Dicen que uno no tiene la edad que
cumple (en mi caso, 70), sino la que siente, en cuyo caso debo de ir llegando
como a los 93. Aunque no todo ha sido pesar.
Cuando cumplí aproximadamente la mitad
de los años que tengo ahora, fui enviado a tomar un curso de una semana a
Toronto, donde afortunadamente tenía un par de amigos, Carlos y Mariela, que,
después de casarse, se fueron a radicar permanentemente a Canadá a finales de
la década de 1970. Me fueron a recibir al aeropuerto un domingo 19 de octubre y
me dijeron: “Raúl, podemos dedicarte toda la semana, excepto el miércoles 22,
que tenemos un compromiso ineludible, pero de ahí en fuera, cuenta con nosotros
las 24 horas del día”. Para mi desgracia, ese miércoles era precisamente el día
de mi cumpleaños. Obviamente, por pena, no se los aclaré a mis amigos y ahí le
dejé.
Cuando se llegó el 22, con un frío que
se dejaba sentir ya muy crudamente por aquellos lares, salí de la oficina y me
encaminé rumbo al hotel, que se encontraba no muy lejos de ahí, pero que el
clima hacía ver distante. Llegué congelándome, con las manos agarrotadas, pues
en una llevaba mi portafolio y en la otra una alta pila de manuales, y sin más
abrigo que mi traje y mi corbata. ¿Quién, viniendo del trópico, se iba a
imaginar un frío tan perro en esas fechas? En fin, ya en la habitación entré en
calor con el clima artificial. La “noche” era ya cerrada, a pesar de no ser más
allá de las siete de la tarde, y me dispuse a ir a “celebrar” mi cumple cenando
en el lobby bar del hotel.
Me atendió una bellísima joven, llamada
Sharyn, que solícitamente tomó mi orden. Acompañé mis alimentos con una copa de
tinto merlot, que me dio valor para tolerar mi soledad, pues jamás había pasado
el día de mi cumpleaños en circunstancias tales. El valor, por efecto de Baco,
se tornó en temeridad, pues comencé a sopesar la posibilidad de informarle a
Sharyn, nada más porque sí, que era mi cumpleaños, y la temeridad en acción.
“¡Pero cómo! –me dijo la mujer una vez que hube actuado-, ¿tu cumpleaños y
rodeado de todos tus amigos?” –bromeó. “Pues sí –le dije- era sólo que quería
que lo supiera alguien más”. “Congratulations!”
–concluyó.
O eso creí, ya que, poco más tarde,
acompañó la cuenta con una rebanada de pastel, la clásica velita y dos
compañeras siguiéndole los pasos para, juntas, entonar el consabido happy birthday, ¡al que increíblemente
se unieron cuatro o cinco comensales de otras mesas!, seguramente conmovidos
por mi soledad, y al final, un aplauso generalizado en todo el local. Mis tres
deseos, después de apagar la vela, fueron que me tragara la tierra, de la
puritita vergüenza. Obviamente, fui muy generoso con la propina.
Cuando me disponía a abandonar el
restaurante, Sharyn se aproximó y me dijo que ella no tardaba en cambiar de
turno, que no pensara que era una buscona, que únicamente quería invitarme una
cerveza en el pub al otro lado de la calle para que no estuviera tan solo el
día mi cumpleaños. Encantado y tallándome los ojos, acepté de mil amores.
La esperé un breve tiempo en la
recepción del hotel, donde me alcanzó, me tomó del brazo y me condujo al bar
que estaba justo enfrente. Ordenamos nuestras cervezas y nos pasamos más de
tres horas platicando como si fuéramos grandes amigos de toda la vida, de
veras. Como para entonces yo ya tenía tres cervezas entre pecho y espalda,
además del tinto de la cena, mi inglés corría más fluidamente que nunca, como
siempre me pasa en esos casos, en que me vuelvo fully bilingual. Sharyn sólo toleró una y media y yo tuve que
refinarme la media que dejó, ni modo de desperdiciarla, advirtiéndome, juguetona, que ella nada más me había invitado
una.
Al cabo, me dijo: “Nos tenemos que ir,
pues tu curso comienza en pocas horas”. Pedimos la cuenta, pagué -pues no iba a
permitir que dilapidara su propina en mí-, cruzamos de nuevo la calle rumbo al
estacionamiento del hotel, donde ella tenía aparcado su coche, y, ya en la
entrada del inmenso parque vehicular, me estrechó fuertemente entre sus brazos,
repitió el Congratulations! de horas
antes, me propinó un sonoro beso en los labios y salió disparada rumbo a su
auto.
A esas horas de la madrugada, yo ya ni
el frío sentía encaminándome a mi habitación, después de haber disfrutado uno
de los días más dulces, no sólo cumpleaños, en mis 93 primaveras de existencia.
Al día siguiente les jugué una mala
pasada a mis amigos, Carlos y Mariela, diciéndoles lo solo que me había sentido
el día de mi cumpleaños. “¡Pero cómo –exclamaron casi al unísono-, fue tu
cumpleaños ¿y no nos dijiste nada?!”. Apenadísimos, me invitaron una opípara
cena, como no la he tenido en más de nueve décadas.
Querida Sharyn, nunca más te volví a
ver, pero como verás, te llevo perennemente en mi recuerdo.