lunes, 30 de septiembre de 2019

70

Dicen que uno no tiene la edad que cumple (en mi caso, 70), sino la que siente, en cuyo caso debo de ir llegando como a los 93. Aunque no todo ha sido pesar.

Cuando cumplí aproximadamente la mitad de los años que tengo ahora, fui enviado a tomar un curso de una semana a Toronto, donde afortunadamente tenía un par de amigos, Carlos y Mariela, que, después de casarse, se fueron a radicar permanentemente a Canadá a finales de la década de 1970. Me fueron a recibir al aeropuerto un domingo 19 de octubre y me dijeron: “Raúl, podemos dedicarte toda la semana, excepto el miércoles 22, que tenemos un compromiso ineludible, pero de ahí en fuera, cuenta con nosotros las 24 horas del día”. Para mi desgracia, ese miércoles era precisamente el día de mi cumpleaños. Obviamente, por pena, no se los aclaré a mis amigos y ahí le dejé.

Cuando se llegó el 22, con un frío que se dejaba sentir ya muy crudamente por aquellos lares, salí de la oficina y me encaminé rumbo al hotel, que se encontraba no muy lejos de ahí, pero que el clima hacía ver distante. Llegué congelándome, con las manos agarrotadas, pues en una llevaba mi portafolio y en la otra una alta pila de manuales, y sin más abrigo que mi traje y mi corbata. ¿Quién, viniendo del trópico, se iba a imaginar un frío tan perro en esas fechas? En fin, ya en la habitación entré en calor con el clima artificial. La “noche” era ya cerrada, a pesar de no ser más allá de las siete de la tarde, y me dispuse a ir a “celebrar” mi cumple cenando en el lobby bar del hotel.

Me atendió una bellísima joven, llamada Sharyn, que solícitamente tomó mi orden. Acompañé mis alimentos con una copa de tinto merlot, que me dio valor para tolerar mi soledad, pues jamás había pasado el día de mi cumpleaños en circunstancias tales. El valor, por efecto de Baco, se tornó en temeridad, pues comencé a sopesar la posibilidad de informarle a Sharyn, nada más porque sí, que era mi cumpleaños, y la temeridad en acción. “¡Pero cómo! –me dijo la mujer una vez que hube actuado-, ¿tu cumpleaños y rodeado de todos tus amigos?” –bromeó. “Pues sí –le dije- era sólo que quería que lo supiera alguien más”. “Congratulations!” –concluyó.

O eso creí, ya que, poco más tarde, acompañó la cuenta con una rebanada de pastel, la clásica velita y dos compañeras siguiéndole los pasos para, juntas, entonar el consabido happy birthday, ¡al que increíblemente se unieron cuatro o cinco comensales de otras mesas!, seguramente conmovidos por mi soledad, y al final, un aplauso generalizado en todo el local. Mis tres deseos, después de apagar la vela, fueron que me tragara la tierra, de la puritita vergüenza. Obviamente, fui muy generoso con la propina.

Cuando me disponía a abandonar el restaurante, Sharyn se aproximó y me dijo que ella no tardaba en cambiar de turno, que no pensara que era una buscona, que únicamente quería invitarme una cerveza en el pub al otro lado de la calle para que no estuviera tan solo el día mi cumpleaños. Encantado y tallándome los ojos, acepté de mil amores.

La esperé un breve tiempo en la recepción del hotel, donde me alcanzó, me tomó del brazo y me condujo al bar que estaba justo enfrente. Ordenamos nuestras cervezas y nos pasamos más de tres horas platicando como si fuéramos grandes amigos de toda la vida, de veras. Como para entonces yo ya tenía tres cervezas entre pecho y espalda, además del tinto de la cena, mi inglés corría más fluidamente que nunca, como siempre me pasa en esos casos, en que me vuelvo fully bilingual. Sharyn sólo toleró una y media y yo tuve que refinarme la media que dejó, ni modo de desperdiciarla, advirtiéndome, juguetona, que ella nada más me había invitado una.

