jueves, 31 de octubre de 2019

En memoria de mi madre Evangelina

En este día de muertos, “desenterré” la siguiente carta publicada íntegramente en Palabra de lector de la revista Proceso (número 858) el sábado 10 de abril de 1993. ¿Habrá avanzado en algo el humanitarismo en la procuración de salud en nuestras instituciones públicas y privadas en estos más de 26 años? Me aterra pensar que probablemente no mucho.

Los mercaderes de la salud

Señor director:

Quiero denunciar ante usted los desmedidos afanes de lucro y otras irregularidades “menores” que tienen lugar en el hospital Médica Sur.

El sábado 13 de marzo, mi madre, una señora mayor de más de 70 años de edad, se despertó sintiéndose muy mal y con dolores insoportables en la parte baja del vientre. Este parecía ser otro más de los innumerables y penosos padecimientos por ella sufridos a lo largo de los últimos 20 años de su vida: asma crónica, embolia cerebral, pérdida de un ojo por operación de cataratas mal practicada, fractura de cadera por una caída de las escaleras, múltiples otros males asociados con el uso frecuente, los últimos 18 años, de cortico-esteroides, único medicamento (veneno, debiera decir yo) capaz de controlar su asma; y apenas hacía menos de tres semanas, fractura de la cabeza del húmero del brazo izquierdo por caída de las escaleras nuevamente.

Esta larga serie de padecimientos y las incontables visitas a hospitales, sanatorios y médicos a ella asociadas, le hacían ordenarnos a mi padre, mis hermanos y a mí, en ese lenguaje dislálico secuela de la embolia cerebral padecida cuatro años atrás, que no la lleváramos a ningún médico, que la dejáramos morir en paz. Sin embargo, el cuadro clínico esa noche era insoportable: 39.5 de temperatura, vómito que no cesó durante todo el día y la imposibilidad de moverse, producto de terribles dolores en el vientre y la obesidad y flacidez de músculos causadas por los 18 años de cortisona.

Ante panorama tan negro, logramos convencer a mi madre que nos permitiera hacer una consulta telefónica a un médico amigo de mi hermano para tratar de arriesgar un diagnóstico. El médico sugirió hospitalización inmediata: nos esperaría en Médica Sur. Ante la urgencia, a nadie se le ocurrió plantear si esto era lo más conveniente para unos y para otros. Simplemente se ordenó una ambulancia y se emprendió el “vuelo” de los más de 30 kilómetros que separan la casa de mi padre del hospital.

Mi madre fue hospitalizada en urgencias del mencionado nosocomio a los pocos minutos de iniciado el domingo 14 de marzo. Le insistimos al médico sobre los deseos de mi madre de no sufrir más y la orden expresa que ella nos había dado poco antes de abordar la ambulancia de no ser intervenida quirúrgicamente como condición única para acceder a la hospitalización. Años de sufrimiento de todos nosotros al verla a ella sufrir tanto, nos hicieron expresarle al doctor tal deseo no sólo como de ella sino de la familia entera.

El diagnóstico inicial esa madrugada no fue tan patético como el recibido esa misma mañana como a las ocho, después de una noche en vela: el estado de mi madre era muy grave, con aparente oclusión intestinal. Mi madre seguía en urgencias y ya para ese entonces se habían presentado un par de incidentes con otros tantos miembros del personal médico de la institución: una enfermera levantándole los ojos al cielo a una compañera, en aparente signo de desesperación, cuando le indique que el brazo fracturado de mi madre debía permanecer inmovilizado sobre su pecho ya que en ese momento lo tenía prácticamente bajo su cuerpo. Indicaciones que, por cierto, se les dieron desde que mi madre ingresó. Medio de mala gana puso un cojín bajo su brazo en vez del cabestrillo ortopédico prescrito por el médico que atendió la fractura de su brazo.

