Resulta imposible no incurrir en
argumentos ad hominem tratándose de
López Obrador, pero es obvio que su ignorancia, su deficiente formación
académica y profesional, su falta de roce internacional al grado de no hablar
otro idioma que el propio, el cual con dificultades balbucea, lo han llevado a
tomar decisiones, ¡sin ser aún presidente!, como la cancelación del proyecto de
Texcoco y la reforma educativa, la “suspensión” de la reforma energética, la
dilución del Estado Mayor Presidencial, la reducción de salarios de la alta
burocracia, con los riesgos que ello conlleva, la mudanza de las secretarías de
estado y el costo exorbitante en recursos materiales y humanos que esto representa,
la venta del avión presidencial, más lo que se acumule durante todo un sexenio
que se antoja por demás ominoso aun antes de empezar.
Era imposible seguir con el antiguo
régimen del PRIAN, que no representaba ninguna alternativa decente a este “peligro
para México”. Simplemente los niveles de corrupción a que se llegó con el
gobierno de Peña Nieto lo hacían imposible, por no mencionar las calamidades
que también representaron las administraciones de Fox y Calderón, y ni qué
decir de las siete décadas de dictadura perfecta.
Por todo lo anterior, voté en las
pasadas tres elecciones por la única alternativa que nos faltaba, aunque,
siendo honestos, esto no fuera estrictamente cierto ni por asomo, pero, bueno,
era imperativo hacerlo, pues un sexenio más como el de EPN hubiera sido aniquilante.
Era indispensable una sacudida. Desgraciadamente, el entusiasmo provocado por
AMLO y el bono democrático que la ciudadanía le otorgó, rápidamente se están
agotando, por lo menos conmigo y millones más de personas que como yo se
sienten. El “pueblo es sabio”, pero el gobernante electo es ignorante y
soberbio, para nuestra desgracia.
Cuando veo lo que
está ocurriendo en los Estados Unidos con el imbécil que los gobierna y que
nadie es capaz realmente de plantarle cara, en un país que si de algo se precia
es de tener los mecanismos democráticos y de fuerza para hacerlo, me espanta
imaginar lo que puede llegar a ocurrir en una nación tropical con un
dictadorzuelo de pacotilla.
Siempre fui muy llorón. Mi padre recordaba
con embeleso cómo dejé una vez a mi madre en calzones en medio de la calle. Fue
en el kindergarden donde “estudiaba” y yo salí berreando y corriendo detrás de
ella para que no me dejara en esa casa de tormentos, me le prendí de las
enaguas, que no era más que una falda ceñida a la cintura por medio de un
elástico, y se la bajé hasta las rodillas. ¡Pobre señora!, ya imagino su
desesperación, pues yo a esa edad era incapaz de percatarme de nada ni de
guardar maldita la cosa en mi memoria para la posteridad, pero mi padre bien
que se desternillaba de la risa cada vez que lo relataba.
Mi madre no era muy de manifestar sus
sentimientos para con nosotros, mi padre y mis hermanos, en público, vamos, ni
siquiera en privado, no porque no los tuviera, sino porque simple y
sencillamente no se le daba. De ella heredé esa hosquedad, de la que tanto se
quejan los míos hoy en día.
En fin, esa proclividad al llanto y la
melancolía a esa edad pudiera explicarse como natural, pero que un güevoncito
de siete años bien cumplidos siguiera suspirando con tristeza por su madre en
primero de primaria, ya no lo era tanto, y, sin embargo, tal como se los
platico. Mi “miss” en el Cristóbal Colón, en las calles de Sadi Carnot de la
colonia San Rafael del entonces Distrito Federal, no dejaba de preocuparse y,
angustiada, me llevaba a las oficinas de la señorita directora de primero y
segundo para desembarazarse del problema.
Y ahí me tienen con esta dama, de no más
de 25-30 años de edad, tratando de consolarme: “¿Qué te pasa, mi vida, estás
triste?”. Cuando se enteraba que extrañaba a mi mami, se ofrecía a ir por mi
hermano, que estudiaba con los “grandes” (tercero a sexto de primaria), al otro
lado de la calle, donde, a diferencia de donde yo lo hacía en que laboraban
puras “misses”, había solo maestros, mayoritariamente hermanos lasallistas. Y a
mí se me iluminaba el rostro y de inmediato daba mi asentimiento.
La directora, enternecida con mi
sorpresa y sentada en su sillón del escritorio, me daba unas nalgaditas, me
rodeaba la cintura con su brazo, me arrepegaba contra sí y me daba un beso, y
yo ya no requería de mi hermano, sino tan sólo que esa miss siguiera
queriéndome como no se permitía ni se atrevía a hacerlo mi propia madre.
