sábado, 28 de diciembre de 2019

Cien mil millones de "vías lácteas"

Esto es lo que aduce Steven Pinker en su libro En defensa de la Ilustración / Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, que me hizo el favor de enviar a mi hogar con un propio el director general de este diario, Enrique Gómez Orozco, cuando en septiembre anuncié mi “suicidio” en estas mismas páginas, y que acabé de leer hace unas semanas.

Así es, tal cantidad de galaxias similares a la nuestra afirma el autor que existen en el universo, las cuales, a su vez, dan cabida a cien mil millones de sistemas solares cada una, pero no sólo eso, sino que nuestro universo es únicamente parte de un conjunto
pluriuniversal, de muchos universos, pues. Mas lo que sorprende a Pinker sobremanera es que ante tal profusión de vida inteligente en este universo múltiple, por lo menos en potencia, no haya sido capaz nunca nadie de ponerse en contacto con nosotros, no ya digamos nosotros con alguien más. Y aquí es donde Steven se hace eco de la creencia de muchos de que los seres “inteligentes” con su progreso tienden a autodestruirse aun antes  de conseguir dicho objetivo. Con la proliferación y posible uso de armas nucleares en nuestro caso, por poner un ejemplo, por no decir ya nada de la más que posible, es decir, probable destrucción de nuestro medio ambiente.

Por más que el libro de Pinker peca de optimismo (posibilismo, le llama él), razón por la que don Enrique me mandó el libro, en su afán por sacarme de mis ideas “suicidas”, yo veo el vaso medio vacío y no puedo más que lamentar dos situaciones a las que Steven dedica sendos capítulos: desigualdad y medio ambiente. Hace algunos años me referí aquí al libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI (FCE, 2014), que aborda en detalle el primer tópico, la desigualdad (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2016/09/mueran-los-ricos-si-ya-lei-el-capital.html), pero ahora quiero abundar sobre el particular.

Hace poco empezó en Chile una rebelión, que se extiende hasta nuestros días, en contra del injusto sistema en el que se encuentran sumidos y se culpaba de ello a la ingente desigualdad que impera en el país andino. Existe un indicador, el coeficiente de Gini, que mide esta desigualdad en el mundo y este oscila entre 0 y 1, donde 0 representa la igualdad absoluta, en la que todos poseen exactamente la misma riqueza, y 1, en que un solo individuo acapara toda ella. Pues bien, de acuerdo al Banco Mundial (2018), Chile posee un coeficiente de Gini de 0.466 y los más ricos tienen un ingreso 28.5 veces mayor que los más pobres. De acuerdo con el Inegi (2019), México tiene un coeficiente de Gini de 0.426 y un ingreso de los más ricos de tan “sólo” 17.4 a 19.3 veces que los más pobres.

Ya se imaginarán ustedes que esto es nada comparado con el coeficiente de Gini a nivel mundial, que en una medición de 2104 arrojaba un estratosférico 0.630. No quiero pensar en una revuelta a nivel mundial tipo Chile con cifras tan desproporcionadas y obscenas como esta.


En cuanto al medio ambiente, ni el mismo Steven Pinker es tan optimista en cuanto a la emisión de gases de efecto invernadero, que provocará, si no la combatimos, un mortal cambio climático. En esto se manifiesta más por un optimismo “condicional”, en que los involucrados hagan todo lo que esté a su alcance por prevenir los daños, pero ¿cómo conseguirlo con populistas como Trump, retirando a los Estados Unidos del Acuerdo de París, y López Obrador, construyendo una obsoleta, aun antes de empezarla, refinería y dando preferencia a combustibles fósiles sobre las energías hídrica, eólica, solar, de biomasa, geotérmica, cogenerada y nuclear? En éstas basa precisamente Pinker su optimismo condicional, aunque parezca ya demasiado tarde.

Por lo demás, el capítulo sobre entropía, evolución e información, aunque interesante en sí mismo, me pareció como metido con calzador para permitir al autor afirmar al inicio del capítulo 16: “El Homo sapiens, ‘hombre sabio’, es la especie que utiliza la información para resistir la putrefacción de la entropía y el peso de la evolución.”, siendo la entropía, de acuerdo a la RAE, la medida del desorden de un sistema. Todo ello como marco para envolvernos en su discurso sobre el progreso.