Más tarde, un doctorcillo inepto de barba rala e incipiente, que no supo ni referirse por su nombre técnico a la fractura de la cabeza del húmero del brazo de mi madre, me recomendó que, llegado el momento, no permitiese que ella pasara mucho tiempo en terapia intensiva, donde el personal médico sabía lo que hacía técnicamente pero no tenía mucha idea de cómo tratar a un paciente humanamente. Y que además ahí el costo era altísimo, que mejor la trasladara a un cuarto en piso y contratara a una enfermera particular, así ella estaría mucho mejor atendida y el costo sería menor.

Mientras tanto, mi madre seguía oponiéndose a ser intervenida quirúrgicamente. El doctor insistió con ella y con nosotros para que esa operación tuviese lugar. Y como los dolores se habían vuelto intensos, una y otros aceptamos, el lunes 15 en la tarde, que la cirugía tuviese lugar horas después. Por otro lado, preocupado por el altísimo costo de la hospitalización que ya varios me habían mencionado, me atreví a preguntar en Admisión las tarifas del hospital: 472 mil viejos pesos por día en piso y 924 mil en terapia intensiva. Estos precios no incluían medicamentos ni todos los monitores en terapia. Se me ocurrió hacer una ingenua y rápida estimación de costos: 924 mil más medicamentos y monitores, no más de dos millones de viejos pesos al día. Estábamos en presupuesto, a preocuparse nada más de lo importante.

Los pronósticos post-operatorios no fueron nada halagüeños, se trataba de una peritonitis y se esperaba un fatídico desenlace en cualquier momento. Ese lunes, el martes 16 y el miércoles 17 no fueron nada fáciles para la familia, con mi madre postrada y entubada con sondas y catéteres, y dándose a entender dibujando las letras del alfabeto con su dedo índice en la palma de mi mano.

Y lo increíble, Médica Sur los hacía definitivamente amargos: primero con el doctorcillo aquél de barba rala, casi culpando a mi padre y a mi hermana de que no hubiésemos presionado lo suficiente para que mi madre se dejara operar antes. Y el primer estado de cuenta de la “caritativa” institución por los primeros tres días y medio de hospitalización: ¡más de 24 millones de viejos pesos, sin incluir gastos médicos! Siete abigarradas páginas impresas por una computadora personal listando todos los medicamentos del mundo; muchos más, en todo caso, de los que mi madre había consumido hasta su entrada a ese hospital Y lo nauseabundo: venían incluidas dos cajas de clínex, que mi madre nunca tuvo el único día que estuvo en piso, un termómetro oral, y hasta ¡una jarra de vidrio con vaso!

De inmediato reclamé al hospital semejante obscenidad: cómo podría yo comprobar que esas centenas de medicamentos hayan realmente sido administrados a mi madre, o que no hayan sido compartidas por otros enfermos. Y como prueba les ponía lo único que yo entendía dentro de aquella larga retahíla de nombres químicos: unos clínex que nunca hubo en el cuarto y una “jarra de vidrio con vaso” que llevaron ya cuando se llevaban a mi madre al quirófano. El mentecato al que reclamé, que responde al nombre de Ángel Huerta, sólo acertó a decir que si no nos habíamos llevado la mentada jarra era porque no habíamos querido. Ante esto, obviamente, monté en cólera y le exigí que me diera una explicación, para esa tarde, de cada uno de los elementos contenidos en esa lista y un estimado del costo por día en terapia intensiva.

Cuando volví por la tarde para hacer cumplir mis peticiones, el cretino respondió a mi pregunta sobre dónde estaba lo que le había yo solicitado con un insultante “¿Qué, su jarra de agua?”. Me sacó de mis casillas y pedí hablar con el contralor general del hospital, Sergio Cisneros Bernal, quien me prometió practicar una minuciosa verificación del estado de cuenta e informarme personalmente de los resultados. Al día siguiente, jueves 18, preocupado no sólo por el estado de salud de mi madre sino por la desmesura de esta “piadosa” institución, acudí por el estado de cuenta del día. Este se había incrementado ya en 8 millones más y había alcanzado la increíble cantidad de 32,189,990 viejos pesos. Me topé un par de veces tanto con Huerta como con Cisneros, quienes rehuyeron la mirada y siguieron su camino.