Al cabo, me dijo: “Nos tenemos que ir, pues tu curso comienza en pocas horas”. Pedimos la cuenta, pagué -pues no iba a permitir que dilapidara su propina en mí-, cruzamos de nuevo la calle rumbo al estacionamiento del hotel, donde ella tenía aparcado su coche, y, ya en la entrada del inmenso parque vehicular, me estrechó fuertemente entre sus brazos, repitió el Congratulations! de horas antes, me propinó un sonoro beso en los labios y salió disparada rumbo a su auto.


A esas horas de la madrugada, yo ya ni el frío sentía encaminándome a mi habitación, después de haber disfrutado uno de los días más dulces, no sólo cumpleaños, en mis 93 primaveras de existencia.

Al día siguiente les jugué una mala pasada a mis amigos, Carlos y Mariela, diciéndoles lo solo que me había sentido el día de mi cumpleaños. “¡Pero cómo –exclamaron casi al unísono-, fue tu cumpleaños ¿y no nos dijiste nada?!”. Apenadísimos, me invitaron una opípara cena, como no la he tenido en más de nueve décadas.

Querida Sharyn, nunca más te volví a ver, pero como verás, te llevo perennemente en mi recuerdo.

martes, 24 de septiembre de 2019

Un libro sin atributos

A raíz de la crítica que hice dos años atrás del libro La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy,  de Laurence Sterne (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2017/07/tristram-shandy.html), y del trabajo de traducción al español de la misma obra por parte del escritor ibérico Javier Marías, me cayó, casi año y medio después y sin esperarla, la siguiente réplica (tipo “zanahoria y garrote”) en facebook de una tal Trinitat Caballé Horta (respeto redacción original): “Parece una persona inteligente, porque sabe escribir, lo demás me parece una exposición de mal gusto. ¿Pertenece usted a la Real Academia Española? ¿Cuántos libros ha escrito? Y si alguno ¿A cuántas lenguas traducido? Javier Marías es un monstruo literario no hay escritor alguno que le pueda. Sus libros y los que recomienda (en su ‘Zona Fantasma’) son magníficos nunca ninguno me ha de decepcionado. Usted tiene muy poca capacidad mental para leer novelas. Estoy leyendo 'The Master' ‘Retrato de un novelista adulto’ de Colm Tóibín, aconsejado por Javier Marías y por cuanto usted dice de sí mismo, se perdería leyéndolo. Hay que tener muchas conecciones (sic) mentales para leer buenos libros. La simpleza es la que la mayoría quiere.”

A riesgo de volver a incurrir en el mismo pecado y quedar expuesto al público vituperio por atacar a otra vaca sagrada de la literatura universal, quiero esta vez referirme a El hombre sin atributos, de Robert Musil, libro del que ya había dado noticia cuando me fue negado su préstamo en la Biblioteca Central Estatal Wigberto Jiménez Moreno, del Fórum Cultural Guanajuato, siendo necesaria una muy posterior adquisición de su versión electrónica al no estar ésta disponible en aquel tiempo (http://blograulgutierrezym.blogspot.com/2019/07/archivo-muerto.html).

De acuerdo a los caprichosos estándares de la señora Caballé, soy un iletrado Don Nadie con discapacidad mental, pero si un maldito libro no me gusta, pues no me gusta y san se acabó, pero que conste que me esfuerzo hasta lo indecible. Además, a manera de refutación a tan distinguida dama por mi falta de méritos, pues no soy miembro de ninguna academia (lo que quizá no sea tan ignominioso, especialmente tratándose de la española) ni he escrito libro alguno ni, consecuentemente, he sido traducido a otra lengua, bastaría decirle que para degustar un buen melón no necesito de saber cultivarlos, como tampoco para lamentarme por uno malo. Pero volvamos al libro de Musil.


El primer volumen de la obra, que consta de dos, fue publicado en 1930, parte del segundo en 1933, pero el trabajo quedó inacabado, pues la muerte sorprendió al escritor en 1942,  siendo publicado el resto póstumamente en 1943, con lo que Musil había dejado escrito pero sin publicar -y en muchos casos con enmendaduras- por aquí y por allá. Todo esto fue reunido posteriormente en una sola edición en papel de 1,555 páginas y su equivalente electrónico de 1,853, que fue el que yo leí.

