jueves, 3 de febrero de 2022

El infinito

Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido.

El infinito en un junco, Irene Vallejo

Al principio me resistía a leer El infinito en un junco / La invención de  los libros en el mundo antiguo, de Irene Vallejo, pues, prejuicioso que soy, me parecía muy árido y aburrido el tema. ¡Qué va!, ya que si bien doña Irene aborda la historia del libro, habla profusamente de los clásicos greco-latinos y nos platica cómo los romanos hicieron sus bibliotecas a la manera de los griegos, dividiendo en dos sus recintos: por un lado los textos helénicos y por el otro los propios, en un espacio considerablemente menor al de aquellos, lo cual no los acomplejaba, al contrario, los motivaba para emular a sus conquistados, pues jamás pusieron en duda la superioridad de la cultura griega sobre la propia. Una actitud encomiable sobre cómo el imperio se dejaba conquistar por sus súbditos en este terreno. Así, no es raro que con el transcurrir de los siglos surgieran émulos latinos tanto o más ilustres que los originales. Por citar un ejemplo mayúsculo, ahí tenemos a Virgilio y Homero, pero son múltiples los ejemplos “menores” en este sentido, y la autora los documenta prolijamente.

Tampoco deja de llamar la atención el temor de los antiguos ante la invención de la escritura, pues, alegaban éstos, ello provocaría que sus cantos no se memorizasen más, transfiriéndose de boca en boca, y se olvidaran tras esos complicados caracteres que surgían por doquier. ¿Qué opinarían ahora no solo con la invención y prevalencia del libro, sino con el surgimiento de Internet, donde cualquier imbécil con un celular en la mano se ha vuelto un erudito capaz de resolver cualquier duda con el poder de su dedo, mas no de su cerebro? Y con información falsa, con una alta probabilidad.

Las cosas buenas, alega Vallejo, perviven a través de los siglos, como lo ha hecho este instrumento que tanto provocó el temor de nuestros antepasados en tiempos inmemoriales. No en balde los adminículos que hemos inventado y las herramientas que los manejan imitan impúdicamente a un libro, como hace Google Play con el paso de las páginas de un libro electrónico, parodiando hasta sus dobleces.

Pero sí, creo que nuestros temores debieran ser mayores a los de los bardos que temieron el olvido de sus obras, puesto que, por lo que apunté antes, la gente ya no es dada a investigar ni leer para documentarse como hacíamos los antiguos universitarios que hasta de simples calculadoras carecíamos. Las generaciones actuales no leen y se les dificulta “entender” una cifra de más de dos dígitos.

No sé qué más necesita el humano para fascinarse de manera auténtica y natural que la lectura de un libro como éste. Yo lo disfruté enormemente y me llevó a escribir alrededor de él desde mi “colaboración” anterior. Y es que Irene relata, junto con la historia de la invención del libro que hábilmente va entreverando en su escrito, los pormenores, en sendos apartados, de la Grecia que imagina el futuro y Los caminos de Roma, con toda su pléyade de grandes novelistas, dramaturgos, fabulistas, poetas, cuentistas, ensayistas…, de una manera tan deliciosa -adentrándose hasta en los chismes de la época- que queda uno atrapado en su prosa y no para hasta agotarla.

Cuánta dicha puede deparar la simple lectura de un libro, que no la lectura de un libro simple.

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