Ante tal situación y una aparente estabilidad en la escasa salud de mi madre, platicamos con el médico y evaluamos la posibilidad de trasladarla al Instituto Nacional de la Nutrición, donde mi hermano había conseguido ya un lugar en terapia intensiva. El médico comprendió y dijo que era la mejor decisión que podíamos haber tomado.

Al día siguiente, pues, viernes 19 de marzo, trasladamos a mi madre en una ambulancia de terapia intensiva al mencionado instituto, no sin antes haber liquidado la cuenta en Médica Sur: 37,536,390 viejos pesos por concepto de hospitalización y 4,900,000 pesos por gastos médicos. Esto, gracias a que el médico amigo de mi hermano y quien intervino a mi madre quirúrgicamente no cobró un solo centavo por su trabajo.

A las escasas doce horas de haber trasladado a mi madre a Nutrición, falleció. Murió porque tenía que morir, ya poco se podía hacer por ella. Nadie tuvo la culpa, mucho menos el doctor Manuel Ojeda, quien le practicó la cirugía y se portó honestamente todo el tiempo. Pero sí quisiera “agradecer” a los santos varones y honorables damas del “voluntariado” (a los dueños del negocio, pues) Médica Sur sus encomiables sacrificios en la procuración de salud en esta ciudad.

El Sector Salud, la Procuraduría Federal del Consumidor y la Secofi deberían imponer una regulación estricta que impidiera las mezquindades sin límite de estos voraces comerciantes del dolor.

(P.S. Adjunto estado de cuenta del hospital, el cual, apenas me percaté esta tarde, incluye ¡tres veces! el uso de un cuarto de terapia intensiva ¡el mismo día!)

Atentamente

Raúl Gutiérrez y Montero

viernes, 25 de octubre de 2019

Los papás de la Tota

En 1959, hace 60 años exactamente, era yo un chiquillo de nueve de edad que cursaba el tercer grado de primaria en el Colegio Cristóbal Colón de la hoy Ciudad de México. El transporte escolar me recogía a las puertas de la casa poco antes de las siete de la madrugada y me devolvía al mismo lugar después del mediodía. Comía rápidamente y quedaba listo para que me recogiera de nuevo alrededor de las tres para las clases de la tarde. Me regresaba “definitivamente” a casa cerca de las siete… y a darle a la tarea. En la actualidad, un ritmo de vida tan frenético sería imposible.

Como quiera que sea, por las tardes esperaba el camión de la escuela junto conmigo un compañero grandullón ¡de sexto!, Eugenio Noriega, que para mayores señas era el campanero del colegio, ese que marcaba el inicio y final de actividades en la escuela haciendo sonar, precisamente, la campana. Era grande, fuerte y de mucho carácter. Parecía mucho mayor de lo que en realidad era. Un día, mientras esperábamos, pasó frente a nosotros un taxi amarillo enorme, que semejaba más bien un acorazado de guerra. “Ahí va el papá de la Tota”, dijo mi amigo. “Mentiroso, le repliqué, ese taxi iba vacío”. “¿Nadie lo conducía?, contraatacó aquel, ¿no sabías que el papá de Carbajal conduce su propio taxi?”. “Ni siquiera sabía que frecuentara estos rumbos", acoté yo. “Increíble, dijo Eugenio, no sólo los frecuenta, sino que vive en Maravatío, la calle justo atrás de tu casa. Otro día que pase, te lo presento, ha de ir a comer a su casa”. “¡Sale!”, concluí yo emocionado ante la sola posibilidad de conocer al papá de un ídolo.

No pasaron muchos días cuando mi acompañante dijo: “Ahí viene el señor Carbajal. Vente, vamos a hacerle la parada”. Cuando el descomunal taxi, número económico 221, que para nada hacía honor al apelativo de “canario” con el que se conocía al transporte público de ese mismo color, se detuvo, Eugenio se aproximó a la ventanilla del copiloto y respetuosamente saludó e inquirió al conductor: “Qué tal, señor Carbajal, cómo está usted, ¿qué dice la Tota?”. “Muy bien, muchas gracias, respondió el interpelado. Toño, en lo suyo, ya sabes, es su pasión”. “Le quiero presentar a un amiguito que admira muchísimo a su hijo”, prosiguió Eugenio. “¡¿De veras es usted el papá de la Tota?!”, intervine yo con incredulidad y admiración. Ambos rieron de buena gana, para enseguida el señor responder bromeando: “No sólo soy yo el padre de la Tota Carbajal, sino que además él es mi hijo”. Ahora fui yo el que rió estentóreamente y repuso: “¡Pues claro, si no, cómo!”. Después de intercambiar otras trivialidades por el estilo, nos despedimos y yo quedé súper impresionado de haber conocido al mismísimo progenitor de la Tota Carbajal.