Aun así, al autor no le queda más que reconocer todo lo que aún está mal, muy mal, en el planeta, empezando por los setecientos millones de habitantes del mundo que hoy viven en pobreza extrema, ¡casi el 10% de la población mundial!, y siguiendo con un largo etcétera que cubre cerca de una página completa de su libro (pp. 400-401). El que yo cite esto quizá se deba al sesgo de opinión del que nadie se libra y que consiste en enfatizar opiniones que se apegan a la propia.

Por cierto, Bill Gates se muestra muy crítico con Thomas Piketty y muy condescendiente con Steven Pinker, quizá eso lo diga todo. Yo, a la inversa, me quedo con la obra del primero, aunque no por ello deje de recomendar la del segundo, y tal vez lo ideal sería encontrar el justo medio -en alguien que se pudiera llamar, por ejemplo, Thomas Steven Pinkertty- entre ambos.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Carlos Denegri

“El mejor y el más vil de los reporteros”, Julio Scherer García.

Cuando el empresario Carlos Trouyet estaba desarrollando un proyecto inmobiliario en Acapulco, Carlos Denegri, reportero estrella del periódico Excélsior, fue invitado a su anuncio en el hotel María Isabel, al que también asistió el ex presidente de México Miguel Alemán Valdés, siempre interesado en cuestiones turísticas, quien después de saludar efusivamente al periodista, lo dejó para que departiera con el encargado de dicho proyecto, el arquitecto Guillermo Rossell de la Lama, y el grupo de pasantes miembros de su despacho. Ya “a medios chiles”, Denegri bromeó con los muchachos diciéndoles que ellos eran los que trabajaban y su jefe, Rossell, el que se llevaba todo el mérito y la mayor parte de la paga y los invitó “a seguirla” en su mansión, con todo y las edecanes que atendían el lugar. Una vez en su casa, siguieron bebiendo animadamente al compás de la música de un tocadiscos. Las muchachas se desnudaron hasta quedar sólo en pantaletas y el anfitrión, más ebrio que ninguno otro, empezó a notar que una de ellas, una morocha despampanante, se le quedaba viendo con una sonrisa en los labios, hasta que Denegri se dio cuenta de que realmente se estaba burlando de él, pues se había olvidado de subir el zíper de su bragueta después de ir al baño. Al percatarse de que sobre una mesilla había un ejemplar de
Excélsior, decidió vengarse de inmediato, lo enrolló, le prendió fuego con su encendedor y fue a colocárselo a la mulata por detrás, debajo del elástico del calzón.

Acto seguido, se armó el maremágnum. Don Carlos cayó al piso, derribado por alguien que lo increpaba por su salvajismo, mientras un español del equipo de Rossell le propinaba una patada en pleno rostro. La mulata, encolerizada, le escupió tremendo gargajo en el cuello y todos se largaron de ahí, excepto Denegri, claro, ahogado de borracho. Ya afuera, Rossell le dijo al español que tomara el primer vuelo a Los Ángeles al día siguiente y que permaneciera ahí un buen tiempo, pues su víctima era muy capaz de mandarlo matar.

Como muy seguido le ocurría al reportero, una vez que recobró la sobriedad y con la cruda moral más que física, le pidió a su chofer Bertoldo que lo condujera en su Galaxie a Cuernavaca, donde visitó el convento de las madres clarisas a espaldas del hotel Casino de la Selva y les hizo un generoso donativo, con lo que él creía que lavaba todas sus bajezas. Al salir, se topó con su viejo confesor, el padre Javier Alonso, quien lo reconvino por no haberse acercado al sacramento de la penitencia hacía mucho tiempo. Él le prometió hacerlo pronto y se retiró del lugar.

Hasta aquí el relato. Lo cité de memoria, a tal grado me impactó la novela El vendedor de silencio, de Enrique Serna (Penguin Random House, primera edición digital, agosto 2019). Esto es sólo un nimio ejemplo de los que abunda la obra, pero los desfiguros de nuestro personaje no conocieron límite, en todos los ámbitos, en especial, su violento trato con las mujeres. Del episodio en su casa, aunque novelado, el autor contó hasta con el testimonio de un testigo presencial.

Pocas veces en mi vida he experimentado un gozo similar con un libro, tanto durante la lectura misma como al concluirlo, pues varios días después de haberlo terminado aún lo experimento.

