiento de todos nosotros al verla a ella sufrir tanto, nos hicieron expresarle al doctor tal deseo no sólo como de ella sino de la familia entera.
El diagnóstico inicial esa madrugada no fue tan patético como el recibido esa misma mañana como a las ocho, después de una noche en vela: el estado de mi madre era muy grave, con aparente oclusión intestinal. Mi madre seguía en urgencias y ya para ese entonces se habían presentado un par de incidentes con otros tantos miembros del personal médico de la institución: una enfermera levantándole los ojos al cielo a una compañera, en aparente signo de desesperación, cuando le indique que el brazo fracturado de mi madre debía permanecer inmovilizado sobre su pecho ya que en ese momento lo tenía prácticamente bajo su cuerpo. Indicaciones que, por cierto, se les dieron desde que mi madre ingresó. Medio de mala gana puso un cojín bajo su brazo en vez del cabestrillo ortopédico prescrito por el médico que atendió la fractura de su brazo.
Más tarde, un doctorcillo inepto de barba rala e incipiente, que no supo ni referirse por su nombre técnico a la fractura de la cabeza del húmero del brazo de mi madre, me recomendó que, llegado el momento, no permitiese que ella pasara mucho tiempo en terapia intensiva, donde el personal médico sabía lo que hacía técnicamente pero no tenía mucha idea de cómo tratar a un paciente humanamente. Y que además ahí el costo era altísimo, que mejor la trasladara a un cuarto en piso y contratara a una enfermera particular, así ella estaría mucho mejor atendida y el costo sería menor.
Mientras tanto, mi madre seguía oponiéndose a ser intervenida quirúrgicamente. El doctor insistió con ella y con nosotros para que esa operación tuviese lugar. Y como los dolores se habían vuelto intensos, una y otros aceptamos, el lunes 15 en la tarde, que la cirugía tuviese lugar horas después. Por otro lado, preocupado por el altísimo costo de la hospitalización que ya varios me habían mencionado, me atreví a preguntar en Admisión las tarifas del hospital: 472 mil viejos pesos por día en piso y 924 mil en terapia intensiva. Estos precios no incluían medicamentos ni todos los monitores en terapia. Se me ocurrió hacer una ingenua y rápida estimación de costos: 924 mil más medicamentos y monitores, no más de dos millones de viejos pesos al día. Estábamos en presupuesto, a preocuparse nada más de lo importante.
Los pronósticos post-operatorios no fueron nada halagüeños, se trataba de una peritonitis y se esperaba un fatídico desenlace en cualquier momento. Ese lunes, el martes 16 y el miércoles 17 no fueron nada fáciles para la familia, con mi madre postrada y entubada con sondas y catéteres, y dándose a entender dibujando las letras del alfabeto con su dedo índice en la palma de mi mano.
Y lo increíble, Médica Sur los hacía definitivamente amargos: primero con el doctorcillo aquél de barba rala, casi culpando a mi padre y a mi hermana de que no hubiésemos presionado lo suficiente para que mi madre se dejara operar antes. Y el primer estado de cuenta de la “caritativa” institución por los primeros tres días y medio de hospitalización: ¡más de 24 millones de viejos pesos, sin incluir gastos médicos! Siete abigarradas páginas impresas por una computadora personal listando todos los medicamentos del mundo; muchos más, en todo caso, de los que mi madre había consumido hasta su entrada a ese hospital Y lo nauseabundo: venían incluidas dos cajas de clínex, que mi madre nunca tuvo el único día que estuvo en piso, un termómetro oral, y hasta ¡una jarra de vidrio con vaso!
De inmediato reclamé al hospital semejante obscenidad: cómo podría yo comprobar que esas centenas de medicamentos hayan realmente sido administrados a mi madre, o que no hayan sido compartidas por otros enfermos. Y como prueba les ponía lo único que yo entendía dentro de aquella larga retahíla de nombres químicos: unos clínex que nunca hubo en el cuarto y una “jarra de vidrio con vaso” que llevaron ya cuando se llevaban a mi madre al quirófano. El mentecato al que reclamé, que responde al nombre de Ángel Huerta, sólo acertó a decir que si no nos habíamos llevado la mentada jarra era porque no habíamos querido. Ante esto, obviamente, monté en cólera y le exigí que me diera una explicación, para esa tarde, de cada uno de los elementos contenidos en esa lista y un estimado del costo por día en terapia intensiva.
Cuando volví por la tarde para hacer cumplir mis peticiones, el cretino respondió a mi pregunta sobre dónde estaba lo que le había yo solicitado con un insultante “¿Qué, su jarra de agua?”. Me sacó de mis casillas y pedí hablar con el contralor general del hospital, Sergio Cisneros Bernal, quien me prometió practicar una minuciosa verificación del estado de cuenta e informarme personalmente de los resultados. Al día siguiente, jueves 18, preocupado no sólo por el estado de salud de mi madre sino por la desmesura de esta “piadosa” institución, acudí por el estado de cuenta del día. Este se había incrementado ya en 8 millones más y había alcanzado la increíble cantidad de 32,189,990 viejos pesos. Me topé un par de veces tanto con Huerta como con Cisneros, quienes rehuyeron la mirada y siguieron su camino.
Ante tal situación y una aparente estabilidad en la escasa salud de mi madre, platicamos con el médico y evaluamos la posibilidad de trasladarla al Instituto Nacional de la Nutrición, donde mi hermano había conseguido ya un lugar en terapia intensiva. El médico comprendió y dijo que era la mejor decisión que podíamos haber tomado.
Al día siguiente, pues, viernes 19 de marzo, trasladamos a mi madre en una ambulancia de terapia intensiva al mencionado instituto, no sin antes haber liquidado la cuenta en Médica Sur: 37,536,390 viejos pesos por concepto de hospitalización y 4,900,000 pesos por gastos médicos. Esto, gracias a que el médico amigo de mi hermano y quien intervino a mi madre quirúrgicamente no cobró un solo centavo por su trabajo.
A las escasas doce horas de haber trasladado a mi madre a Nutrición, falleció. Murió porque tenía que morir, ya poco se podía hacer por ella. Nadie tuvo la culpa, mucho menos el doctor Manuel Ojeda, quien le practicó la cirugía y se portó honestamente todo el tiempo. Pero sí quisiera “agradecer” a los santos varones y honorables damas del “voluntariado” (a los dueños del negocio, pues) Médica Sur sus encomiables sacrificios en la procuración de salud en esta ciudad.
El Sector Salud, la Procuraduría Federal del Consumidor y la Secofi deberían imponer una regulación estricta que impidiera las mezquindades sin límite de estos voraces comerciantes del dolor.
(P.S. Adjunto estado de cuenta del hospital, el cual, apenas me percaté esta tarde, incluye ¡tres veces! el uso de un cuarto de terapia intensiva ¡el mismo día!)
Atentamente
Raúl Gutiérrez y Montero