Tiempo después, mi madre me dijo que mi amigo tenía razón, pues había visto a la Tota acompañando a quien seguramente era la suya, una señora que ella conocía desde hacía mucho y  a la que siempre saludaba en el mercado. Incluso yo mismo ya la conocía, una dama muy pulcra, de pelo entrecano y perfectamente recogido hacia atrás, nada pretenciosa.


En el Mundial del 94, Elena, Caro (chiquilla de apenas tres años de edad) y yo nos fuimos a Nueva Jersey a presenciar el encuentro México-Bulgaria, y de una vez compramos los boletos para el que seguramente sería el siguiente cotejo del cuadro mexicano. Pero no, los búlgaros nos eliminaron y nos tuvimos que soplar el Alemania-Bulgaria, que nunca entró en nuestros planes. Al regreso a México, durante nuestra escala en Dallas, 35 años después de los incidentes que narro líneas arriba, nos topamos en la misma sala de espera con la Tota Carbajal, que viajaba solo después de haberla hecho de comentarista en la televisión para los mismos partidos que nosotros presenciamos. Aproveché para sentarme a su lado y platicar largo y tendido mientras llegaba el tiempo de abordar. Conversamos de todo lo que relato en los párrafos anteriores, que noté que a la Tota le conmovió mucho, y hablamos de futbol: de los ocho goles que Inglaterra le encajó a México durante una gira europea en 1961, previo al Mundial del 62, en un partido en el que Carbajal estuvo ausente, habiendo sido el Piolín Mota, su suplente, el que cargó con la goleada. Lo inquirí sobre su real indisposición para aquel encuentro o si fue simplemente que ya preveía la debacle, a lo que sólo respondió con una maliciosa sonrisa. Y platicamos y platicamos. Al final, le dedicó un encantador autógrafo a Elena, y dijo que era lamentable que una afición tan entusiasta como la nuestra, viajando hasta con una nena, no fuera recompensada como se debía por nuestro futbol: directivos, entrenadores y jugadores. Nos despedimos muy efusivamente.

Mucho más tarde, a mediados de la primera década de este siglo, publiqué un cuento en El Financiero que le rinde tributo a la Tota (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2007/11/la-tota-campen-sub-17.html), mismo que republiqué en estas páginas en junio de 2018 con motivo del Mundial en Rusia.

Hace varios años visité a la Tota en su negocio en León para agradecerle todo lo anterior y para felicitarlo por la encomiable labor social que lleva a cabo en su terruño, aunque todos sepamos que es bien chilango, pues en la Ciudad de México nació y ahí vivieron sus padres.

miércoles, 16 de octubre de 2019

2019: Odisea en el Japón

Caro, mi hija, planeó con bastante adelanto su viaje a Japón, pues le dio incluso tiempo de tomar clases de japonés, tan perfeccionista como siempre.

Finalmente, el día llegó y el miércoles 9 de octubre a medianoche su novio, Juan Martín, vino a buscarla a la casa para que medio durmieran en el hogar de los padres de éste y que el jueves 10 en la madrugada su hermano los llevara al Aeropuerto del Bajío, en Silao, de donde saldrían con dirección a Dallas, que a su vez sería el punto de partida hacia su destino final: el Aeropuerto Internacional de Narita, en Japón.

Increíblemente en el aeropuerto mexicano nada les dijeron, pero a su arribo a Dallas les indicaron que su vuelo estaba cancelado por un tifón, que mas sin embargo pudieran intentar en otro vuelo de American Airlines que salía un poco antes. Sin embargo, como un tifón es un tifón y la magnitud del Hagibis era de una intensidad que en Japón no se había sentido en seis décadas, esa otra alternativa también resultó vana.