“Bueno, ahorita vamos por él, mi cielo, mientras tanto, a tu salón”, y salía yo
rumbo al matadero nuevamente, pero feliz y realizado por la altruista acción de
este ángel.
Cuando sabemos que en la actualidad una
acción así, que hace 62 años era absolutamente inocua, pudiera ser calificada
casi casi como violación, no puede uno menos que lamentarlo. No porque no se
esté de acuerdo en que así sea en vista de todos los crímenes que se dan hoy en
día y que se daban incluso en la misma época que ahora relato, sino porque nada
más ajeno a aquella miss encantadora que hacerme daño y ofrecerme en cambio el
pecho de una madre amorosa.
¡He dicho!
En mayo de 2003 participé en una trivia
de vinos que organizaba un periódico de la capital de la república con motivo
del décimo aniversario de su aparición. El concurso estuvo abierto durante dos
semanas y media y el ganador sería el que primero hubiera respondido
acertadamente todas las preguntas de la trivia. El premio consistía en una
visita para dos personas a los viñedos, bodegas y cavas de la compañía vitivinícola
de Robert Giraud en Burdeos, Francia. Como yo, auxiliado por Internet, respondí
el cuestionario el mismo día de su aparición antes de las doce del día, estaba
seguro del triunfo.
En efecto, cuando el 30 de junio mi
nombre fue anunciado como el del ganador durante una cata en la enoteca Tierra
de Vinos que el diario organizó para los veinte participantes que primero
respondieron el test, ello no constituyó sinceramente ninguna sorpresa para mí,
aunque sí un enorme gusto para mi esposa y un servidor. El viaje por Air France
podría ser tomado por el ganador en la fecha que mejor le acomodara.
Como por ese entonces andábamos
involucrados en cuestiones más profanas como el cambio de residencia del Distrito
Federal a cualquiera otra ciudad de la república para abrir cualquier tipo de
negocio, decidimos posponer el viaje para finales de ese año, y así se lo hice
saber al rotativo. Elena, mi esposa, muchísimo más despierta e inteligente que
yo, fue la que se encargó de seleccionar el giro de nuestro potencial negocio y encontró así una tienda en León, Guanajuato,
que estaba transfiriendo un franquiciante poblano harto de manejarla a
distancia. Pues bien, nos mudamos en julio y empezamos a despachar en agosto, y
henos aquí, más de quince años después y aún en ello.
Más tarde, le hice saber al matutino de
la capital que estaríamos en posibilidades de hacer el viaje México-París-Burdeos
a mediados de noviembre, pero la fecha se aproximaba y el diario no daba color,
por lo que me vi obligado a enviar un correo electrónico de queja al secretario
de Gobernación, Santiago Creel Miranda, bajo cuya égida se encontraba la Dirección
General de Juegos y Sorteos, con copia al periódico. Esa misma tarde recibí un
telefonazo de la representante del rotativo diciéndome que no era necesario
llegar tanto, que al día siguiente recibiría yo por mensajería los pasajes para
la fecha seleccionada.
Y así nos embarcamos, mi esposa y yo, en
nuestra franco-aventura. Llegamos al hotel cuatro estrellas Edouard VII en el
centro de París, donde se tenía una reserva a nuestro nombre por siete noches.
Contábamos, además, con la promesa de que al día siguiente se nos harían llegar
los boletos de tren París-Burdeos, lo cual, de acuerdo a Murphy, obviamente no
ocurrió. Filosóficamente, le dije a mi esposa: “Mira, tenemos toda la semana
con hotel pagado en París y un viaje de regreso a México garantizado, ¿por qué
no tomamos uno de esos tours nocturnos a lo largo del Sena, ahora sí que con
cena incluida, y no armo, como suelo, mayor pancho?”, y nos enfilamos a
contratar un par de asientos en la embarcación que nos pasearía por el río
Sena, con dos botellas de vino, tinto y blanco, por el mismo precio y, por
supuesto, el pipirín.
Pues no solo eso, hasta conjunto musical
traía el navío. Comprenderán que, después de una larga travesía y ya con cerca
de un litro de vino en la sangre, pues mi mujer, aunque alegre, no bebe tanto
como yo, a mí se me antojara bailar la clásica lambada, en aquellos tiempos tan
de moda y que en esos instantes interpretaban nuestros músicos, en la exigua
pista de baile de la embarcación. Y ahí me tienen, a mí, que no sé bailar ni la
perinola y que por elemental vergüenza nunca danzo, dándole rienda suelta a mis
más bajos instintos, afortunadamente ante puros extraños, que hasta rueda
hacían alrededor de nosotros palmeando al pegajoso ritmo de la lambada y
coreando ¡ue, ue, ue, ue…!, como en chilanga posada, pues. Seguro murmuraban
entre ellos: “No cabe duda, el que lo trae en la sangre, lo trae”. Y yo, dale y
duro al entre perneo, no en balde aquella inmortal creación de una tortería en
la hoy Ciudad de México, que se atrevió a bautizar su creación estrella como
lambada: pierna, huevo y chorizo. En fin, ¡memorable noche parisina aquella!