Cuando Carlos Denegri, el personaje sobre el que se centra esta narración, fue asesinado a principios de 1970, yo tenía veinte años cumplidos de edad, y aunque ya era estudiante universitario y leía periódicos, especialmente el Excélsior, que era al que estábamos suscritos en casa y donde nuestro personaje colaboró hasta antes de caer en desgracia en 1968 por sus rencillas con el recién nombrado director general del diario Julio Scherer García, rara vez me llamaban la atención sus columnas o prestaba ojos a sus reportajes en primera plana. Sin embargo, por las conversaciones de mis padres –mi madre hasta sus programas televisivos veía-, ya estaba yo enterado de la mala fama que rodeaba a Denegri, pero el estudio absorbía la mayor parte de mi tiempo. Por ello, no deja de sorprenderme que Enrique Serna, que en aquel entonces tenía apenas diez años de edad, haya llevado a cabo una labor de investigación titánica sobre la vida y milagros de don Carlos para novelar su vida, y no únicamente de ella, sino de todo el corrupto sistema político mexicano que va de la época revolucionaria hasta esos días, en que Carlos Denegri (nacido en el emblemático año de 1910) fue el señor del cochupo, de las extorsiones, del chantaje y quien dio origen al término chayote, tan en boga todavía hasta nuestros días. Nuestro héroe utilizaba estos métodos para hablar bien de los políticos, empresarios y gente de la alta sociedad sobre los que escribía, pero si no aceptaban sus “servicios”, los presionaba entonces con los mismos métodos para no hablar pestes de ellos, de aquí el título de la novela.


Pero no nada más esto, recrea también de manera magistral la ciudad (aún no Ciudad) de México de aquella lejana época, con sus calles, bares, restaurantes, centros nocturnos y barrios. Ignoro cuántos meses (o años, como a los novelistas de excepción) le habrá tomado a Serna escribir esta magna obra, pero el resultado de su esfuerzo está a la vista.

Otro atractivo del texto –para mí, por lo menos- son sus personajes. A veces bastaba con el puro nombre para que yo los visualizara mentalmente, pues todos son viejos “conocidos” míos de aquellos años, como Juan Gil Preciado, secretario de agricultura.  En otras era suficiente que diera el nombre de pila y el primer apellido para que yo en automático verbalizara silenciosamente el segundo, como Leopoldo Sánchez Celis, gobernador de Sinaloa.

Y esos recorridos por la vieja ciudad mía resultan entrañables.

Lo que sí devoré con avidez  en enero de 1970, en el mismo periódico para el que escribió Denegri, fue la noticia de su asesinato. Por desgracia, sólo me enteré de que había sido su esposa quien lo mató “accidentalmente”, tras el enésimo desencuentro, al tratar de cubrirse la cabeza del lanzamiento de un vaso con el que la amenazaba el periodista, después de que ella hubiera tomado la pistola, que aquel guardaba en el cajón de su buró, en una maniobra de anticipación para que no la tomase él primero. El movimiento de manos de la mujer provocó que el arma se le disparara y el tiro fuera a perforar la cabeza de su marido, que cayó muerto al instante.

Sin embargo, la novela no termina en este pasaje, no soy un spoiler. Su final es mucho más sublime literariamente hablando, en especial su última línea.

Si la literatura es una de las bellas artes, este libro es una genuina obra de arte, sin exageración alguna.

martes, 10 de diciembre de 2019

Morir dignamente

En un artículo reciente relaté mi visita al médico en la Ciudad de México sin mencionar su nombre. Se trata de Arnoldo Kraus, editorialista dominical del periódico El Universal, colaborador mensual de la revista Nexos y profesor de la Facultad de Medicina de la UNAM, quien me recomendó el libro de su autoría La morada infinita / Entender la vida, pensar la muerte, con prólogo de Eduardo Matos Moctezuma (Penguin Random House, noviembre 2019).

En el libro, Kraus habla de la necesidad del contacto físico con la persona que va a morir. Me vino a la cabeza la imagen de mi madre recluida, junto con otros varios pacientes, en la fría sala de terapia intensiva del hospital al que la llevamos de emergencia y mi impotencia ante el inhumano trato que los pasantes encargados de la misma daban a los enfermos. Me quedé en vela toda la primera noche en la sala de espera del nosocomio por si algo se ofrecía, pero sólo me permitieron pasar a verla unos instantes, durante los cuales les reclamé a los interfectos el poco cuidado que estaban poniendo a las indicaciones que habían dado los médicos. De mala gana, una enfermera hizo caso a medias a lo que le pedía. Salí  de ahí y me arrellané en un sillón a soltar el llanto más amargo de mi vida que recuerdo. Poco la pudimos ver ya, la operaron de emergencia y a los pocos días falleció en el hospital de Nutrición, adonde la habíamos trasladado. Ha de haber sido una semana en el infierno para ella, sin esa cercanía con los suyos de que habla Kraus. Esta terrible experiencia llevó a mi padre a optar morir en casa tres lustros después, tras una penosa invalidez de casi nueve años.