La trama de la novela es insulsa: un grupo de nobles, intelectuales, burgueses, aristócratas y hasta un general del ejército se reúnen para conformar la llamada Acción Paralela o Patriótica, destinada a honrar, no se sabe de qué manera, el setenta aniversario de la entronización en el Poder del emperador de Kakania (Imperio Austro-Húngaro) Francisco José. Y en este ambiente transcurren muchos de los avatares de los personajes, sin mayor pena ni gloria. Uno de ellos es Ulrich, el hombre sin atributos, un matemático de vida más bien ociosa, que se dedica, junto con el autor omnisciente, a disquisiciones sicológico-filosóficas sobre -entre otros temas- la genialidad, el amor y los sentimientos, en un lenguaje por demás embrollado y abstruso. Varias veces, durante la lectura del libro, estuve tentado a apagar mi tableta y tirarla a la basura, dando por terminada la empresa, pero el gusanillo de perderme de algo de valor dentro de uno de los “cien mejores libros de todos los tiempos” en una de las mil listas que para el efecto existen, me impulsó a llegar hasta el final.

Y no es que el libro no contenga media docena de pasajes realmente interesantes y hasta poéticos que a uno le llevan a decir prematuramente “valió la pena”, como el de los amores incestuosos entre Ulrich y su hermana Agathe, sino que, para las dimensiones del libro y el tiempo invertido en su lectura (poquito más de tres meses me tomó a mí), es demasiado escaso. O quizá sea mi “poca capacidad mental para leer novelas” y mis nulas “conecciones (sic) mentales para leer buenos libros” lo que me lleva a afirmar esto y ponerme en evidencia.

Mejor invertir el tiempo, digo yo, en cuatro otras buenas obras de dimensiones medias, que las hay, y no en un libro sin atributos y de dimensiones elefantiásicas. O darle a leer a Bill Gates la edición en papel del mamotreto de Musil para que, a su velocidad de 150 páginas por hora, se lo aviente en diez horas y veintidós minutos y pedirle que me lo platique pasado mañana, al estilo del mítico y legendario Severo Mirón, mediante una cápsula electrónica vía WhatsApp.

jueves, 19 de septiembre de 2019

A Sheffield sólo le interesa La Grande...

...me refiero a la gubernatura del estado de Guanajuato por Morena, no a la morena propiamente dicha, no sean mal pensados.

Desde que Ricardo Sheffield Padilla inició su gestión al frente de la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) hace cerca diez meses, he sido molestado telefónicamente casi a diario en mi casa por los odiosos representantes de quien se presenta a sí misma como Previsión Gayosso, ofreciendo, obviamente, sus servicios funerarios. No ha bastado con que al operador en turno se le diga que no me interesan sus ofertas, que es la enésima vez en los últimos varios meses que a uno lo molestan con lo mismo, que por favor borren mi teléfono fijo de la lista de cambaceo en la que basan sus insultantes acosos.

Hoy en la mañana, por ejemplo, a mi petición en tal sentido, se me respondió con un agresivo y altisonante “¡Bueno, ¿está usted interesado en el servicio, sí o no, señor?!”. Ante lo que no queda más que colgar, con la correspondiente maldición por la grosera impertinencia. Pero el hostigamiento llega casi a lo inverosímil, como la ocasión en que después que hube despotricado contra la muchachita que me llamaba, ésta sólo atinó a decir: “¡Ok, señor, de cualquier manera se va usted a morir!”.

Parece de risa, pero no lo es, pues únicamente representa uno más de los incontables ejemplos de la falta de un Estado de derecho en este bendito país, y a las pruebas me remito. Enseguida me comuniqué por teléfono a la dependencia de nuestro prócer, el señor Sheffield Padilla, al número que hizo famoso un pegajoso jingle: 5568-8722, donde, después de explicar mi problema, la dama que me respondió me dijo que me pondría en contacto con la persona adecuada, y vuelta a esperar, hasta que otra dama me respondió con voz cansina: “Lo pasaron mal, lo transfiero”. Por fin, la tercera dama sólo atinó a decir: “Ahorita todos están en junta, no hay quien lo pueda atender”. Oiga, señorita -le espeté a esta última persona-, estoy llamando al número oficial de la Profeco, en horario más que hábil, pues apenas son las once de la mañana, ¿y no hay quien me pueda atender ¡porque están en junta!? Entienda, el problema que quiero resolver está por desquiciarme. “Llame más tarde”, obtuve por toda respuesta.