El verdadero sufrimiento apenas empezaba, pues para llegar a que les ofrecieran alguna alternativa tuvieron que pasar nueve horas mientras los desbordados empleados de la aerolínea atendían a cientos de pasajeros antes que ellos. Finalmente, en lo que pareció más una maniobra de American para quitárselos de encima, les ofrecieron un vuelo a Japón por la rival United, pero que salía de Houston hasta el día siguiente. Desesperados, aceptaron. Llegaron ahí, mal durmieron en un magnífico hotel de sólo sesenta dólares dentro del aeropuerto, pero, desconfiados, madrugaron y se dirigieron a los mostradores de United, donde con sorpresa les dijeron que ¡cómo American se había atrevido a hacer eso con ellos!, que el fenómeno meteorológico era de una magnitud inimaginable y que por supuesto todos los vuelos con destino a Japón estaban cancelados para ése y los siguientes días, que regresaran con American para que les resolviera su problema, lo cual los confirmó en la idea de que en Dallas únicamente habían querido librarse de ellos. Y de muchos más, seguramente.

Se dirigieron al mostrador de American y, como no todo está podrido en Dinamarca, se toparon con una muy eficiente y empática empleada de la aerolínea, Elisa Flores, que no sólo les reprogramó todo su viaje a Japón para fechas posteriores, sino que, apenadísima, les dijo que los tenía que regresar a Dallas en ese mismo instante dado que era el único aeropuerto del que podrían emprender ¡su inmediato regreso a León, Guanajuato!


En números redondos, perdieron una semana, pues salieron de nuevo del Aeropuerto Internacional del Bajío el miércoles 16 de octubre, pero ahora volando por United y con destino a Houston, de donde partieron a Japón en un vuelo de All Nippon Airways (ANA) administrado por la misma United. El regreso será, ni modo, por American el próximo 28 de octubre, llegando a León el 29.

Lo que más indignó a Carolina durante su estancia en Dallas fue el trato preferencial que los empleados de American daban a los pasajeros de sus clases primera y de negocios, a los que hasta solícitos iban a buscar, y cuando mi hija se aproximaba, desesperada, a uno de dichos empleados queriendo saber algo, de inmediato la paraban en seco con la pregunta: “First class or business?”. Ante la negativa de mi hija, ellos respondían con un displicente: “Oh, no, no, no, you should stay there”, y continuaban con su servil búsqueda. ¡Idiotas -pensaba Caro- sin el negocio que representa la clase turista sus avioncitos jamás despegarían!

Por cierto, la resiliencia con la que mi hija y su novio manejaron toda la situación es de reconocerse, al extremo que éste, volviéndose hacia aquélla, le musitó cariñosamente al oído: “No sé qué hubiera hecho yo sin ti”, pues Carolina es de armas tomar. Sin ir más lejos, hoy en la mañana mi esposa recibió por las redes sociales el siguiente enternecedor mensaje de una desconocida madre (respeto sintaxis original): “Hola buenas tardes, disculpe mi atrevimiento. Antes que nada le quiero decir que admiro mucho a su hija, la calidad de persona que se ve que es. Trabajadora, brillante, muy educada. Es por esta razón, y espero que no le sea raro de mi parte, quería preguntarle si usted tiene un tip como madre, para criar a sus hijos de una manera tan espectacular. Se lo pregunto como madre de dos bebés. Me encantaría que mis hijos fueran tan geniales como Caro… Espero que no le incomode mi mensaje, sé que es raro pero creo que no pierdo nada al buscar su consejo”.

Caro y Juan Martín, espero que se la estén pasando de lo lindo en Japón, en una odisea que se extenderá por varios días. Lástima que esta eventualidad les impida estar aquí en mi cumpleaños, pero a su regreso volvemos a celebrar mis 70.

jueves, 10 de octubre de 2019

Un trío inverosímil: mi prima, José José y yo

Pero no, no musical ni de los otros. Como dicen las reporteras de la farándula, déjenme y les platico.