Aquí entra en juego otro aspecto al que Arnoldo se refiere en su libro principalísimamente: la eutanasia, sea ésta pasiva, cuando ya no se hace nada por mantener con vida al enfermo, más que quizá la aplicación de cuidados paliativos contra el dolor, y la activa, cuando se le administran fármacos para desencadenar el final. Hermanado con esta última, se refiere también al suicidio asistido, cuando se le proporcionan al paciente dichos fármacos para que él mismo se los administre si está en condiciones de hacerlo.

Obviamente, en México estamos en pañales en todos estos remedios, aunque no por eso dejan de aplicarse “clandestinamente”. A diferencia de países como Holanda, Bélgica, Suiza, Canadá, ¡Colombia! y algunos estados de la Unión Americana, donde se permiten legalmente una o más de estas modalidades de morir dignamente.

Otros aspectos controversiales que cubre Kraus en su libro son la eutanasia con donación de órganos y el suicidio de parejas, como la formada por André Gorz, filósofo y periodista francés de origen austriaco, y su esposa Dorina, ambos octogenarios, que decidieron suicidarse juntos cuando supieron de la enfermedad incurable que padecía ésta. Pero no se piense que se queda ahí, pues es partidario de una medicina más humana, que esté primordialmente orientada al “¿Cómo se siente?” y no simplemente a “¿Dónde le duele?”, y enemigo de la medicalización, con la que el galeno prescribe fármacos caros, obteniendo con ello jugosas igualas e invitación a congresos de parte de las grandes farmacéuticas, y de la “aparatización” en los hospitales, con cargos gravosos para el paciente y su familia.

Y así llega hasta la propuesta que miembros de los Ministerios de Sanidad y Justicia de Holanda sometieron al Parlamento en octubre de 2016 “para regular la ayuda a morir  a personas mayores cansadas de vivir, sin enfermedades terminales ni sufrimientos insoportables, ambos requisitos indispensables contemplados en la Ley de Eutanasia (2002)… (o) víctimas de enfermedades no terminales cuyo sufrimiento, moral la mayoría de las veces, era intolerable.”. Añade que aunque la propuesta no se ha dictaminado, la prensa informa ocasionalmente de enfermos no terminales a quienes se ayudó a morir dignamente, como el dramático caso del holandés Mark Langedijk, de 41 años, divorciado, con dos hijos, 21 intentos fallidos por redimirse del alcohol, depresión profunda y quien luchó y obtuvo de parte de las autoridades sanitarias de su país el permiso para poner fin a su vida mediante la administración profesional de una inyección letal, cosa que ocurrió en julio de 2016, rodeado por sus padres, hermanos y su mejor amigo, un párroco, después de una reunión de despedida donde se comió y se bebió. Mis respetos y admiración para todos ellos.   

Pero también hay lugar para una mirada jubilosa del tema, y así apunta que cuando estuvo en el cementerio parisino Père Lachaise, “las visitas… donde yacen los famosos son regla. Acercarse a esos sepulcros significa acercarse a uno mismo. Leer y visitar a Cortázar vivifica; beber ajenjo, repasar su obra y acercarse a Gauguin mueve; llevar en la mano las partituras de la maestra sobre las composiciones de Chopin estimula; observar la tumba de Édith Piaf, vecina a la de Moustaki, explica el verdadero significado del amor.”

Recordé cuando estuve en París en 2003 y visitaba el cementerio de Montparnasse y supe, por el directorio de la entrada, que ahí yacía toda la aristocrática familia Poincaré (uno de cuyos miembros llegó a ser Presidente de la República Francesa), y me di a la tarea de recorrer todas las veredas del camposanto hasta topar con el sepulcro de Henri Poincaré, como se ilustra en la foto que acompaña este escrito. Matemático, físico teórico, ingeniero y filósofo de la ciencia que rivalizaba incluso con el propio Einstein, y del que yo había leído algo de sus teorías y de su vida, el estar en contacto con el lugar donde yace fue, como diría Kraus, vivificante, conmovedor y estimulante, y un acercarme a mí mismo.

Concluyo diciendo que el libro de Arnoldo Kraus es de lectura obligada.