¡Bendita 4T y arribistas de pacotilla como Mr. Sheffield!

Acto seguido, me fui a la página de la procuraduría del consumidor en Internet y ahí me enteré que mi teléfono está registrado para evitar publicidad de todo tipo (comercial, de telecomunicaciones y turística) ¡desde el 28 de noviembre de 2007, hace casi doce años! ¡Ya ni me acordaba! Tal pareciera que la Cuarta Revolución, que no simple Transformación, encarnada por nuestro líder máximo, hubiera decidido pasarse este registro por el arco del triunfo. De otra manera, no me lo explico.

Ojalá que alguien en la Profeco reviva mi desesperada petición de que no se me moleste más en casa y multe a Gayosso con el máximo que autoriza el artículo 18 bis de la ley federal de protección al consumidor, que es, según el propio sitio de la procuraduría, de $1’513,916.80.

De no ser atendida mi petición con toda oportunidad, pronto estaré requiriendo los servicios que tanto denuesto, aunque no con Gayosso, mi esposa ya ha sido puntualmente instruida al respecto.


martes, 10 de septiembre de 2019

Revictimización y "simplificación" administrativa

Mucho se habla de la revictimización de la mujer que se atreve a denunciar legalmente un delito sexual, y es una verdad tremendamente lacerante y real, aunque, sin tratar de equipararla con otros casos más profanos, yo creo que es la norma en el sistema penal mexicano y aun en el ambiente privado del país. Me explico.

A raíz del asalto a mano armada que sufrió mi hijo el viernes 30 de agosto de 2019 en León, Guanajuato, “la mejor ciudad para vivir y donde el trabajo todo lo vence”, por parte de un par de malandros que lo despojaron de su automóvil nuevo, celular, cartera con tarjetas bancarias e identificaciones, y hasta llaves de la casa, nos hemos visto inmersos en estos hostiles e infrahumanos submundos burocráticos. La noche de ese día, después de que la policía ministerial hubo levantado in situ (Punto Verde) el reporte correspondiente para que mi hijo quedara liberado de cualquier delito que los delincuentes pudieran cometer a bordo de su auto o con sus identificaciones, se presentó el inepto y holgazán ajustador de la compañía de seguros que ampara el coche, mal levantó un reporte de robo y asignó un número de siniestro, pidiéndole a mi hijo que se volviera a comunicar con la compañía de seguros el lunes siguiente, después de que levantara la denuncia en el ministerio público.

Del lugar del asalto, en compañía del novio de mi hija, se fue a Cepol Norte, donde les dijeron que ahí no recibían ese tipo de denuncias, que tendrían que ir a Prevención Social en la carretera León-Cuerámaro, a donde partieron sin dilación y punto en el que la familia entera los alcanzó. Salimos del sitio cerca de las dos de la madrugada ya del sábado 31 con tan solo un comprobante y la invitación a Raúl, mi hijo, para que volviera a presentarse el lunes 2 con dicho papel. Tanto como el coche, a Raúl le importaba su teléfono celular por el cúmulo de información personal y laboral que en él almacenaba, por lo que dedicamos toda la mañana del sábado a rastrearlo vía GPS, junto con la Policía Ministerial, que se nos unió después. Los criminales, nada estúpidos, se habían liberado de él arrojándolo a un baldío, de donde lo rescató un pepenador, a cuya casa en rumbos inimaginables los ministeriales entraron a “bayoneta calada”. El hombre no opuso resistencia y entregó el aparato a los agentes, que pidieron a mi hijo que el mismo lunes lo reclamara en Prevención Social, donde le realizarían pruebas periciales, básicamente dactiloscópicas.