Al igual que José José, yo soy oriundo de Clavería, en Azcapotzalco, y viví ahí, en la calle de Allende, por más de 30 años (desde 1951 hasta 1982), justo enfrente del Parque de la China, ese que se ha vuelto tan icónico en los últimos días por confluir en ese lugar cuanto homenaje le han rendido al Príncipe de la Canción en dicha colonia y por tener hasta una estatua del adorado ídolo. Lo veía desde la ventana de mi recámara, no al Príncipe, sino al parque. Toda la familia vivía por el rumbo o en la vecina San Álvaro, de la misma delegación. Colonias siamesas, unidas por la avenida Egipto.

Casi todas las tardes mi madre Eva visitaba a su hermana Lupe en la calle Niza de esta última demarcación, adonde también iban dos hermanas solteronas, Lore y Chacha, que vivían no lejos de ahí, en Sánchez Trujillo número 7. Huelga decir que todos los trayectos se cubrían a pie en pocos minutos. Lupe tenía tres hijos: Lorenzo, el mayor, Susana, la de en medio, y Alejandro, el benjamín. Nosotros, mis hermanos y yo, nos les uníamos frecuentemente.

Mi prima Susana era muy fanática de los ídolos musicales de aquella época. Todavía recuerdo cómo tenía tapizadas todas las paredes de su cuarto con fotos de ellos, especialmente de Elvis Presley, pero el incipiente José José se iba abriendo paso poco a poco en sus preferencias. Ya imaginarán su reacción cuando se enteró que éste vivía a pocas cuadras de su casa, en la calle de Tebas, al otro lado de avenida Egipto, ya en Clavería, incluso más cerca que yo, que radicaba en dicha colonia.


A finales de la década de los 60, Susana se emperró en ir a visitar en su casa a su nuevo ídolo, pero temía ir sola y que pensara que era una “descarada”. Era dos años mayor que José José y les rogó a sus hermanos que alguno la acompañara: Lorenzo, cuatro años mayor que el cantante o Alejandro, exactamente de su misma edad. Por supuesto, típicos hermanos, la tacharon de idiota y se negaron rotundamente a considerar siquiera alguna posibilidad de hacerlo.

En alguno de sus múltiples intentos por convencerlos estuve yo presente y me ofrecí espontáneamente a acompañarla. Ya imaginarán las reacciones de todos: los hermanos, sobajándome con la mirada y considerándome tanto o más idiota que a la hermana, y ésta, embelesada con un primo tan encantador y valiente. Mi madre y sus hermanas, divertidísimas con la escena. Era yo un año menor que el ídolo.

Previo a nuestra incursión en campo “enemigo”, Susana compró dos discos de José José con sus respectivas fundas para que éste se las firmara cuando lo visitáramos. Seleccionamos un día al azar para la aventura y nos enfilamos rumbo a Tebas cuando la fecha se dio.

Ya frente a la casa del cantante, llamamos a la puerta, abrió su madre, y Susana, de tan nerviosa, no atinó más que a decir: “Perdone, ¿se encontrará el señor Sosa?”. Estuve a punto de orinarme de la risa, se los juro, pero en eso asomó las narices detrás de la señora José José, al lado de su hermano, preguntando: “¿Quién es mamá?”. “No lo sé, m’hijo –respondió la señora-, preguntan por alguno de ustedes”.

“No, no, no –se apresuró a decir mi prima-. Busco a José José, sólo quiero saludarlo y que me firme estos dos discos”. Enternecido y sonriente, el cantante estrechó a mi prima entre sus brazos, la besó en ambas mejillas, tomó la pluma que Susana le presentaba, y le dedicó y autografió ambos acetatos. Se giró hacia mí, estrechó con ambas manos mi diestra, y yo le ofrecí mi mejor sonrisa después de haberme presentado.

De vuelta a casa de Lupe, mi prima no dejaba de dar entusiastas saltos de colegiala, a pesar de ya pasar de los veinte.

¡Hermosa época aquella de hace medio siglo, fuera de todo protocolo y encantadoramente naive!