Cuando, ya de madrugada, regresamos al
hotel, cuál no va siendo nuestra sorpresa de encontrarnos con dos pasajes de
tren París-Burdeos-París para esa misma mañana y que alguien había deslizado
por debajo de la puerta de nuestra habitación. Ni modo, a medio dormir y a prepararse,
sin importar la cruda.
En Burdeos nos recibió el Director de Exportación
de Robert Giraud, Francis Unique, que lo primero que nos dijo fue que el día
anterior nos hubiéramos sentido muy importantes pues, como nos esperaban desde
esa fecha, se la pasaron voceándonos por el altavoz un buen rato.
Y a conocer el châteaux de Giraud, con
viñedos, bodegas y cavas incluidos. ¡Qué interesante y qué suprema belleza! Fue
impresionante ver en las cavas botellas con, literalmente, siglos de
añejamiento y que han sobrevivido a guerras y personajes históricos, como
Napoleón. “De la calidad del contenido de esas botellas, yo no me
responsabilizo”, nos sentenció Monsieur Unique. Cuando andábamos en esas, entró
una llamada ¡para mí! al móvil de Francis. Era la representante del periódico
de México que quería saber cómo nos la estábamos pasando. De maravilla, le
dije, no tengo queja. Me comunicó que nos mandarían a un hotel de categoría
superior al Edouard VII, en París. “Pero si estamos muy a gusto en éste y
además ya está pagado”, protesté. “También el otro y estarán mucho mejor. Que disfruten
mucho su viaje”, me respondió, sin más.
Al día siguiente, Francis nos llevó a comer a un restaurant
gastronomique en plena campiña francesa, el Au Sarment (33240 Saint Gervais), el mejor en el que he
estado en toda mi vida, hasta la fecha. ¡Qué delicia!
De regreso en París, comprobamos que nuestro ángel guardián en México
no se había equivocado: el nuevo hotel era simplemente sensacional, y todavía
nos quedaban un par de noches. Así que tuve una nueva ocurrencia: “Oye, Elena -le
dije a mi esposa-, ya que no hemos gastado casi nada, excepto la bacanal en el
Sena, ¿y si hacemos reservación en el famosísimo Restaurant de la Tour d’Argent,
ahí donde te dan hasta el certificado de nacimiento o defunción del patito al
orange que te estás refinando?”.
Y ahí vamos los esnobs, rumbo al despelucadero, pues aquí estoy viendo
el ticket de consumo que aún conservo y que reza en su total ¡356 euros!, y
nada que ver con el Au Sarment que les acabo de comentar. Lo
verdaderamente memorable resultó cuando le pedimos al mesero que nos tomara una
foto en la mesa con una cámara ¡desechable! Ni modo, los celulares no eran por
entonces de uso tan generalizado, pero sí noté que de otras mesas emitían unas
risitas furtivas y burlonas. Pero aún más lo resultó cuando se desató una
tormenta pavorosa y típica de París, a tal grado que apagaron las luces del
restaurante para que mejor pudiéramos apreciar la magnitud y belleza de los
relámpagos. La catedral de Notre Dame, visible desde nuestra mesa, lucía
esplendorosa y les juro que pude ver en un momento dado a Quasimodo
desplazándose por sus corredores.
De regreso a México, me leí de un tirón en la
aeronave Eugenia Grandet, de Honorato de Balzac. Me resulta incomprensible cómo
el padre de Eugenia, Félix, individuo mezquino, avaro y miserable, evitó que
durante su juventud ésta conociera un país tan esplendoroso como Francia, no
porque lo diga la novela explícitamente, pero si hasta las necesarias velas
para la iluminación le escatimaba por las noches, qué se podía esperar de otras
experiencias más mundanas. Afortunadamente, Eugenia, sin volverse tampoco
manirrota, pudo superar estas deficiencias de alma de su padre y le dio un uso
más generoso a la fortuna heredada. Balzac no hace más que describir una
situación mucho más generalizada de lo que imaginamos.