Ese lunes acompañé de nuevo a Raúl al ministerio público donde, después de ruegos y melindres, nos devolvieron el teléfono una vez que se desistieron de peticiones absurdas que no procedían, pues qué mayor prueba de que le pertenecía que el reconocimiento dactilar para activarlo. Hasta la noche de ese día quedó formalmente levantada la denuncia por robo en la aseguradora, al visitarnos en nuestro hogar un ajustador responsable que sí se tomó en serio su trabajo. Y a sufrir, pues en Prevención nunca se nos dio una copia certificada de la denuncia, que requiere el seguro y que habría que ir a solicitar, además de tener que levantar sendos reportes ahí mismo, en Policía Municipal y en Tránsito Municipal, para después desplazarnos hasta cerca del Puente del Milenio, en la carretera Silao-León, para hacer lo propio en la Policía Federal Preventiva (PFP), donde pedirían una copia de la mentada denuncia certificada. Finalmente, habría que acudir a la Oficina Recaudadora de León a solicitar la baja de las placas, y consecuentemente del auto, y un certificado de no adeudo.


Y esto es precisamente lo incomprensible: dónde queda la tan mentada simplificación administrativa y el manejo de la tecnología para que uno no tenga que andar del tingo al tango levantando denuncias y reportes. Debería bastar con la sola denuncia en el ministerio público y que de ahí se desperdigara la información a todas las demás dependencias y hasta a la aseguradora, o de perdida que bastara un único reporte para las dependencias municipales y la PFP, y ya que andamos con sueños húmedos, que la víctima ya no tuviera que acudir a la Oficina Recaudadora, sino que ahí mismo pagara por la baja y el certificado requeridos y recibiera los documentos correspondientes, pero además, para qué dos malditos certificados, como si a uno le fuera permitido dar de baja un automóvil con adeudos. Si lo que se quiere es cobrar por dos “servicios”, que hagan el cargo conjunto y dejen de fastidiar al sufrido contribuyente.

Verdaderamente dantesco. Dónde queda la tan cacareada ventanilla única, muy mencionada pero jamás aterrizada, y para la que éste es un ejemplo prototípico al que debiera de aplicar.

Pero si el señor Gobernador del estado, Diego Sinhue Rodríguez Vallejo, ni siquiera se da por enterado de la carta que le dirigí denunciando el grave problema de inseguridad asociado con todo lo aquí dicho, por más que haya aparecido en este mismo periódico el domingo 1 de septiembre, qué se puede esperar con peticiones más “sofisticadas”. Y que conste, ni él ni ninguno de su séquito, pues a todos copié, dijo esta boca es mía.

Ahora viene el calvario con el seguro, que “sólo” necesita, además de los quince días de espera para el reclamo del pago (no vaya a ser que el auto aparezca), identificación oficial, CURP, comprobante domiciliario no mayor de tres meses, constancia de situación fiscal, carta de consentimiento para solicitar al SAT la emisión de un CFDI por la enajenación del bien, carta factura, baja de auto y placas, certificado de no adeudo, averiguación previa, duplicado de llaves, póliza original y último recibo de pago. ¡Cansa nada más leer la interminable lista! Como siempre ocurre, parecieran más preocupados en encontrar cualquier pretexto para no pagar que en la protección de sus clientes.

Si esto no es sufrir múltiples veces por el mismo crimen, ¿cómo podríamos llamarlo entonces?

jueves, 5 de septiembre de 2019

La fútil existencia

El lunes 13 de mayo de 1974 se suicidó de un disparo en la cabeza el político, diplomático, escritor, poeta e intelectual mexicano de primer orden Jaime Torres Bodet, a los 72 años de edad. Recuerdo que al día siguiente la prensa informaba profusamente sobre tan penoso acontecimiento, señalando que debido al cáncer que don Jaime padecía había tomado tan fatal determinación. Lo que guardé por siempre en mi memoria fue la dramática y poética línea del mensaje póstumo que el escritor dejó y el periódico que leí reproducía, donde Torres Bodet afirmaba: “Ha llegado el momento en que a fuerza de dolor no puedo seguir fingiendo que vivo”.

Esta frase vuelve de vez en vez a mi cabeza y fue el caso hace unos meses, pero nunca me había dado a la tarea de buscarla, cosa que en esta ocasión intenté a través de Internet, pues era obvio que ahí la encontraría junto con el mensaje completo del poeta. Mi intento resultó tan banal como mi recuerdo, ya que lo único que encontré fueron menciones tan triviales como la que yo suelto líneas arriba. Lo que sí hallé fue una larga entrevista que Héctor Palacio le hizo en 1989 al también escritor Rafael Solana, que fuera secretario particular de Jaime Torres Bodet cuando éste ocupó la Secretaría de Educación Pública durante la Presidencia de Adolfo López Mateos.

La entrevista de Palacio formó parte del trabajo de investigación para la elaboración de su tesis profesional Obra diplomática y educativa de Jaime Torres Bodet, y apenas hasta hace poco se comenzó a conocer ampliamente. Esta entrevista lo tienta a uno a suponer que la mentada frase del poeta es apócrifa. Juzgue el lector si no de la siguiente cita in extenso de la referida entrevista:

Héctor Palacio: ¿Aparte de escribir sus memorias, a qué otras actividades solía dedicarse Torres Bodet en los últimos años de su vida?

Rafael Solana: Solamente escribía sus memorias. Aquí puedo decirle una cosa personal mía. Creo que don Jaime había ya proyectado terminar su vida al concluir sus memorias y que la prolongó un año más porque yo le hice notar que se necesitaba un último tomo más. Él decía que no se necesitaba porque a esa época que va entre el final de Tiempo de Arena (1955) y el principio de los otros volúmenes de sus memorias, aludía constantemente. Yo le insistía mucho en que no bastaba que aludiera, sino que tenía que organizarlo todo. Por fin lo convencí y se tardó un año en escribir Equinoccio (1974; en 1961 habían salido reunidos los primeros cinco volúmenes de sus Memorias) y el día mismo en que devolvió las pruebas a la casa Porrúa, fue cuando se suicidó.


HP: Usted escribió en el prólogo a su obra novelística, editada por EOSA, que él renunció a la vida por designio propio. ¿Por qué eligió esto?

RS: Él encontró que ya no tenía nada que hacer en la vida. Terminada su obra literaria con la redacción de sus memorias, terminada su obra administrativa con el remate de su segundo período [como secretario de Educación] y terminada su obra diplomática al cumplir 65 años de edad -que es la edad que se pone de límite a los embajadores-, encontró que no tenía nada que hacer. Su familia era solamente su esposa, no tuvo hijos, ni sobrinos..., algunos sobrinos, pero más bien del lado de su mujer. Entonces encontró que era ocioso seguir viviendo. Se ha dicho que padecía de cáncer o de alguna cosa; nada de eso es cierto. Yo estaba tan cerca de él que lo veía ir -lo acompañaba incluso- a ver a sus médicos, uno de los cuales era Césarman (Teodoro) que vive, otro de los cuales era el hijo de Marte Gómez, que vive también; otros eran los Cueto. Todos ellos viven y podrían decir, si fueran solicitados, que don Jaime lo único que padeció en el final de sus días fue una especie de fractura, una fisura en el coxis de un tropezón que dio dentro de su propia biblioteca y que lo obligó a guardar la silla de ruedas durante un corto tiempo y luego a caminar con un bastón durante otro corto tiempo; pero esto no lo afligía, su vida intelectual y mental era tan intensa como siempre.

Hasta aquí la cita.

Permítaseme concluir que si ya admiraba a don Jaime por su coraje para quitarse la vida en una situación tan adversa como la que yo suponía, ahora lo hago por partida doble al percatarme que sólo lo hizo por la futilidad de la existencia, al encontrar “que ya no tenía nada que hacer en la vida” y “que era ocioso seguir viviendo”. ¿Por qué aferrarse a vivir después de los 70, cuando es uno todavía lúcido y fuerte, y pretender la inmortalidad a los 80 o 90, que desgraciadamente son los años que la ciencia ha logrado añadir al final de nuestra vida, no al principio, valga la inane perogrullada?

Si ni aun a los 70 tiene uno la garantía, pues a esa edad, por ejemplo, mi madre murió con una salud totalmente devastada a lo largo de sus últimos varios años de existencia, ¿qué necesidad, digo yo -que estoy a pocas semanas de tan fatídico aniversario-, de retar más a Satanás?

¡Vámonos de aquí, carajo, pero ya!