Ya he
relatado en ocasiones anteriores cómo las correrías de mi padre en el turismo
y en la embajada de los Estados Unidos lo llevaron, y aun diría yo nos
llevaron, a conocer y tratar a grandes personalidades, la menor de las cuales
no es, por cierto, el mismísimo Secretario de Estado, en su
momento, Henry Kissinger. Mi padre era una persona humilde y generosa,
pero ello no obstó para que incluso este personaje se haya despedido de él
diciéndole: "Señor Gutiérrez, cuando crea que pueda ser de utilidad para usted,
no dude en contactarme". Esto no me lo platicó don Nicolás, sino que
yo fui testigo cuando se lo dijo una vez que lo hubimos dejado a buen
resguardo después del Partido del Siglo, Italia-Alemania, en el mundial México
70 y, como recordarán, ya con unas cervezas de más Mr. Henry y yo.
Y casi lo
mismo podría decirse de los astronautas de la Apolo 11, Neil Armstrong, Michael
Collins y Edwin Buzz Aldrin, o de la secretaria particular de Jackie
Kennedy, o de Sukarno, el primer presidente de una Indonesia independiente, o
del legendario pitcher de los Dodgers de Los Angeles Sandy Koufax, ganador
de tres premios Cy Young por decisión unánime (el primero en
obtenerlo así y cuando el galardón era uno por toda la MLB y no por cada liga,
como lo es ahora), o de los también legendarios Oliver Hardy y Stan
Laurel, popularmente conocidos como el Gordo y el Flaco, o de Leo
Carrillo, el súper famoso Pancho de la no menos conocida serie de televisión
Cisco Kid, o de alguna Miss Universo cuyo nombre ya no recuerdo ahora, o de la
Princesa Caramelo, que "inmortalicé" en algún relato anterior. En
fin, de muchos de estos personajes conservé autógrafos que mi padre conseguía
para nosotros, la gran mayoría de los cuales ha desaparecido con el tiempo,
como lo han hecho quienes los plasmaron en papel.
Mi padre
relataba con enorme placer y orgullo cómo Stan Laurel, el Flaco, lo
complacía cuando le pedía que parodiara para él el famoso llanto que
lo hizo tan popular en las pantallas, y cómo le pidió a Leo Carrillo, Pancho,
que le enviara un saludo a sus hijos (nosotros) la noche que lo fuera a
entrevistar Paco Malgesto en la televisión mexicana. Y ahí tienen a Paquito
inquiriendo a Pancho si sabía hablar español, y él respondiendo: "Claro,
me lo han enseñado mis amiguitos Coco, Ruly y Ceci, hijos de Nick, que me trajo
a este estudio", o sea, mis hermanos y yo. Y ahí nos tienen a todos,
incluida mi madre, desternillándonos de risa, producto de la pena y la
emoción, ante el aparato televisivo por semejante osadía.
Con todo,
nada se comparaba con la monumental responsabilidad asumida por mi padre a
petición del Presidente de México Gustavo Díaz Ordaz durante la visita a
nuestro país de Lyndon B. Johnson en 1968, una vez pasados los eventos
protocolarios y cuando las familias de ambos presidentes se encontraron
departiendo amistosamente en un salón de Los Pinos, ¡pero sin intérprete
oficial! De inmediato Díaz Ordaz solicitó que se buscara a alguien, y no
encontraron a nadie mejor que don Nicolás, que se hallaba ahí para la ocasión
coordinando todo lo que tenía que ver con los traslados de Johnson y su familia
en México. Mi progenitor se puso nerviosísimo, pues eso de ser intérprete
"oficial" en un evento familiar al más alto nivel,
literalmente, durante un encuentro binacional entre México y Estados
Unidos, jamás lo hubiera soñado en su vida ni en toda la eternidad.
Una vez
que hubieron presentado a mi padre con el Presidente Díaz Ordaz y
percatándose éste del nerviosismo de Nick, le suplicó: "Don Nicolás, no se
ponga usted así, esto es solo una charla informal, de familia, donde no se
tratará ningún asunto de Estado, así que ánimo, no nos haga usted quedar
mal".
El
momento previo quedó inmortalizado en la foto que les adjunto, que apareció en
la prensa de aquella época y donde mi padre es fácilmente identificable como el
caballero de lentes que aparece justo a unos pasos del respaldo del asiento
donde se apoltronó Lyndon B. Johnson, que aparece junto a su esposa Lady Bird
Johnson, su hija Linda Baines Johnson (acuérdense que todos tenían que ser LBJ,
para no desentonar con su rancho, así llamado, en Texas) y el propio Díaz
Ordaz.
¡Gracias por estos hermosos recuerdos, Padre
mío, tú sí que fuiste todo un personaje!